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– Mami… -dice, y cierra los ojos-. Mami.

Penélope le acaricia el pelo y le coge la mano tendida hacia ella, desmadejada.

– Mi niño bonito.

– … Pues tenemos un restaurante chino cerca de casa que a mí me encanta. Sirven a domicilio. Los puedo llamar a la una de la madrugada, y ellos siempre están dispuestos a llevarme algo. Enseguida descongelan unas gambas peruanas, o unos filetes de gato, lo que sea. Y me lo traen a casa. Y con una sonrisa de purita alegría -dice Ulises-. Por eso me gusta Madrid. Y no me importa que la gente trasnoche. Por mí, la gente puede hacer lo que quiera.

– No era eso lo que decías hace un rato -dice Penélope.

– ¿Qué decía hace un rato?

– Decías que Atocha se llena de chorizos y drogadictos. Que no te gusta salir con el niño por la noche.

– Y es verdad. ¿Qué tiene eso que ver con lo que estoy diciendo?

Roberta entra con un vaso de agua y una pastilla en un plato.

– Aquí tiene. -Lo deja delante de Vili, y le retira la comida. Apenas ha probado bocado.

– ¡Gracias! -dice Vili.

– No hace falta que le grites -dice Valentina-. No es sorda.

– ¿Ah, no?

– No. -La mujer pone una media sonrisa y se va llevándose algunos cubiertos y vasos usados.

– Pues yo estaba convencido… No sé por qué, pero…

– No es bueno estar convencido de nada -dice Valentina, y levanta su vaso en dirección a Vili, brindando.

El hombre se mete la pastilla en la boca, y apura el agua.

– Ya no bebes tanto -se dirige a Valentina, señalándola con el vaso vacío-. Hace días que no empinas el codo. El vodka de la casa no ha bajado de nivel como el río Nilo en la última semana. ¿Te pasa algo?

– No tengo muchas ganas de beber.

– ¿Ni de fumar, ni de fastidiarme?

– Déjalo, Vili.

– Llevas razón, perdóname. Me duele la cabeza.

– Yo tengo un amigo que sólo bebe en los bares -dice Ulises-. Pero es como las moscas, y bebe mucho en los bares. Aunque no beba en casa. Y, estooo… Telémaco se ha quedado frito. Sabía que no iba a llegar a los postres -le dice a Penélope.

– Deberíamos acostarlo. -Penélope lo coge por la cabeza y lo atrae hacia ella, lo saca de la silla y lo sube en sus rodillas. Lo acuna, le huele el pelo. ¿Se lo lavará Ulises a menudo? ¿Lo hará bien? ¿Lo aclarará con suficiente agua tibia?

– Pobrecito. Llévalo a tu dormitorio -sugiere Valentina.

– Sí, eso haré.

EL TEMOR

A Penélope le gustaría saber qué es en realidad el matrimonio.

Ah, sí, ya sabe que se trata, en primer lugar, de un trámite burocrático que, tras ser llevado a cabo por dos personas, les facilita procesos administrativos de rutina, por no hablar de cierta consideración social, incluso respeto, entre familiares, vecinos, amigos y funcionarios del estado. Pero el casamiento no parece que sea mucho más que una evolución práctica del derecho administrativo, que ha acabado por implicar en ella -en el mundo moderno- a los lazos afectivos, dada nuestra incurable afición por las ceremonias disparatadas, por todo tipo de ceremonias, y por adornar todo tipo de ceremonias con todo tipo de sentimientos inducidos y forzados por las propias ceremonias.

(Fútbol.

Comuniones.

Bodas.

Desfiles.

Cumpleaños.

Graduaciones.

Entierros.

Investiduras de gobierno.

Entrevistas televisivas.

Atentados terroristas.

Los Óscars.

La guerra.)

El matrimonio no es más que un instrumento ideado para facilitar la transmisión de la propiedad privada, que termina por sellarse en el juzgado o en la iglesia, delante de algún tipo aburrido, acompañado por una secretaria mal vestida para la ocasión, o por un párroco que piensa en comer y beber en el banquete de bodas, más que en servir a Dios en sentido estricto. ¿Qué servicio se le puede hacer al Divino introduciendo un orden tan poco imaginativo en el concierto de los apareamientos carnales y la consiguiente parentela? Es más útil el rendimiento obtenido por la Agencia Tributaria a través del juez de familia.

O eso se teme Penélope.

Porque, se mire por donde se mire, si algo no otorga el matrimonio a los contrayentes es un certificado de sentimientos.

De modo que falla en lo esencial. Nada de «garantía de por vida».

Ninguna cláusula sellada que indique rotundamente: «Esta emoción que sientes ahora mismo nunca se estropeará porque ha sido fabricada en Japón, en una industria automatizada al 100% con tecnología de vanguardia».

Nada, nada de eso.

Los afectos nacen, crecen, envejecen y mueren también. Están vivos, igual que quien los siente. Hoy no experimentamos lo que ayer, ni mañana lo que hoy, porque ni ayer, ni hoy ni mañana nosotros somos los mismos. Y, además, raramente sabemos quiénes somos.

Nunca soy quien creo ser, y eso varía incesantemente, decía Vili que decía Gide.

A veces, Penélope tiene miedo. Al fracaso, a la enfermedad, a la pobreza, a despertar odio y violencia en los otros. Miedo porque ya se ha perdido para siempre aquella adolescente que fue, la niña que ella fue, la joven que fuera. Le gustaban aquellas tres mujercitas. Anaranjadas y sonrientes, apurando con voracidad la vida. Absurdamente ignorantes, y quizás felices.

Ahora, Penélope es otra Penélope. ¿Debe tenerles miedo también a las penélopes que, de aquí en adelante, ella será?

Ah, el tiempo, ese maldito coleóptero que hace su insistente pelota de mugre con la carne y la emoción.

Deja a su niño sobre su cama (mejor dicho, la cama de las otras Penélopes, ésas que ya no están).

Para ser tan pequeño, resulta una buena carga para sus riñones poco entrenados en las mezquinas tareas de la maternidad.

En el dormitorio se cuela una luz desordenada y pálida que parece derrumbarse a cada momento, como un castillo de naipes aurífero. La lluvia está arreciando otra vez, suena con el eco machacón de la plegaria de un perturbado. Chas, chas, chas. Sin parar. Sin tomarse un breve respiro que le dé fuerzas para ir tirando.

Telémaco duerme ajeno a todo. No le importa el mal tiempo, ni los problemas de la gente, no teme que el cielo se rompa por encima de su cabeza y todo se acabe. Es como un animalito cuyo único empeño es crecer, abrirse a la vida y luego zampársela a grandes bocados, entre carcajada y carcajada.

Ella espera que lo consiga. Que apure la vida hasta las heces con la misma sonrisa que ahora tiene mientras sueña sus sueños de niño.

Alguien abre la puerta.

– ¿Quieres que te ayude? -pregunta Ulises.

– No, muchas gracias. -Penélope está desanudando los zapatos del niño. Se los quita y los deja al lado de la cama.

– No hace falta que lo tapes con la sábana -Ulises toca la frente de Telémaco-, está sudando. Siempre suda.

– Chssss… No hables tan alto, lo vas a despertar.

– Los niños siempre sudan.

– Que bajes la voz.

– No se va a despertar.

– Bueno, pues baja el tono, ¿quieres?

– Te digo que no va a despertarse. Duerme como un energúmeno, se emplea bien cuando duerme. No podría despertarlo ni una bomba debajo de esta cama.

– No hables así.

– ¿Qué he dicho?

Una bomba debajo de la cama de su niño, ¿pero es que está loco? No es una imagen agradable para una madre, por muy mala madre que sea.

Ulises abre la boca. Vuelve a cerrarla.

– No vuelvas a decir una cosa así.

– ¿Por qué? -dice él-. Es sólo una manera de hablar.

– No me gusta.

– Vale, pues no lo tapes. No quiero que sude. Cuando nos vayamos se enfriará al salir y luego seré yo quien tenga que curarle el resfriado.

– No va a salir de aquí.

– ¿Queeé? ¿De qué estás hablando?

– Digo que va a dormir aquí, conmigo.

– Para nada. -En la oscuridad, los ojos de Ulises brillan con firmeza-. Estás lista si te lo crees.

– ¿Por qué no? Es mi hijo.

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