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– Abandonado…

– No lo he abandonado. Te repito que no quiero que vuelvas a decir eso, el niño puede entenderte un día de éstos.

– Haberlo pensado antes.

– Mira, Ulises, ya hemos hablado de…

– Parece que no lo suficiente.

– Entonces, iremos a ver al juez, como tú has sugerido. Veremos qué es lo que él decide.

Penélope va hacia la puerta del baño. Entra. Enciende una lamparita encima del tocador de pino tallado. Ulises la sigue. Ella cierra la puerta. Se sienta sobre la tapa del inodoro. Cuchichean.

– Cállate -dice ella.

– Cállate tú -dice él.

– No me da la gana. Quiero a mi hijo. Te avisé la última vez que nos vimos de que quizás las cosas cambiarían pronto respecto al niño, pero tú no quisiste escucharme.

– Claro… me avisaste. Me avisaste y al día siguiente cogiste un avión y saliste disparada hacia… ¿Tokio, París, Fuenterrabía? Ya no me acuerdo, y me importa una mierda. El caso es que el niño se quedó conmigo, y conmigo seguirá.

– Tenía… -Penélope balbucea-. Estábamos en plena temporada de…

Deseo intensamente lo que espero lánguidamente. Dryden. The Indian Emperor.

– No me cuentes más historias, cariño. -Ulises la mira. Se acerca a ella. Examina sus labios. Ni rastro de carmín, lo ha dejado todo pegado a la servilleta, mientras se comía la ensalada. Están algo secos. Debería pasarse la lengua. Quizás humedeciéndolos con un poco de saliva…-. No quiero oír ni una más de tus historias de superwoman de pacotilla.

– No, claro. Te basta y te sobra con las tuyas de gran hombre. De gran hombre fracasado. -Penélope sonríe. Se siente mala, retorcida. Le gusta la sensación-. El pintor extraordinario. El Velázquez de la posmodernidad. La nueva gran mierda jamás enmarcada en el Prado.

– ¡Cállate! -Ulises se acerca hasta el espejo. Apoya las manos en el lavabo.

– Cállate tú.

– Eres…

– ¿Qué? ¿Qué soy? ¿Te molesta que yo haya triunfado mientras tú vives de la pensión que te paso por Telémaco? -¿Y qué es el triunfo?, piensa Penélope, pero no lo dice. Nada falla tanto como el éxito. No hay nada que aprender de él, piensa. Pero no lo dice-. ¿Es eso? ¿Está jodido el gran hombre, se siente humillado? ¿El gran hombre pensaba que, cuando saliera de su casa, no sabría qué hacer y volvería al redil al día siguiente, a aguantar sus chanchullos de cuadros falsificados y sus líos de faldas, un día y otro día? ¿Eso creía el gran hombre? Pues, entonces, el gran hombre era, sobre todo, un gran imbécil. Y ahora le cuesta admitirlo, al pobre gran hombre, al grandísimo idiota.

Ulises se acerca hasta Penélope, que sigue sentada. La agarra por los hombros, y aprieta. Ella huele la violencia que desprende su cuerpo. Los antebrazos tensos de boxeador que hace mucho que no entrena, que sólo saca tiempo para mecer una cuna. Puede incluso ver un escorzo de su pensamiento. Ese poquito de odio agazapado y desnudo, como una bola de fuego, en medio de su pupila. Pero esa lumbre no la quema, al contrario, refresca su ánimo. Que se joda.

No le tiene miedo, y vuelve a sonreír, esta vez con dulzura. Está fingiendo. Y rechina los dientes mientras finge que sonríe.

– ¿Qué, qué soy? -insiste-. ¿Tanto te fastidia que yo haya podido hacer en menos de dos años lo que tú llevas intentando toda la vida?

– No. -Ulises quita las manos de sus hombros. Lentamente, como si las tuviera pegadas a ella mediante hondos filamentos de nervios vivos y ahora le costara mucho trabajo desraizarlas del cuerpo de Penélope-. No me importa, me alegro por ti. Espero que ya tengas lo que querías. Pero…

– ¿Pero qué?

– Dice el proverbio que la persona que hace su fortuna en un año debería haber sido ahorcada doce meses antes.

– No me digas.

– No, yo no digo nada. Lo dice el proverbio.

Ulises va hasta la cómoda. Coge un cepillo para el pelo. Está duro, fibroso, pasa las cerdas por la palma de su mano, se acaricia con ellas. Son rasposas, desagradables como tiritas de piel de mono secas.

– Estás despeinada. Déjame que te peine.

– Suelta ese peine ahora mismo -le ordena ella.

– ¿Por qué te tiñes el pelo de rubio? Me gusta más tu color natural. Dime, ¿por qué lo haces?

– Me están saliendo canas -dice Penélope, y lo mira directamente a la cara.

– ¿De verdad? -él sonríe con malicia-. ¿La princesa está envejeciendo? Que toquen a rebato. ¡Qué tragedia! ¿Y qué será de la princesa cuando sea una vieja?

– Se convertirá en una reina. Deja ese peine donde estaba.

– ¿Por qué? Sólo quiero peinarte un poco. Has perdido mucho glamour desde que has dejado que se te acerque Telémaco. Mírate, con el vestido manchado y lleno de arrugas, y el pelo desordenado, con los labios descoloridos. ¿Qué diría tu jefe si pudiera verte ahora? O tu secretaria. O tus amantes.

– Deja ese peine. Por favor.

– Voy a peinarte.

– No te acerques a mí. Deja eso en su sitio.

– Puedo arreglarte un poco, tenemos que volver al salón y acabar la cena. Tus padres se merecen verte…

– ¡He dicho que dejes el peine!

Penélope se acerca a él, le arranca de las manos el cepillo.

Él no se resiste. Sonríe. Y levanta los brazos igual que si ella le apuntara con una pistola.

¿Por qué no se resiste? ¿Por qué no presenta batalla? ¿Por qué no le pregunta si quiere hacer el amor con él para que ella tenga la oportunidad de darle una patada en los…?

Bah.

El caso es que Penélope ha triunfado. Tiene en sus manos el utensilio. Lo deja donde estaba. Es un peine y es suyo y lo tiene y ha triunfado.

Ha triunfado con el triunfo de los necios.

– Vamos a terminar la cena -dice, y suspira vigorosamente.

Cuando sale del baño, Ulises apaga la luz y la sigue.

– ¿Habéis acostado ya al niño? -pregunta Vili. Tiene una expresión aburrida, y toquetea una copa de vino como si quisiera traspasar con sus dedos el fino cristal de bohemia. Tal vez piensa que la copa, que tiene trazas de cáliz, representa algún tipo de muro, una fortaleza que se siente obligado a franquear usando sus propias manos hasta desmoronarla por completo.

– Sí, está durmiendo -contesta Penélope, y toma asiento.

– Si sigues apretando así el vaso, lo romperás -le advierte Valentina a Vili. Los ojos entrecerrados. Estará cavilando. Mezclando en su cabeza consideraciones buenas y malas. Estará divagando. Tiene todo el derecho.

Cuando era pequeña, Vili siempre le compraba a Penélope helados. Le encantaban los helados. Ahora, de repente, ya no tiene muchas ganas de seguir con la cena. Preferiría tomarse un helado a pesar del tiempo tan desapacible que hace fuera. Un Frigodedo. Un Cometo. Un Calipo. O mejor: un Drácula, su favorito desde siempre, desde los tiempos en que era Vili el encargado de comprárselos.

– La infancia es nuestro único paraíso. Dejad que el crío lo disfrute -dice Vili, y toma un sorbo de vino.

– ¿Ah, sí? -Ulises apura algunos restos de ensalada antes de que Roberta recoja todos los platos-. Es curioso. Yo no imagino así el paraíso.

– ¿Y cómo te lo imaginas? -Penélope lo mira por encima del asiento que Telémaco ha dejado vacío entre ellos dos.

– Tú eres mi idea del paraíso, cariño -dice Ulises, y ella no sabe si está hablando en serio-. Tranquilo y soleado, pero adosado al infierno, como uno de estos chalets que hacen ahora. Con el infierno tabique con tabique. Oyendo todos los ruidos.

– Muy gracioso.

– Mi padre -continúa Ulises- decía a veces que él se imaginaba el paraíso simplemente como un lugar en el que siempre se encuentra sitio para aparcar.

– Puede ser.

– Y tuve una galerista para la que el paraíso…

– ¿Una galerista? ¿Cuál de tantas? -pregunta Penélope, mordaz. Sabe que debería haberse callado.

– Annetta, aquella que…

– ¿Annetta? ¡Ja!

– ¿Cómo que «ja»? -Ulises la mira, ceñudo. Mastica un poco. Se limpia la boca con la servilleta.

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