Vuestro encuentro será terapéutico, pero mientras llega prefieres no pensar demasiado en ello.
No hay vida más tempestuosa y obstinada que la de la muerte. Quitándonos sin parar el pan de la boca, los sueños. Jodiéndonos siempre.
No, no le tienes miedo.
Pero no puedes negarlo, tú -como Yeats, como todos los seres humanos que en el mundo han sido- también te sientes humillado por tu mortalidad. No lo niegues, Ulises.
Llenas un gran tazón de leche para el niño, la viertes sobre el cazo, la calientas un poco con el fuego puesto al mínimo.
Telémaco corretea por el salón y la cocina en pijama. Su presencia tan viva aclara las tinieblas de la mañana que se han despertado contigo.
– ¡Lávate los dientes! -le ordenas a tu hijo luego de acabar el desayuno. Y después de una pausa dramática-: ¡Todos!
Cuando sales de casa, ya son las ocho y media. Atraviesas el umbral de la puerta con paso decidido. El niño está entre tus brazos. Vestido con su ropita nueva de color azul marino y el pelo recién peinado, es un claroscuro inquieto y juguetón que sobresale de tu pecho. La imagen sagrada de tu culto a la vida.
Hay algunas nubes blancas, pequeñas y esponjosas, puestas en fila sobre los tejados. Son los campos elíseos del cielo primaveral de Madrid.
– ¿Verdad que hace un día precioso? -le preguntas a tu hijo.
– No -contesta él, muy seguro de sí mismo.
No te preocupa demasiado, porque últimamente suele responder a todo que no.
Tropiezas en una papelera rota, tirada en medio de la acera, con su contenido de suciedad vegetal, metálica, animal, aérea, acuática, desparramado a diestro y siniestro.
Maldices las papeleras. Las rotas por los vándalos nocturnos y las que aún están por romper, porque estando intactas son una provocación irresistible para quienes gustan de destrozarlas a patadas cada noche.
Maldices en alemán, y en cheli.
Telémaco te mira en silencio, súbitamente interesado por los movimientos de tu boca.
Una nueva maldición. A la salud del Ayuntamiento. Los impuestos municipales. El bien común.
Tú no crees en el bien común, sino más bien -lo mismo que Juan Ruiz, Arcipreste de Hita- en el placer comunal.
Sigues andando en medio de la gente, te pierdes calle abajo entre los olores y colores y sonidos de esta ciudad que parece no descansar nunca, que no se ha levantado temprano porque aún no se ha ido a dormir.
LA FLOR DEL DRAGÓN
Tú, Ulises, sabes cuál es el secreto para hacer feliz a una mujer. Sabes que el truco consiste en aceptar su corazón de niña, sea cual sea su edad, aunque ella tenga más de ochenta años, como tu querida Araceli.
Una vez sentada esa base, el resto es sencillo. Por lo menos para ti es fácil, aunque no lo sea para todo el mundo. Y cualquier madamigella se da cuenta enseguida de que lo haces muy bien. Lo haces muy bien, Ulises. Siempre lo haces muy bien.
Bravo.
Después de pasar algo más de tres horas ultimando detalles y firmando documentos con tu marchante y tu galerista -dos hombres de negocios sensatos-, besas con delicadeza la mano enguantada de la clienta especial que ambos te han presentado. Conoce tu obra anterior, está muy interesada en tu trabajo, según te han explicado. Compró uno de tus aguafuertes en la Dokumenta de Kassel, hace cuatro años. Es rica, y no le gusta mezclarse con la gente. La gente, toda junta, es algo que resulta de lo más vulgar (los ricos son así, han superado esa fase en la que una persona es sólo gente; ellos pueden permitírselo). Ha preferido echar un vistazo a solas a la colección, antes de la apertura oficial de esta tarde.
El muy circunspecto, pero sensible, señor Tamisa sonríe voluptuosamente mientras pronuncia el nombre de la mujer. Odón Tamisa, el galerista, es el amo de un jardín vivo y lujurioso donde crecen racimos de impacientes billetes verdes. No es raro que sonría aprobadoramente hacia la dama.
Qué decir del hechizo del arte, de esa extraña maravilla que genera ilusiones bajo el cielo terrible, vacío. Qué decir de ti, Ulises, que eres el artista, de la impúdica dignidad de tu mirada. Qué refinadamente embellecerás los salones de la señora con tus cuadros. Qué atractivo resultas, con el pelo alborotado y los ojos de niño dolorido, bajo la luz blanca de la mañana que se cuela a chorros en la estancia.
La señora no está nada mal, y se le nota una cierta inclinación medrosa hacia ti. Brilla toda ella, como si le hubieran dado unas concienzudas capas de barniz antes de salir de casa.
No, no está nada mal. Aunque, ¿cuándo te ha parecido a ti que esté mal una señora? Compra tres grandes óleos y firma un cheque de muchos ceros que tu marchante -un tipo que oscila, según el momento del día, entre la vacuidad, la demencia y la usura- atrapa rápidamente entre sus nervudos dedos, los mismos que entrena cada día a fuerza de ejercicios de musculación digital sobre una vieja calculadora.
Telémaco corre de un lado para otro perseguido por la resignada secretaria, madurita y teñida de color berenjena, del señor Tamisa. Puede que el muy cafre vuelva loca a la pobre mujer si continúa haciéndose cargo de él unos minutos más.
Bueno… A ti las locas también te gustan. Tienen su aquél. (En realidad sólo hay una clase de mujeres que te guste de verdad: las que están vivas. Por el resto nunca te has interesado.)
Miras de reojo al niño, y luego a la reciente propietaria de tres de tus obras.
Ella te tiende su tarjeta de visita con una mano enfundada en seda. Pero lo piensa mejor, se quita lentamente el guante y roza tu mano con su mano desnuda mientras tú recoges el trozo de papel pinzado entre sus dedos. Notas un escalofrío de pudor en la espalda, tal vez de deseo. Nunca hubieras supuesto que una mano pudiera desnudarse. Jamás habías caído en la cuenta de que todos solemos llevar las manos desnudas. Las mujeres siempre están enseñándote cosas nuevas.
Le prometes que harás su retrato a cambio de otro cheque parecido al que acaba de firmar. Ella te llamará para poneros de acuerdo. Se aleja taconeando hacia la salida. Su chofer abre la puerta y la deja pasar antes de cerrarla de nuevo tras él.
Mujeres. Pistilos de la flor del dragón. Cómo se mueven. Benditas sean.
– ¿Cuántos años creéis que tendrá? ¿Setenta, diecinueve…? -pregunta Ramón, tu marchante, y le sopla con dulzura al cheque recién entintado.
– ¿Salimos a almorzar? -propone el señor Tamisa-. Ya son las dos y cuarto.
Telémaco se acerca hasta tus piernas y se aferra a ellas. Tiene las mejillas del color del pelo de la secretaria del señor Tamisa. Se le marcan unos graciosos hoyuelos en medio de cada una. Está cansado de corretear, sudando, oliendo a felicidad. Hay algo en él, propio de la infancia, que proclama a los cuatro vientos que le resulta imposible detenerse.
– Tienes un niño muy guapo -dice Ramón.
– ¡Gorrrdo! ¡Kaaarto’ffel! ¡Feeeooo! -le grita Telémaco al otro, por toda respuesta. Se ríe salvajemente.
– Y muy amable… -añade el hombre, lacónico.
– ¡Telémaco! No seas maleducado o te castigaré, ¿vale? ¡Y estate quieto! -le reprendes. Mientras, el niño sigue riéndose de tu marchante, delante de sus narices, a grito limpio.
Le das un azote en el trasero que no parece afectarle demasiado pero que, al menos, le hace callar un rato e interesarse de repente por un lápiz que hay sobre la mesa.
Cuando te das media vuelta, dirigiéndote hacia el señor Tamisa, oyes los susurros rencorosos de Ramón Correa, tu marchante.
– ¿Sabes, pequeño cabrón, que tú también te estás muriendo, como todo lo que vive bajo el sol? -dice entre dientes, si bien Telémaco, que muerde con minuciosidad su lápiz, está sentado en el suelo, lejos de él, y no puede oírle.
Aunque lo hiciera, no entendería lo que Ramón quiere decir. Telémaco aún no comprende el concepto de muerte, si es que la muerte es un concepto. No le resultaría inteligible, o por lo menos aceptable, ni así se lo explicaran miles de veces seguidas. ¿Cómo demostrarle a una criatura que la vida, a pesar de que se proyecta en sesión continua, no es más que el espectáculo fogoso que ofrece la interminable agonía de todo aquello que es? ¿Y a cuento de qué viene asustar a un niño de esa manera?