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Está a punto de marearse. Cierra los ojos con fuerza, la nariz se le arruga con el esfuerzo. Qué mal me siento, piensa… Nunca me había sentido así de bien en toda mi vida, piensa.

Héctor le pregunta si le ocurre algo y ella niega, sacude la cabeza y su pelo se agita con un fulgor de oro viejo.

Le entran ganas de orinar. Siempre que se pone nerviosa, o se emociona, tiene que salir corriendo al baño. Siente que la vejiga le quema, un escozor agradable que le baja hasta el pubis y la distrae con su gozoso cosquilleo.

Y se echa a reír, luego se encoge de hombros.

No sabe qué hacer ni qué decir. No sabe nada. Aunque eso, por lo visto, le importa un rábano.

Hay tanta sabiduría, un instinto tan puro en el momento que acaba de vivir, que la sensualidad durará más allá del instante.

Qué desdichada, qué impecablemente se enamoró Penélope de Ulises aquella mañana de colegio, sin saberlo.

Cuando suena el timbre anunciando el fin del recreo, Héctor y ella se levantan.

Ulises hace lo mismo. Se acerca a la niña y le dice que le gustaría acompañarla a su casa por la tarde, cuando acaben las clases.

Ella asiente, ¿es que podría haber hecho otra cosa? Penélope y Héctor se van en dirección a su aula. Ulises se queda quieto en el patio, y los mira alejarse.

LA POSTERGACIÓN

Cierta vez (hace tiempo de aquello), Vili le leyó a Penélope un fragmento de la obra china Lun Yü: Los antepasados que pretendían ilustrar la ilustre virtud en todo el reino, primero ordenaron sus propios estados. Como deseaban ordenar sus propios estados, primero arreglaron sus familias. Como deseaban arreglar sus familias, primero procuraron cultivarse ellos. Como deseaban cultivarse ellos, primero enmendaron sus corazones. Como deseaban enmendar sus corazones, primero trataron de ser sinceros de pensamiento. Como deseaban ser sinceros de pensamiento, primero ampliaron al máximo sus conocimientos. Dicha ampliación del conocimiento reside en la investigación de las cosas.

Penélope no lo entendió muy bien en su día, pero le llamó la atención y apuntó el texto en su diario adolescente. Se lo aprendió de memoria.

Así era Vili, así es Vili: en vez de enseñarte oraciones, o darte una bofetada, un consejo paternal y manido, o un fajo de billetes, te lee a Plutarco, te recita un poema chino. Unas palabras que se hincan a la manera de un clavo en los sentidos de una, allí encuentran su destino, y es como si llevaran siglos buscándote y buscándolos.

La investigación de las cosas. Eso es algo que suena poderoso.

Ahora ya lo va comprendiendo, dentro de lo que cabe. Le da vueltas a la idea mientras anochece y su madre trastea en la cocina, haciendo panecillos calientes. En realidad, son precocinados, Valentina nunca ha sido -ni falta que le ha hecho- lo que se dice una perfecta ama de casa, ésa que corta la leña, enciende el fuego, asa la carne, espanta a las fieras y acarrea el agua desde el río. También está troceando una piña que si no comen esta noche se echará a perder.

Penélope le da vueltas y más vueltas al concepto mientras Vili permanece encerrado en su despacho (aunque ha dicho que saldrá a cenar: le ha dado unas voces a la criada para asegurarse de que lo oye, cree equivocadamente que Roberta está sorda, y nadie sabe de dónde ha sacado tamaña idea).

Como Penélope desea ilustrar su virtud, primero ha intentado ordenar su propio estado, el mismo que es su pequeño reino: vanidad, orgullo herido, independencia, un hogar roto, un hijo abandonado, una madre que se muere, un padre deprimido por primera vez en su vida, una carrera profesional en la que está obligada a matar para no morir, a galopar siempre a la cabeza.

Es agotador, y muy complicado, organizar todo eso de buenas a primeras pero, al menos, ha conseguido enumerarlo. Contar siempre es bueno. «Haz una lista», le decía Vili cuando era pequeña. «No se te puede olvidar nada si haces una lista.»

Como Penélope desea arreglar su propio estado, primero ha intentado arreglar su familia.

«Tienes que hablar con Vili», le ha dicho a su madre hace poco más de media hora. «Contárselo todo, pedirle su amor, su compañía. No puedes morirte así.»

«Vete a la mierda, cielo mío», le ha contestado su madre.

Ha llamado a Ulises por teléfono.

«Quiero a mi hijo», le ha dicho. «Tráemelo esta noche a casa de mi madre, se quedará conmigo de ahora en adelante. Ya eres libre de salir a trotar por ahí en busca de las faldas que tú quieras.»

«El niño es mío», le ha respondido Ulises. «Ni siquiera sabe que tiene una madre. Desde que te fuiste de casa solamente lo has visto cuatro o cinco veces. Lo he criado yo. Lo quiero. No tienes derecho a quitármelo.»

«Tráelo a casa, de todas maneras. Necesito verlo. Quiero ver a mi niño. Ya discutiremos esto más despacio», ha dicho Penélope, y ha colgado.

Como Penélope desea arreglar su familia, primero ha procurado cultivarse ella.

«Vili, ¿tienes por ahí algunos libros que me puedan interesar?», le ha preguntado a su padrastro desde el pasillo, acercando la boca a la puerta cerrada a cal y canto del despacho de Vili. «Hace más de un año que no leo más que revistas…»

Como Penélope desea cultivarse ella, primero ha procurado enmendar su corazón siendo sincera de pensamiento.

«Ulises, maldito embustero infiel. Grandísimo hijo de puta. Cariño mío, Ulises. Tus manos, amor mío, tus manos…», se ha dicho a sí misma moviendo en silencio los labios, aunque nadie la miraba, ni siquiera podían oírla.

Como Penélope desea ser sincera de pensamiento, primero procura ampliar sus conocimientos a través de la investigación de las cosas.

Y, aunque parezca una táctica tan inútil como un péndulo en el mar, echa mano otra vez del recuerdo.

Penélope ya tiene dieciocho años, está preparada para hacer el amor con Ulises por primera vez. Su primera vez (de él no acaba de estar segura, aunque llevan tres años juntos: toda una vida).

Lo ha seguido a la facultad de Bellas Artes. A Ulises apenas le queda un año más para terminar los estudios, aunque se hubiera ido el mismo día que llegó de no haber sido porque se lo impidió su padre. Ella lo seguiría hasta el infierno. Puede que tenga que hacerlo, aunque no lo sabe todavía.

Héctor está en Sevilla, estudia ingeniería naval. A veces le envía postales a Penélope en las que apunta cosas como. «El Guadalquivir tiene los ojos del color de los tuyos», o «Mi hermano es un cabrón con mucha suerte», o «Me aburre estudiar, yo sólo quería viajar, vivir», o «Hoy no he comido más que un bocadillo de queso, y se me ha quedado pegado a los dientes».

– Hagamos el amor -le propone a Ulises una noche. Ya han hablado de ello antes, muchas otras veces.

– Qué gran idea -responde él-. Yo pondré el pene.

Están sentados en una terraza, al aire libre, cerca del Templo de Debod y los jardines de Ferraz. Corre una suave brisa de principios de verano. El bochorno del estío aún no ha arremetido contra Madrid. Dentro de poco llegará el calor insoportable, y todo el mundo sentirá una extraña dificultad para respirar, cierto hastío.

Se levantan y echan a andar. Ulises la coge por la cintura.

– Pareces un melocotón -le dice, y le muerde la oreja. Penélope disfruta del escalofrío, luminoso, intenso. Lo deja bajar suavemente por su columna vertebral hacia abajo.

Abajo.

Más abajo.

Percibe el pequeño rastro de baba traslúcida que ha quedado entre los labios de Ulises y su piel, ambos enganchados por una tela de araña liquida e indestructible, enlazados para siempre. Ese rastro de saliva es su anillo de compromiso. Exquisito, valioso, único en el mundo.

La baba se enfría desde su oreja hasta su cuello mientras caminan. Era muy fino, un hilito muy sutil.

No es justo, piensa Penélope.

Le entran ganas de llorar. No es justo, no es justo.

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