Penélope piensa en Telémaco, siente una punzada de dolor en el estómago. Su rayito de sol. Tan rubio y tan abandonado. Se dice que todavía es demasiado pequeño, que pronto lo recuperará y le enseñará a meterle la mano dentro del escote. A no dejar de hacerlo mientras viva, y que diga misa el psicoanalista de la familia, aquel amigo de Vili que tuvo medio loca a su madre hacía años.
– Llevamos mucho tiempo juntos, Vili y yo.
– Por eso. Él te quiere. Siempre te ha querido.
– Pero yo no quiero compasión, y eso es lo único que recibiría de él si se lo contara. Prefiero ser una bruja antes que una pobre enferma desahuciada. El desamor me da vida, por lo menos. La pena consigue que me entren ganas de morirme y, en mi situación, puedes imaginarte…
– Me parece que lo subestimas, madre.
– Puede ser. Pero no quiero que se entere, ¿de acuerdo? Además, éste es un mal momento para él, con todo lo que ha pasado. El tipo ése que fue a suicidarse a la Academia… Demos gracias porque no lo consiguió. Aunque sean gracias a Ulises, si me lo permites. De todas formas es… un asunto desagradable. Vili está muy alicaído. No quiero que sepa nada de mi enfermedad. Nunca he querido, y menos ahora.
– Lo que tú digas.
El coche se detiene delante del edificio donde viven Vili y Valentina. El chofer saca un paraguas, les abre la portezuela, deja que Valentina se apoye en su brazo para poder salir. Está chispeando. Penélope tiene ganas de llorar y supone que quizás sea, sobre todo, a causa de la lluvia. La sucia lluvia y su propensión a anegar los lagrimales de las chicas guapas que, como ella, salen a la calle acompañadas de sus madres moribundas.
– Mírame, ¿quieres? -pregunta de repente Valentina, inquieta. Se toca la cara, pasa la mano con ligereza por sus pómulos-. ¿Tengo arrugas?
– Sí, en el pantalón -contesta Penélope, y hace un puchero.
– Oh, qué encanto. -La madre la besa en los labios y recoge con los suyos (desmaquillados, macilentos) una lágrima pequeña y descarriada rodando cerca de la boca de la hija. La sorbe como si tuviera sed.
Entran en el portal de la casa. Una detrás de la otra.
Hoy día, la alternativa para una mujer que no sabe mover el culo es saber mover el cerebro, se dice Penélope. Si bien, ella es partidaria de dominar ambas disciplinas, a ser posible.
Y baila. Le gusta el reggae.
Impossible Love, de UB40. Melodías de hace tiempo. Sus viejos discos, su vieja cama adolescente, sus pósters amarillentos, su antiguo olor.
Está bailando sola, en mitad de su dormitorio, en la casa de sus padres. Se sube encima de la cama y balancea las caderas al ritmo de la música. Da saltos (esta vez su madre no va a reñirle), igual que cuando era niña.
Ay de mí, piensa Penélope. Ay de mí.
Estoy bailando, con dientes y uñas yo me defiendo.
Cierra los ojos mientras se mueve y puede ver una oscuridad plagada de piedras preciosas. Crisopacios, calcedonias, berilos. Girando. Girando sin parar en esa negrura chispeante de brillos que sólo puede encontrarse detrás de sus ojos cerrados mientras baila.
Caen mares de agua detrás de los cristales de su galería, y tiene la impresión de que han pasado décadas desde que volvió de París. Sin embargo, aterrizó hace unas horas, y sólo está atardeciendo. El sol se pone, oculto tras la sábana encenagada de las nubes rebosantes de lluvia. En la calle, el aire tiene un color enigmático, malévolo.
¿Presagia alguna destrucción inminente?
El vicio de soñar es la más cuerda de las enfermedades mentales. El de recordar, la más inútil. Pero Penélope recuerda. En este momento, cuando su madre se muere (siempre se estuvo muriendo, como ella misma dice, sólo que ahora va a hacerlo de un instante a otro), ahora que la mujer de la que partió la célula primigenia de donde saldría ella va a desaparecer dejando únicamente su cuerpo exangüe, su envase vacío, siente la necesidad de hacer memoria.
Ella tiene quince años, curvas femeninas, ideas locas, muchas pecas que parecen los restos de otra piel más tostada que alguien ha deshecho sobre su piel con agua hirviendo, imaginaciones nocturnas, ni un ápice de cinismo y el olfato de un perro joven.
Y ahí está ese chaval, Ulises, en el patio del colegio. Ulises, el hermano mayor de Héctor (ese muchachito tan guapo y amable, que está en la misma clase que Penélope y que ella no sabe que es casi idéntico al hijo que alguna vez tendrá con Ulises).
Claro que eso será en el futuro, y entonces Penélope no pensaba en el futuro. El futuro no existía entonces porque, entre otras cosas, nunca ha existido.
Ahí está Ulises, un chico alto, serio, un poco despeinado, que siempre la mira de esa manera (al principio, Penélope creía que ella era la única chica a la que Ulises miraba de esa manera).
Él está a punto de acabar la secundaria, el año que viene irá a la universidad. Dicen que boxea en un gimnasio cada tarde, en cuanto sale de clase; dicen que pinta bien, que pone de rodillas los colores cuando coge un pincel entre sus manos. Sus amigas dicen que todos dicen que será un gran artista. Pronto. Dentro de poco. Ya ha vendido dibujos por ahí. Ha participado en algunas exposiciones con pintores importantes -muy importantes y muy mayores-, y eso que sólo tiene diecisiete años.
Tiene diecisiete años, pero su mirada es antigua. Similar a la de alguien muy anciano que ya lo hubiera visto todo. El origen del universo y el del mundo. La explosión final. Todo lo que ocurre entre esos espacios de tiempo. O sea, todo. Una mirada incansable que confunde a Penélope, la hace sentirse boba, fea a veces, y otras tan bella que se cree la reina del baile.
Por eso es todo tan raro.
Vili dice que lo que a ella le pasa es a causa de las proteínas. Que necesita tomar proteínas y más proteínas todo el rato. Dice que, por lo pronto, no debería pensar en chicos porque son todos unos cabrones. Que debería esperar unos años más, hasta ser lo suficientemente fuerte -por dentro y por fuera- como para poder defenderse de ellos a hostia limpia, si hace falta.
Pero ella piensa en Ulises en cuanto puede. Lo hace sin querer. A veces, se despierta a media noche, soñolienta y despistada, va a hacer pis al baño de su dormitorio y la cara de él aparece en medio de un enorme espacio despejado que se abre en su pensamiento como una flor noctámbula.
Y así, constantemente.
Penélope está hablando con Héctor de matemáticas, la semana próxima tienen un examen, también cotillean sobre los profesores y el resto de sus compañeros, y se ríen estruendosamente como niños, como lo que son.
Héctor sonríe siempre, no como Ulises, que tiene ese aire de animal al acecho. Cuando sea mayor quiere ser viajero y andar a lo largo del mundo, dice con los ojos chispeantes de deseo y de urgencia. En clase todos le llaman El Caminante. Héctor dice que Ulises, cuando se enfada, dice tacos en alemán (muy, muy fuertes). ¿Se enfadará a menudo?
Están sentados en un banco cuando se acerca Ulises. Le habla a su hermano con ternura. Penélope nunca hubiera imaginado que alguien tan hosco, tan montaraz como él -a veces, de lejos, tiene toda la pinta de un ave rapaz indignada-, pudiera ser ni siquiera un poco delicado. Luego el joven se calla de repente, se sienta en el suelo, de cara a Héctor y Penélope, y los mira con interés. Está tan concentrado observándolos que resulta exasperante.
Es un mochuelo, piensa Penélope. No, es una lechuza macho. No, es un búho en celo recién llegado de los pantanos. Impaciente por comer carne cruda y volar a sus anchas en mitad de la noche.
No, es un lobo feroz de fantasías tenebrosas. Firme en su puesto, vigilante, salvaje.
Penélope nota que su cuerpo está consumiéndose mientras él la mira. Héctor sigue hablándole, no le da la más mínima importancia a la presencia de su hermano, probablemente está más que acostumbrado a sus rarezas, pero ella está temblando, aunque no quiere que ninguno de los dos muchachos se dé cuenta. Está profundamente trastornada, presa de un terrible cambio neurológico, como si el dominio de su cerebro hubiera pasado del hemisferio izquierdo al derecho en sólo dos segundos. La materia de la que ella está hecha se conmueve de repente. Y siente todo el odio del mundo, el mal del mal, lo bueno de lo malo, toda la enfermedad del mundo, la belleza del horror, el placer del dolor y todo el amor del mundo concentrados en su talle.