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– Bueno, creo que hay reservas suficientes.

– Por cierto, ¿has visto al hijoputa?

– ¿A cuál de ellos?

– ¿Cuál va a ser? Hipólito. A Hipólito Jiménez, el pintor. El pintor de brocha gorda. No como tú, claro -sonríe Johnny con afectación-. Desde que Vili cerró la Academia, lo echo de menos a rabiar, al muy hijoputa.

– Míralo. -Señalas a un grupo de jóvenes, Hipólito está entre ellos, te saluda con la mano y se acerca hasta vosotros.

– ¡Ulises, macho! Qué movida tienes aquí. Es impresionante. Me he traído a unos amigos, ¿no te importa? -dice Hipólito.

– No, al contrario. ¿Tenéis todos algo que beber y que comer?

– Estamos perfectamente servidos.

Hipólito y Johnny se miran con recelo, pero no se dirigen la palabra. Johnny apaga su cigarrillo echándolo en el vaso semivacío que sostiene, luego pisa el suelo como si estuviera aplastando la colilla con el zapato.

– Hace mucho que no nos veíamos.

– Sí.

– Me alegro de que te vayan bien las cosas, tío -dice Hipólito.

Hay en el aire una especie de corriente, invisible pero viva, que une a Johnny con Hipólito y a Hipólito con Johnny. Es tan rotunda como un cañonazo. Desprende inquina, masoquismo, romanticismo y una amigable nostalgia. Una cizaña tan sólida que casi puede mascarse.

– Gracias. ¿Y tú, Hipólito, eres feliz? -preguntas, por preguntar algo, por distraerlos un poco al uno del otro, de la pasión que se profesan el uno al otro.

«Cielo santo -piensas, resignado-, estos dos son como la Pepsi y la Coca-Cola. Más o menos la misma cosa, pero qué mal se llevan.»

– Lo era. Era feliz hasta que he visto aquí al indio -dice Hipólito, y señala a Johnny con el dedo índice estirado.

– ¡El indio lo será tu padre! -grita Johnny, y derrama un poco de vino mezclado con las cenizas del cigarrillo al impulsar su cuerpo hacia adelante, encorajinado-. Quiero decir… -ahora se calma y vuelve a recostarse contra la pared-, tu padre, a lo mejor… pero cualquiera sabe, ¿no?

– Ja y ja, capullo.

– Sí, todo lo que tú quieras.

Hipólito enrojece. Ah. El placer de la contienda estimula el riego sanguíneo. Cruzar las espadas, el afilado machete de las palabras. Nuestra naturaleza es felizmente impura y salvaje.

– Te crees muy listo, muy agudo.

– Eso es que debo serlo -dice Johnny, y le da un sorbo al vaso hediondo por los restos de ceniza, lo apura hasta que se traga la colilla, blanda y pastosa, que se le queda atascada entre los dientes. Escupe hacia un lado-. Tú mismo.

– Ya. -Hipólito sonríe lánguidamente-. Siempre estás diciendo que eres muy inteligente, pero no lo demuestras, así que no te puedo desmentir. Por supuesto.

– ¡Este tío es un personaje de Gogol! -Johnny ríe estruendosamente-. ¿Has leído a Gogol, viejo?

– No me interesa ese tema -responde Hipólito, desairado-, porque yo ni soy uruguayo ni pienso serlo nunca.

– ¡Yo tampoco soy uruguayo, mira este boludo!

– Pues lo que seas.

– ¿Qué tienes tú en contra de mis hermanos uruguayos?

– Va, vaaa… ¡Ya está bien! -Los miras serio, un tanto deprimido. Pones esa cara. Penélope decía que, cuando te enfadabas, ponías cara de tener el alma muerta.

– Perdona, Ulises, tío.

– Sí, disculpa, viejo.

– ¿Por qué no hacéis las paces de una vez? ¿Por qué no os emborracháis juntos? Yo pago las copas. O mejor: ¿por qué no os acostáis juntos? Como solución, será para todos más rentable y mucho más barata. ¿O por qué no salís a la calle y os dais de una vez de puñetazos, hasta que os salten las muelas? -dices, pero no levantas la voz. Sabes que el efecto de una reprimenda es harto más terrible así, en voz baja. Pareces don Corleone. Un capo mafioso, duro, muy ronco y muy siciliano.

– Esto.

– Pues.

– Os dejo, muchachos. -Palmeas a la vez las dos espaldas de los contrincantes-. Amaos el uno al otro. Disfrutad de mi fiesta. Disfrutad de la vida, hermanos.

Y te largas de allí hacia otro lado.

LA LÍNEA DE SOMBRA

Ahora caminas en dirección a la puerta de salida. Tienes calor. Te molesta la chaqueta de lino. Pesa demasiado. Tomarías un poco del aire fresco de la calle. Te beberías la oscuridad del cielo anochecido. Sus infinitas líneas de sombra. Abril se te ha agarrado a la garganta, si te descuidas pueden brotarte flores por la boca.

Te dices a ti mismo que la noche es perfecta, que tienes suerte de estar vivo.

Pronto habrá, también, dinero en tu bolsillo. ¿No es eso lo que querías, Ulises? Has retomado el pulso de tu carrera, en palabras de ese sesudo crítico de la tele, tan formal y griposo, con el que has estado charlando un rato y que lleva el pelo como si se lo hubiera azotado el viento, sembrado de hebras de plata electrizadas.

Cuando entras de nuevo en la galería, te tropiezas de frente con ese otro tipo, con Francisco de Gey. Nunca te ha gustado su aspecto. Sus miradas arteras abren abismos en torno a él, agrietan el suelo que pisa. Tiene el aspecto de una emoción a medio sentir. De un caracol que arrastra por la vida una concha fracturada, tratando de ocultar la forma de su cuerpo al descubierto, y babeando enfurecido.

Se tambalea ante ti. No hay duda de que está borracho, aunque se desenvuelve con lucidez y cierta mansedumbre mal fingida.

– Nosotros los artistas… -dice-. Somos unos genios, joder. Todos queremos ser artistas porque todos queremos ser unos genios, y que los demás lo reconozcan a voz en cuello. Pero sólo unos pocos lo somos de verdad, ¿eh, Ulises? Entre ellos estamos tú y yo, ¿eh, Ulises? -Coge tu mano y la estrecha, más bien la sacude-. ¿Qué sería del mundo sin nosotros los artistas? ¿Eh, Ulises? ¿A dónde iría a parar este valle de lágrimas sin el consuelo del arte, sin el negocio del arte, a dónde, eh?

– Dímelo tú -respondes fríamente.

– A hacer puñetas. Se iría a hacer puñetas. Tú lo sabes, lo intuyes. Eres como yo. Los dos sabemos las mismas cosas. Somos unos elegidos. Los dos nos dedicamos con fortuna al arte. Tú pintas, yo escribo.

– ¿Escribes? ¿Desde cuándo?

– Huuum. Desde hace mucho, pero ahora soy oficialmente escritor. He acabado mi primera novela. ¡Y van a publicármela!

– Me alegro por ti -miras hacia otro lado, distraído.

De repente Francisco se pone triste. O confidente. 0… Bueno, quién sabe lo que sienten los caracoles.

– Mi novela está basada en hechos reales -te dice al oído. Por un segundo, sus labios rozan tu piel. Un frío marmóreo te recorre la nuca. Te rascas nerviosamente la oreja de alguna inmundicia invisible.

– No me digas.

– Es la historia de un tipo, un hombrecillo parecido a aquel que intentó quitarse la vida en la Academia de Vili, ¿recuerdas? -Su boca se abre con satisfacción. Su boca es un espacio inerte al que apenas consigue dar vida la lengua mientras se mueve sinuosamente al hablar. Muy sinuosamente-. Mi héroe es un tipejo que lo ha perdido todo, hasta las ganas de vivir. Y está basado en hechos reales, ¿lo pillas?

– No. Explícamelo mejor. Soy un poco lento comprendiendo. -Empiezas a estar más interesado en vuestra charla.

Llamas con la mano a un camarero, coges otro vaso de whisky para Fran. Dejas en la bandeja el suyo, casi apurado. Te sirves uno para ti.

– Mi editor cree que es una historia con carne. Está entusiasmado. Dice que se pueden ver los sentimientos de ese hombre, cómo se agitan, como si los estuviéramos contemplando desde la borda de un barco. Son sus palabras. Está entusiasmado.

– Qué maravilla.

– Ahí está el talento del artista, ¿verdad, Ulises? En saber sacar conclusiones de la realidad.

– Y tú las has sacado.

– Ya lo creo. Cuando lo conocí… -Hace una pausa para beber-. Lo conocí en El Retiro. En cuanto lo vi supe que era uno de esos pobres tipos perdidos.

– Lo conocías. Casi nadie en la Academia lo conocía.

– Yo sí. Fui yo quien lo llevó a la Academia.

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