Jorge Almagro, su amigo también divorciado, que trabajaba como subdirector de Hacienda y era adicto al netsex, acercó con sigilo su silla hasta la de Ulises.
– ¿Has visto qué escote trae hoy Irma? -le susurró al oído, sobresaltando a Ulises con su aliento cargado de mentol y nicotina en desigual proporción-. Si yo estuviera en condiciones de desmadrarme, la invitarla a mi casa y le mostraría mi manual de supervivencia casero.
Ulises lo miró extrañado, y retiró las manos de Telémaco de las solapas de la chaqueta mal planchada de su amigo.
– Ya sabes… -dijo éste, distraído, con la mirada fija en la rubia melena de Irma-. Mis habitus. Las costumbres son más poderosas que la pasión, por si no te habías percatado. Y yo tengo una vida ordenada, de clase media. Eso a las mujeres les parece atractivo, les da sensación de seguridad. Llevaría a Irma a mi casa y le enseñaría mi torso bronceado con rayos UVA. Mi viejo bidé. Y mi sexo anhelante de rutinas conyugales. Pero como es tan grande, mi sexo, quiero decir… pues seguro que ella ni siquiera lo vería. Me refiero a mi pene. A mi ex mujer siempre le ocurría eso, nunca conseguía fijarse en mi pene. Decía que era demasiado contundente como para que una mujer se detuviera a examinarlo con detenimiento. -Desechó de su mente, con un gesto de la mano, la borrosa imagen de su ex esposa, y guiñó maliciosamente un ojo-. Sin embargo, yo podría enseñarle a Irma cosas nuevas, entre ellas mi pene, que estoy convencido de que nunca ha visto. Seguro que mis manías domésticas son acontecimientos para alguien como ella.
Ulises sonrió a su amigo.
– Bueno, no creas. De todas formas, en cuestión de sexo todo está inventado, pero no todo está sentido, de modo que sí, siempre tendrías una posibilidad, con ella o con cualquiera. Pero deberías intentarlo. No hables tanto y actúa un poco. Aunque creo que Irma tiene novio desde hace unas semanas.
– Oh, bueno, ya sabes, me atrevería a tantear el terreno con la chica si yo conservara aún todo mi pelo. Eventualidad que no tengo el gusto de disfrutar desde mi divorcio. Con todo mi pelo encima de mi cráneo, tapándolo y abrigándolo, yo tendría valor para abordar a una mujer como Irma. -Se cruzó de brazos y miró en dirección al compañero de turno que había tomado la palabra, simulando prestar atención, como si estuviera sentado en un pupitre de escuela primaria-. Pero ella, mi ex, se quedó con todo. Con todo. Con mi valor, con mi chalet en la sierra, con mi corazón, con mi cuenta corriente, con el aparador de mi abuela, con Jorgito… Ya lo sabes tú, a mí no me dejó nada más que una alopecia galopante. Y los cuatro pelos que me quedaban hasta ayer, se los llevó el viento de tanto ir por ahí en moto y sin casco, porque también se quedó con mi coche.
– Vamos, no empieces a lamentarte. Estamos aquí para buscar la felicidad, ¿no? -Ulises señaló la figura pensativa e imponente de Vili, en el centro del corro formado por la gente que abarrotaba la Academia.
– ¿La felicidad? -Jorge arrugó los delgados labios con tristeza-. Sí, claro. La felicidad… entrecerró los ojos, de forma pensativa-, me gustaría encontrarla algún día, de hecho daría lo que fuera por ponerle las manos encima a esa grandísima puta.
Ulises trató de sujetar a su hijo, que quería bajar al suelo y recorrer a sus anchas la sala. Había anochecido, y las luces de la calle cubrían los cristales del único y enorme ventanal del recinto con una pátina de raída luminosidad artificial.
– ¡Todos estamos tan terriblemente solos en el mundo!… -oyó que decía alguien a su alrededor, con voz apagada.
Giró la cabeza y vio a un hombre de mediana edad que no reconoció, que probablemente acudía allí por primera vez, aunque es posible que no fuera así y él no se hubiese fijado antes en el sujeto. Llevaba las manos enguantadas y su cara, asustada y cautelosa, parecía presagiar que pronto ocurriría algo espantoso y ninguno de los allí presentes sería capaz de evitarlo.
Ulises entonces ni siquiera podía imaginar cuánto había de cierto en aquel presentimiento que tuvo, pese a que no tardaría mucho en concretarse en una estremecedora realidad que los conmocionaría a todos ellos.
El sujeto llamó momentáneamente su atención -en cierto modo era andrajoso, y tenía unas curiosas hendiduras en la piel de las sienes que daban la sensación de que había pasado su vida meditando hasta que los huesos terminaron cediendo a una erosión constante e implacable de los dedos pulgares apretados contra ellas-; lo observó unos instantes, pero no tuvo tiempo de completar una inspección a fondo porque Telémaco no dejaba de moverse y de tenerlo ocupado.
EL ENSUEÑO DE LA FELICIDAD
He aquí dos palabras que debéis guardar
en el pecho; observadlas dominándoos
y vigilando sobre vosotros mismos:
seréis impecables y viviréis tranquilos.
Estas dos palabras son Soporta y Abstente.
AULO GELIO, Las noches áticas
El salón estaba lleno con, al menos, cuarenta personas aquella noche. Todas dispuestas a aprender algo, a oírse entre ellas, y sobre todo a oír a Vili. Seres ansiosos y aturdidos buscando lucidez e indicios, aunque fuesen temporales, de que vivir no era una tarea absurda, tratando de admitir sus límites y comparar entre sí sus miserias y conflictos cotidianos.
Mujeres de largas piernas y melenas salvajes, que se regocijaban secretamente de su cuerpo y de la desdeñosa perfección de su osamenta -quizás como Irma-, pero se sentían presas del dolor que proporciona un sentimentalismo lacrimoso, o un abandono, o que tal vez se sabían impotentes para luchar, fuera de su cuerpo, con otras armas que no fuesen su cuerpo mismo. Y mujeres feas y encorvadas, embutidas en sus abrigos como si dichas prendas pudieran acurrucarlas con dulzura sobre sí mismas y sus sofocantes olores corporales, que lucían negras ojeras debidas al insomnio y a las muchas noches carentes de los actos de amor, la compañía y la misericordia de una persona amiga a su lado. Y hombres viejos de labios trémulos y mirada acuosa y asustada, pero repleta de una avidez tan palpitante que oscilaba entre lo conmovedor y lo obsceno. Y jóvenes como Jorge -aunque éste ya no fuera propiamente un jovencito-, que paseaban su insatisfacción a cuestas con la misma naturalidad con que Ulises acarreaba a su hijo en brazos.
Ninguno de ellos era feliz. Demasiada soledad -o frustración, o información, o resentimiento, o represiones, o miedo- los tenía, a cada uno en distinto grado, paralizados y confusos ante la extraña intensidad que supone vivir, la trágica imprecisión de un hecho tan sencillo y a la vez tan extraordinario.
– Me pregunto si Telémaco es una manera cristiana, o por lo menos correcta, de llamar a una criatura -suspiró Jorge, mientras agarraba al chiquillo por un brazo y lo extraía con esfuerzo de debajo de su silla-. ¿Qué diminutivo se supone que tiene que tener? ¿Tele?, o… ¿Maco? ¿Telemaquito, o… Telamaquín…? ¡Dios mío!, no tenéis vergüenza poniendo nombres.
Ulises se quedó un momento abstraído, contemplando a Jorge, que hacía esfuerzos por controlar al chiquillo, y se dijo que en la luz titubeante de aquel lugar lleno de gente preocupada, y visto desde donde él lo miraba, Jorge parecía un producto de aquello que Hugo von Hoffmansthal llamaba el idealismoneurótico. Sus colores iban y venían, y Ulises tenía la extravagante sensación de que era como si, a su amigo, se le hubiese esfumado el contorno.
– ¡Dile a tu hijo que se esté quieto! -se quejó el hombre, y su calva brilló con unas gotitas de sudor dispersas sobre la sonrosada coronilla.
– No sé si te has parado a pensarlo -Ulises habló lentamente mientras atraía hacia sí a su niño-, pero no es fácil para nadie estar absolutamente quieto. Yo creo que, de alguna manera, todos estamos condenados a un movimiento perenne.