SEGUNDA PARTE LO QUE TENEMOS
LA CULPA
Penélope cree que la vida es una lucha a brazo partido contra la culpa, la obligación, la angustia, el miedo a lo desconocido, la dependencia, los deseos de justicia, el temor, la preocupación, la postergación, la falta de amor por uno mismo y la absurda inclinación a vivir en el pasado que a todos nos invade de cuando en cuando.
Una lucha contra todo eso y contra algunas cosas más. Para combatir a tantos enemigos en su vida personal, y en la profesional, se rige por las reglas del arte de la prudencia de Gracián. Su padrastro le había regalado el OráculoManual cuando cumplió dieciséis años, pero ella no supo extraer enseñanzas del libro -ni de ése ni de ningún otro, dicho sea de paso- hasta casi veinte años después. Entonces no sabía nada. Puede que ni siquiera supiese leer. O por lo menos, no sabía lo que leía, ni lo que veían sus ojos o tocaban sus manos. No se enteraba de nada. Estaba poseída por esa descabellada glotonería existencial de la juventud para la que todo es apetito, ansia, derroche y sueño.
Ahora, sin embargo, sí que sabe. Penélope sabe algunas cosas. No todas, ni falta que le hace, pero las suficientes como para ir tirando.
Sabe que es necesario elegir bien a los amigos y a los enemigos, y saber valerse de ambos. Que hay que actuar siempre como si nos estuvieran viendo. Que hay que dejar a los demás con deseo de nosotros, y no saciarlos jamás. Que no debe engañarse sobre ella misma ni sobre nadie. Que debe conocer bien sus defectos y no explicarse con demasiada claridad, porque la mayoría de las personas no valoran lo que entienden y veneran lo que les resulta indescifrable. Penélope ha aprendido el arte del disimulo, porque ser transparente en un mundo despiadado significa no tener futuro: por eso es necesario enmascararse a menudo. En plena selva, los insectos más frágiles sobreviven camuflados entre la vegetación, los verdes confundidos sobre las hojas verdes, y envueltos en las podridas los del color de la carroña.
Penélope ha aprendido a tener buen sentido. Más vale un grano de buen sentido -decía Baltasar Gracián- que montañas de inteligencia.
Ha aprendido a tener gusto y cuidado al hacer las cosas, a tener valor, celo y cordura. Y, sobre todo, a saber esperar.
Desde luego que sí. Penélope sabe ahora al menos un par de cosas.
Hace apenas unas horas que ha vuelto de París. El París del Sena y de Christian Dior, el París huraño y de cielos andrajosos cosidos al bies a modo de sedas grises que languidecen elegantemente mientras impiden que el sol se vea. Ha estado allí seis días en calidad de nueva wonder girl de la moda española, intentando no pestañear ante la estatura de las modelos, tratando de parecer desencantada, dura y visionaria, tal y como todos esperan que sea. Los desfiles han sido un éxito. Sus diseños hablan el lenguaje de las flores y tienen la gracia natural de algo que va más allá de lo puramente contemporáneo. Las levitas de tusor blanco, las chaquetillas de shantung por debajo de la cadera, los otomanes labrados, el lamé de las camisas escotadísimas, la falla y el gazar volaban sobre los talles de las modelos, ajustándolos, insinuantes y osados, haciendo creer a la gente que, más que vestidos, eran vaporosas plumas o pieles nacidas junto a los mismos cuerpos.
Una estilista del Vogue francés le preguntó dónde había hecho el training. ¿Chez Nina Ricci?, ¿o quizás en Balenciaga? Su jefe arrugó los labios y fulminó a la mujer con la mirada. Penélope sonríe al recordar la injuria tatuada en su vieja cara. La idea del crimen flotó en el aire alrededor del hombre hasta que la señora decidió darse la vuelta y alejarse para hablar con un conocido.
Y es que todo París ha estado de acuerdo: sus creaciones son únicas, incluso provocadoras, porque Penélope sabe lo que se hace. «En estos tiempos en los que ya lo hemos visto casi todo, y no sólo en el mundo de la alta costura, sino en todas las artes -afirmó en su columna diaria una famosa cronista de moda parisina-, la única provocación posible es la inteligencia, por eso hay tan pocas provocaciones hoy día. Penélope Alberola Gordón, amigos lectores, es verdaderamente una de ellas.»
Ah, quizá no fuera inteligencia después de todo, pensó entonces Penélope, pero desde luego sí que era buen sentido, su buen sentido. Y se sintió orgullosa de ella misma.
Han sido seis días muy intensos, pero aun así ha tenido tiempo para un breve romance con un cazador de tendencias rubio y fornido, pero bastante distraído, de Future Concept Job.
Se llamaba Jeremy y era diez años menor que ella. Hacía dos que trabajaba como coolhunter en Milán, donde estaba su empresa, y acababa de regresar de Tokio. Fumaba mucho, tomaba fotos a cada momento (apenas dejó la cámara tranquila las tres veces que se metieron juntos en la cama, y luego ella tuvo que robarle los tres carretes de fotos a escondidas, mientras él dormía), y terminó por mancharse de coñac la preciosa camisa de color celeste que llevaba puesta. Penélope llegó a pensar que estaba acostándose con una versión algo mejorada de Mr. Bean, o de Mr. Magoo, y la idea no le hizo ninguna gracia. Cuando volvió a Madrid, ni siquiera se despidió de Jeremy.
Desde que dejara a Ulises, los hombres no le duraban mucho. Había conocido a varios. Oh, nada importante en ningún caso. Si hacía memoria, podía verlos a todos ellos, muy formales y puestos en fila, incluso a Jeremy, que era el último de la colección. Con los brazos estirados a lo largo del cuerpo y una sonrisa culpable en la boca abierta. Esperando algo. Como si los hubieran desembalado nada más llegar de donde quiera que viniesen, y ahora aguardaran su turno encima del escritorio de Penélope, semejantes a cartas por contestar.
Han sido unos cuantos, es cierto. Once para ser exactos. Pero, en resumidas cuentas, ella sigue sola.
Pese a todo, no le importa estar así. Lo deseó expresamente a lo largo de todo el tiempo que duró su matrimonio. Estar sola siempre es algo con lo que puedes contar, se dice a sí misma.
En algún sitio ha leído que las mujeres, a partir de los treinta años, tienen tendencia a ser monógamas cuando se trata de lesbianas, pero que esa graciosa propensión tiene su reverso en las mujeres heterosexuales que, después de cumplir esa edad, suelen buscar trato sexual fuera de su pareja, sobre todo si llevan más de cinco años casadas o viviendo con el mismo hombre.
A lo mejor ése es su caso. Ella ha pasado con Ulises más de la mitad de su vida, de uno u otro modo. Quizás todo lo que le ha ocurrido en los últimos dos años, desde los treinta y tres a los treinta y cinco, no ha sido más que una serie de sutiles maniobras, perpetradas por su delicuescente instinto tan proclive a seguir las tendencias, y encaminadas a mantener la fiabilidad de las estadísticas sobre el comportamiento sexual del género femenino. Es posible, ¿por qué no? Todo el mundo sabe que la vida está hecha de atavismos, plenitud e iniquidad.
¿O quizá sus aventuras posconyugales no son más que una forma de vengarse de Ulises?
Bueno, y qué más da.
Se mira en el espejo del baño mientras recuerda el viaje de vuelta. No ha sido lo que se dice agradable, menos mal que era corto. Hubo turbulencias, el aire acondicionado estaba puesto a una temperatura exageradamente baja, las azafatas resultaban vulgares, como camareras hastiadas y poco atentas que sospechan que nadie dejará propina; y el ruido de los motores, incluso en la zona reservada a los pasajeros de primera, era ensordecedor. Ni siquiera le fue posible fantasear con su reciente éxito en París, tan brutal era el traqueteo de la nave. Por si fuera poco, Jana, su ayudante, tuvo un súbito ataque de confidencialidad hacia ella y le arruinó el trayecto a fuerza de lloriqueos y enternecimiento gratuito. Acaparó toda su atención y no tuvo ni un segundo para recrearse en el glorioso recuerdo de sus recientes desfiles.