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A veces, detesta tener tanto sentido de la realidad. Resulta francamente molesto.

Debió darse cuenta de que incluso las nubes negras que rozaban las alas del avión, y las manchaban de una humedad polvorienta, presagiaban que las cosas no irían del todo bien.

Y así fue, como pudo comprobar poco después de poner los pies en Madrid.

Pero entonces, al tiempo que sobrevolaba Francia atravesando el humo sucio de los nubarrones cargados de lluvia que venían del Atlántico Norte, no pensó en nada que no fuera el placer del trabajo bien hecho y la cháchara lacrimógena de Jana.

Les sirvieron unas copas de champán casi congelado. Cuando dio un sorbo a la suya, los dientes le rechinaron y la lengua se le quedó embarrancada de dolor en mitad de la boca.

– ¿Pretenden que agarremos una pulmonía? -le preguntó fastidiada a la azafata, señalando la bebida.

La mujer sonrió. Su sonrisa era tan ancha que hubiera servido para rodearle toda la cabeza. Su expresión era resignadamente tolerante, un poco desdeñosa, a pesar de que hizo casi una reverencia mientras contestaba que lo único que podían hacer para remediarlo era meter la botella un ratito en el microondas de a bordo, en caso de que los pasajeros se amotinaran y las cosas se pusieran feas de verdad. Seguidamente soltó unos grititos alegres, pero a Penélope le sonaron un tanto espectrales.

– Era una broma, disculpe -dijo la azafata, sin dejar de sonreír.

– Ya.

– Si quiere le puedo servir un café.

– No, déjelo. Muchas gracias.

Jana sorbió su bebida, apurándola de un trago, y miró a través de la ventanilla. Tenía unos ojos preciosos en los que se hubiera podido recoger kilos y kilos de miel. Empezó a sonarse la nariz, y al poco las lágrimas corrieron por sus mejillas perfectamente maquilladas.

– Oh, vamos, Jana… No es para tanto -dijo Penélope-. Puedes pedir un zumo, o un café. Incluso un whisky. Aunque… espera. Todavía no son más que las… Las doce. Cielo santo. Sólo son las doce del mediodía y ya estamos empinando el codo, ¿qué te parece?

– Me parece estupendo. No me vendría mal emborracharme. O drogarme. Quizás un poco de crack me sentaría bien antes de almorzar -La chica suspiró-. O peyote.

– ¡No digas tonterías! ¿Se puede saber qué te pasa? Crack, por favor… -Penélope trató de estirar las piernas, pero no pudo.

– ¡Oh! exclamó Jana por toda respuesta.

Empezó a llorar de verdad, vertiendo dos chorros de lágrimas paralelos que no hubiesen salido tan rápidos y abundantes de haber surgido de dos pequeños aspersores escondidos entre los ojos.

– Va, va, vaaa… -la consoló Penélope-. ¿Te quieres calmar, Jana? Hay un señor en la fila de al lado que nos está mirando -susurró agachándose un poco mientras hablaba.

– ¡Que se joda!

– ¡Ssssh!, baja la voz, ¿quieres?

– Ese señor cotilla de la fila de al lado… -Jana lo señaló con un dedo acusador.

El hombre se dio cuenta y trató de disimular bajando la vista hacia el periódico que sostenía con dedos inertes. Tenía el cutis del color de la ternera demasiado cocida, y un repentino interés por algún artículo del Financial Times que le hizo embutir la nariz entre sus páginas, tapándose la cara por completo.

– Ése o cualquier otro… -continuó Jana-. Por mí, que los jodan a todos.

– ¡Dios mío!

– Ay, Penélope…

– ¿Qué ocurre?

– Me he peleado con Mauricio.

– Vaya, así que era eso.

– Sí. Eso.

– ¿Y ha sido una pelea importante?

– Bueno… Fue antes de venir a París. Precisamente un día antes. Lo he pasado fatal aquí, tan llena de remordimientos y… Claro que tú dirás que no se me notaba, y es verdad. Es que yo soy una profesional. Cuando trabajo, trabajo, me cambio el chip y ya está. Fuera problemas personales, hola problemas laborales. -Jana se secó las lágrimas y se llevó la mano al pecho, como tratando de aminorar la marcha de su corazón-. Todo ha sido culpa mía. En fin, eso creo. Me gustaría otra copita de champán.

Penélope llamó a la azafata y se la pidió.

– Culpa mía y del horóscopo.

– ¿El… el horóscopo?

– Sí. Ya sabes. El que sale en el periódico. «Mal día para ti, Tauro, hoy te esperan noticias desagradables en tu oficina», o «el sol brilla para Géminis en todo su esplendor. Estarán más activos sexualmente que nunca, atractivos, emprendedores, llenos de ideas…». Ese tipo de cosas.

Penélope tenía la mirada perdida.

– ¿Nunca lees el horóscopo, o qué? -le preguntó Jana.

– Sí, sí. Bueno, alguna vez que otra. No es algo que me llame mucho la atención.

– Pues eso. El horóscopo. Yo me lo tomo muy en serio. -Jana tomó aliento, sacó un espejito de su bolso de mano y empezó a retocarse el maquillaje mientras hablaba-. La verdad es que creo profundamente en la predicción astrológica. Me da mucha tranquilidad leer el horóscopo diariamente. Un buen karma que no veas. Ya sabes que no soy religiosa, no voy a misa, no me he hecho budista como casi todo el mundo que conozco… En fin, que creo que tengo derecho a poder leer el horóscopo diariamente, ¿no?

– Claro, claro.

– No es que sea una de esas pobres chicas supersticiosas, pero estoy convencida de que es mejor no tentar a la suerte. No soy una ignorante. Naaah. Ni mucho menos. Tú me conoces… -Guardó la polvera de nuevo en el bolso-.Tengo estudios universitarios, por Dios. Sé recitar de corrido el nombre de doce recientes premios Nobel en áreas biomédicas y físicas. No todo el mundo sabe hacerlo. No es igual que recordar el último premio Nobel de la Paz, o de Literatura. Los de ciencias nadie se los sabe. Yo, sí.

Penélope levantó una ceja.

– ¿No te lo crees?-preguntó Jana, como si estuviera a punto de llorar de nuevo.

– Sí, por qué no.

La azafata sirvió más champán a Jana, que se lo agradeció con un escueto movimiento afirmativo de cabeza.

– No, veo por tu cara que no te lo crees. Pues mira, te los recitaré. David Baltimore, Renato Dulbecco, Walter Gilbert, David Hubel, Arthur Kornberg, Joshua Lederberg, Susumu Tonegawa, James Watson, Sheldon Glashow, Steven Weinberg, León Lederman y Murray Gell-Mann -enumeró muy solemne; cualquiera hubiera dicho que estaba declamando algún poema enrevesado que sonaba demasiado experimentalista-. ¿No te lo creías, eh?

– Sí, Jana. Te he creído. No era necesario que…

– Lo que trato de decirte es que soy una chica juiciosa y competente. Hago bien mi trabajo, ¿no? Tú puedes dar fe de ello, porque no sólo soy tu ayudante y tu secretaria, además te sirvo los cafés, me ocupo de que tu declaración de la renta esté entregada dentro de plazo, de que tengas siempre un par de medias de repuesto en la oficina y, si hace falta, te compro los tampax. Y soy capaz de tener relaciones sentimentales maduras y equilibradas con los hombres.

– No lo dudo.

– Pero el horóscopo para mí es algo así como… como mi guía espiritual diaria. Incluso dejé de fumar gracias al horóscopo.

– Ah, ¿sí?

– Sí. Un buen día de hace cuatro meses abrí el periódico, como cada mañana, y leí: «Géminis, ¿cuándo piensas dejar el tabaco? Hoy te plantearás la posibilidad de abandonar ese vicio enfermizo para siempre, y lo conseguirás. Tú siempre consigues lo que te propones». De modo que yo me dije, ¿y por qué no? Al fin y al cabo el tabaco es una auténtica mierda.

– Produce cáncer de pulmón.

– Bueno, a mí lo del cáncer de pulmón no me importa mucho, pero no estaba dispuesta a tolerar ni un día más ese mal aliento. El tabaco es algo de lo más maloliente en cuanto una se fija un poco.

– Sí, también.

– Así que dejé el tabaco aquel mismo día. Simplemente, cuando acabé de desayunar no me fumé el cigarrito mañanero. Y hasta hoy. No he vuelto a probarlo. Ni siquiera sé cómo pude fumar alguna vez, visto desde aquí. Y mi aliento huele a rosas todos los días, no a chimenea atascada.

– Pues vaya, es estupendo, Jana.

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