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– ¡No molestas en absoluto!, ¿qué bebes?

– Un martini, gracias -pide. Se coloca el pelo detrás de los hombros y se estira la falda sobre las rodillas.

– Estupendo, así tendremos una opinión más. La opinión de una chica de hoy en día -dice Talía, sus labios se distienden en una mueca remilgada-. Hablábamos de los pubis prominentes.

– ¿Los qué?

– Pubis prominentes. Demasiado abultados. -Eufrosina baja la voz cuando se percata de que entra la sirvienta. Enseguida se quedan solas de nuevo y ella continúa-: Me refiero a los coños. Gordos. Demasiado gordos.

– Un médico le dijo a Eufrosina que tenía el pubis prominente y que debería hacerse una liposucción del monte de Venus -explica Valentina.

Penélope le nota a su madre los ojos ausentes, más azules y más fríos que nunca. Como dos trozos de cielo arrancados directamente del espacio exterior y encolados después, sin mucho miramiento, en medio de su cara.

– ¿El médico te dijo eso? -Penélope contempla a Eufrosina divertida; prueba su martini-: ¿Y cómo se sabe una cosa así? Quiero decir… ¿han hecho estadísticas, o algo?

– Ese cirujano es un hombre, ¿qué puede saber él de coños?

– ¿Qué puede saber un hombre de nada?

– Nada, efectivamente, pero opinan sobre todo.

– ¿Cuántos coños se ha comido ése para saber qué altura deben alcanzar? -pregunta Aglae, y agita las pulseras de oro que tintinean en sus muñecas-. ¡Por Dios santo!, ¡si encima es maricón! Y un garrulo. Es un garrulo carnicero que te está dejando hecha cisco con tanto cortar y pegar. Dentro de poco, como sigas así, necesitarás un mando a distancia hasta para mear.

– Y está forrándose a costa de tu simpleza -añade Talía.

– ¿Cortar y pegar…? -Penélope mira a su madre, interrogándola con un guiño.

A su cabeza acude un montoncito de imágenes tan inocentes que parecen amenazadoras. Un pubis angelical, unas tijeras infantiles para cartulina y el Cut amp; Paste de la pantalla de su Macintosh.

– Oh, sí. Le ha hecho una reconstrucción ahí abajo. Bueno, el médico lo llama así. -Valentina parece apagada, mordisquea una aceituna y mira a la alfombra con detenimiento-. Le ha recortado los labios mayores y menores. Le dijo a Eufrosina que así tendrían una apariencia más juvenil. Como un coñito de instituto. Pero ahora le parece que el pubis está demasiado alto y que es muy gordo.

– ¿Apariencia?, ¿quién piensa en la apariencia cuando apagas la luz y dejas que el barrigón medio cegato de tu marido se te ponga encima y te aplaste? -Talía señala acusadoramente a Eufrosina.

– Realmente, es lo primero que oigo… -Penélope da un trago. Siente que sus dientes, al igual que el martini, también acaban de emerger del hielo-. Y eso que, en el mundo en el que yo me muevo, se oyen cosas que…

– ¿Para esto hemos hecho una revolución sexual? -Aglae da un gritito nervioso y se revuelve en el sofá. Es delgada, y en cierto modo gentil, piensa Penélope, a pesar de ese aspecto que tiene de haber sido frotada, de arriba abajo y no hace mucho, con un paño humedecido-. ¿Para esto fuimos a la universidad, y luego hicimos carrera, y mientras tanto dejamos que un montón de salidos, con granos y halitosis y pichas cortas y mugrientas nos metieran mano con la excusa de la dichosa revolución de mierda? ¿Eh, eh? ¿Para esto? ¿Para acabar dejando que un cretino de bisturí fácil nos recorte y liposuccione el origen del mundo?

– ¿El qué? -pregunta Eufrosina.

– El coño. El origen del mundo es el título de un cuadro, de Gustave Courbet -explica Penélope, muy seria-, en el que aparece un coño. Negro y peludo.

– Ah, por un momento…

– ¿Para esto nos hemos deconstruido y vuelto a reconstruir, y nos hemos psicoanalizado y arruinado pagándole al jodido psicoanalista que, al final, no ha sacado nada en claro? ¿Para acabar otra vez mutiladas? ¡Hasta cuándo las mujeres vamos a ser tan tontas como las mujeres!

– Ah, ah… -susurra Penélope, con voz ronca-. Oh, ah…

– No somos más de lo que somos, ¿verdad? -Talía se levanta y da una vuelta por el salón. Busca un vaso limpio con expresión distraída hasta que consigue uno del aparador y sonríe igual que si acabara de tropezarse con un tesoro perdido.

Eufrosina está sentada cómodamente, tiene una apariencia entre estúpida y misteriosa, y no parece muy avergonzada a pesar de la regañina de la que está siendo objeto.

– ¿Y qué me decís del sexo oral? -pregunta. Mira de forma pícara una por una a sus amigas, y por último a Penélope.

– ¿Anal? -Valentina se toca la nariz, despistada.

– No, oral, oral, oral. Sexo oral.

– ¿Sexo oral? ¡Válgame el cielo! -Aglae arruga el ceño y sus pupilas se contraen felinamente-. Para el bestia de tu marido seguro que sexo oral quiere decir hablar un poco del tema antes de entrar al ajo. Algo así como: «¿Eufrosina, qué te parece si te la meto?». Para Eugenio eso es sexo oral, ni más ni menos.

– Bueno, pero…

– Para eso no necesitabas hacer papiroflexia con tus labios mayores y menores -asiente Talía.

– Lleváis razón -dice Valentina-. Estoy absolutamente de acuerdo.

– Cristo bendito… -Penélope vuelve a dar un trago. Ya casi ha terminado su copa. Podría beberse otra. O dos.

– Pero… y si una tiene una aventura, y si una encuentra a alguien que quiera practicar con una el sexo oral de verdad.

– Yo detesto francamente el sexo oral. De verdad.

– ¿Por qué?

– Bueno, no todo. Puedo soportar que un hombre me haga un cunnilingus, pero después de nuestra maldita revolución sexual… ah, ya no. Ah, no. Ni hablar. Ya tuve bastante en su día. -Aglae mueve la cabeza a un lado y a otro-. Nunca me gustó ser una chupapollas. Odio las felaciones con toda mi alma. En realidad, siempre las he odiado, incluso entonces, cuando era revolucionario hacerlas y todas nos sentíamos obligadas a decir lo mucho que nos gustaba. Las odio.

– ¿Y eso?

– Figúrate. Sólo ver un pelo en el plato de la sopa ya me pone histérica.

– En fin, pero, insisto… -dice Eufrosina.

– ¿En qué insistes, en tratar a tu coño como si fuera el bajo de tu falda, doblándolo y desdoblándolo cada dos por tres? Para ya, Eufrosina, detente. Deja de cometer actos terroristas contra tu cuerpo. Porque, de hecho, no creo que los resultados merezcan la pena. -Talía se inspecciona las uñas mientras habla pausadamente-. Eres un mal ejemplo para el género femenino. Las mujeres estamos obligadas a ser lo contrario que tú eres.

– Pero no, bueno, esto… Quiero decir…

– Eufrosina, ¿cuándo aprenderás?

– Quiero decir que, aunque no se vea, lo que tenemos debajo de las bragas es importante.

– En tu caso, cada vez menos.

– No sé… -Eufrosina da un resoplido, canturrea-, a mí me gusta cómo me ha quedado. Y, cuando lo tenga un poco menos grueso…

– Pero, pero, pero… -Aglae se pone de pie. Se levanta la falda.

Lleva unas bragas altas, de encaje rosa, caras y de buena calidad, pero de línea anticuada. Está tan delgada que parece que no tuviera caderas, como si también a ella alguien se las hubiera recortado. Penélope piensa en una muñeca sin piernas, que sólo tiene tronco. Un tronco alargado, de plástico, enfundado en unas horribles bragas de encaje rosa y de línea anticuada.

¿Y qué hace ahora? ¿De verdad está bajándose las bragas? La falda se le escurre sobre las rodillas y, por un instante, Penélope no puede ver nada más. Pero la mujer decide que la falda es un estorbo, así que se desabrocha la cremallera y se la saca por los pies, la pisotea un poco y luego le da un puntapié para ponerla a un lado. Libre ya de ella, todas pueden ver cómo ahora se desembaraza de las bragas, que salen despedidas y llegan cerca de la enorme mesa de cristal del salón. Están arrugadas con descuido cerca de la pata de la mesa, poco estéticas y acusadoras, parecen decirle a Aglae: «Todavía no puedo creer que me hayas dado la patada de esta manera, que me hayas echado fuera de ti sin contar conmigo, y sin que esté sucia todavía». Todas pueden verle a Aglae el monte de Venus inesperadamente tupido, en forma de triángulo isósceles invertido, en el que predomina el color negro, aunque veteado de brochazos plateados que van siendo más importantes, y clareando el pubis, a medida que la mirada se escurre hacia abajo, al vértice del triángulo.

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