– ¡¿Qué tiene de malo esto, eh?! ¿Me lo queréis decir? -Aglae señala su entrepierna con un dedo índice agarrotado, tembloroso. Se despatarra en medio del salón como una amazona.
Se miran unas a otras.
– Nada -dicen a coro.
Penélope puede verle el trasero caído, aunque armonioso, y unos complicados pliegues de piel chupada adornando su cintura, como si fueran los restos apergaminados de una partida de carne desecada expuesta desde hace mucho a la intemperie.
– ¿Es poco apetecible? ¿Ya no lubrica como antes? ¿Pérdidas de orina? ¿Mínimos niveles de estrógenos y progesterona? ¿Sequedad? ¿Tirantez? ¿Dolor?
– Nooo…
Lo peor de todo es que Aglae no está borracha, ni drogada, ni nada parecido. Lo mejor de todo es que Aglae es así. Y que no resulta grotesca, ni loca, ni obscena.
Penélope reconoce que es muy difícil pasear con gracia por un salón lleno de personas, aunque sean viejas amigas e hijas de viejas amigas, con una blusa de lunares hasta la cintura y unos zapatos de tacón mediano, el culo al aire y unos pendientes de plata y nada más encima.
Ha visto a modelos hacerlo y mostrarse intolerablemente zafias. Y eran chicas de quince, diecisiete años. Veinte, las más maduras.
Preciosidades en flor.
Ninguna tenía cincuenta y seis ni pensaba cumplirlos dentro de poco. Ninguna de aquellas muñequitas habría aguantado como la que ahora tenía delante, con el orgullo y la insolencia de atreverse a ser lo que es repercutiendo por toda su piel y su rostro, embelleciéndolos, dotándolos de una hermosa dignidad casi fiera. No, ninguna hubiese sido capaz.
Penélope se da cuenta en ese momento de lo atractiva que es la vieja bruja de Aglae, de lo verdaderamente cautivadora que es. Percibe toda su sensualidad, su feminidad, y se siente embriagada, celosa. Es una mujer deseable. Tan deseable. Tan combativa, desinhibida e inesperada. Parece limpia, parece que no oculta ninguna herida lacerante, ni por dentro ni por fuera. Penélope se da cuenta de que quiere ser como ella cuando tenga su edad, incluso ahora mismo quiere ser como ella, y querría haberlo sido en el pasado. A los diecisiete y a los veinte. Le hubiera gustado ser siempre así. Igual que esa mujer. Hermosa, muy hermosa. Tan hermosa.
– Tu coño es una maravilla -dice Talía, y se acerca más, para observarlo mejor.
– La verdad es que sí -dice Valentina. En las últimas reuniones que han tenido no ha estado demasiado habladora y, esta tarde, menos que nunca. Así que, en cuanto abre la boca, todas las demás la miran medio embobadas, expectantes-. Sí, la verdad…
– Es sólo un coño. Pero es lo que tengo. Me gusta. Y yo también a él -dice Aglae, y se sienta.
Cuando lo hace, parece que el aire se espesa con partículas de tiempo. Penélope quiere que vuelva a ponerse de pie y a pasearse a lo largo y ancho de la estancia. Si esa mujer estuviera otra vez de pie, se podría respirar mejor, piensa con una nostalgia ensimismada.
– Es horrible -exclama Eufrosina, de repente.
– ¿Quéee?
– No, no me refiero a tu coño, que es precioso, y está sin operar, no como el mío -continúa; por primera vez en toda la tarde parece un poco atribulada-, quiero decir que es horrible saber que una tiene cincuenta y seis años. Quiero decir que es terrible. ¡Cuando pienso en todas las cosas que no podré hacer ya…! Descubrir el amor, perder la virginidad, o morir joven. Quiero decir que es terrible saber que una tiene la edad que tiene y que, por mucho que se empeñe y tome leche enriquecida con calcio a diario, sus piernas ya no van a crecer más.
– Ni tu coño tampoco, así que deja de cortártelo una y otra vez. No es una estrella de mar… -le dice Talía, y saca un cigarrillo. Penélope le pide otro y los encienden a la vez-. Tenle un poco de respeto. Te ha dado tres hijos y mucho placer. Ni te plantees lo de la liposucción.
– Ah, yo qué sé.
– Y sé optimista. Puede que seas gorda, fea y menopáusica, pero ¿qué importancia tiene todo eso comparado con el hecho de que, uno de estos días, te tienes que morir?
– Enséñanoslo -le pide de repente Aglae a Eufrosina-. El coño.
– Ay, bueno. Yo…
– Bájate las bragas y enséñanoslo. Queremos ver lo que ese cafre te ha hecho. Podemos denunciarlo. Podemos hablar mal de él en la tele. Podemos montar un escándalo.
– Verdaderamente… -Penélope le da una larga calada a su cigarrillo, el humo le entra en los ojos y se restriega para aliviar el escozor-. Desde que una vez fui a ver cine uzbeko, yo…
– Haremos de tu coño una estrella internacional. Sacaremos su foto en Internet para que sirva de aviso a millones de menopáusicas del mundo tan desquiciadas y tan ricas como tú.
– O podéis ir a que os hagan lo mismo que a mí, no me ha quedado tan mal… -dice Eufrosina, pero inmediatamente se arrepiente y se calla.
De todas formas, ninguna de las demás mujeres le hace caso.
– Venga, a ver.
– No, que no.
– Vamos, no seas miedica. Si puedes enseñárselo a ese cantamañanas, ¿por qué no a nosotras?
– No es lo mismo.
– Esto es mucho mejor. Nosotras no te vamos a hurgar dentro de él.
– No vamos a cortar ni a coser. No vamos a hacerte nada.
– Sólo tienes que bajarte las bragas. Puedes cerrar los ojos si no quieres ver cómo miramos.
Penélope piensa en ablaciones. Piensa en patios de colegio. Se toca un granito que le ha salido cerca del labio superior.
Vamos, cagueta, bájate las puñeteras bragas de una vez antes de que nos pille el director, piensa sintiendo una alegría retorcida, y acaricia su muslo derecho con una mano ansiosa. Queremos ver lo que tienes ahí abajo. ¿Cómo hicieron para vendarte, para detener la hemorragia? ¿Te pusieron una sonda y no tuviste que ir a mear mientras estabas convaleciente? ¿Qué sentiste la primera vez que te masturbaste después de la operación? ¿Sientes lo mismo que antes? ¿Sientes algo? ¿Puedes sentir?
Penélope piensa en ablaciones y en cirugía estética mínimamente invasiva, o reconstructiva, o destructiva, o vaya usted a saber qué. Piensa en ablaciones y Tercer Mundo. Piensa en Cirugía Estética y Primer Mundo.
En cuerpos jóvenes. En sexo salvaje. En bebés.
Echa de menos a su niño. Su niñito pequeño y suave.
Recuerda el cuerpo de Ulises en las madrugadas de los buenos tiempos. Y aquella sustancia que parecía quedarse adherida a su piel después de hacer con él el amor, y que en realidad no existía, pero que era leve, y fragante, dejaba sobre ella una maraña de dulzura.
Ulises, el muy hijo de perra.
Penélope tiene ganas de gritar. No sabe por qué piensa en todas esas cosas a la vez. No se llevan bien entre ellas dentro de su cabeza.
Tiene ganas de que Eufrosina se baje las bragas de una vez.
– Vamos, hazlo, no te cortes -le dice, baja la voz hasta el susurro-. Si no pasa nada…
– Está bien. -Eufrosina se pone de pie-. Os lo enseñaré.
Suspiran aliviadas y se preparan a observarla con detalle.
– 0s lo enseñaré si vosotras también me enseñáis el vuestro -añade con un mohín de triunfo.
– El mío lo tenéis todas más que visto desde principios de los años sesenta -se queja Aglae.
– No me refiero a ti, sino a las demás.
– Yo no tengo inconveniente -dice Talía. Se sube la falda y se baja las bragas.
Talía es viuda, pero lleva puesto un tanga negro que, sospecha Penélope, pertenece a esa clase de lencería que sólo puede ser adquirida por correspondencia, o en un sex shop. Ajá, se dice a sí misma, ajá; casi todas las mujeres queremos casarnos, pero desde luego absolutamente todas deseamos enviudar alguna vez. Talía ha conseguido realizar ese sueño perverso. Qué arpía más deliciosa. Ha enterrado a su marido, que murió de muerte natural (todas las muertes lo son, bien pensado, ¿o es que hay alguna antinatural?, ¿no es natural morirse tarde o temprano, sea de lo que sea?), y ahora compra tangas que parecen filamentos de linóleo ideados expresamente para torturar la raja del culo de quien los lleva puestos. Y tiene el pubis afeitado… de arriba hasta abajo. Pelado como una naranja. Por completo.