De acuerdo, allí estaba, sentada delante de un hombre diez años más joven que ella. Un hombre que confesaba que la amaba con locura, y lo de la locura no le parecía ni un poquito exagerado, sino algo por completo natural, dada la edad que sumaban entre ambos.
Allí estaba ella sentada delante de un hombre que seguramente se hacía la ilusión de poder cambiar de postura después de media hora más de charla intrascendente. Un hombre en su habitación. El único hombre que conocía capaz de masticar los yogures naturales.
«En fin. Algo es algo -pensó maliciosamente-. Por lo menos es un hombre. Y anda que no se le nota, desde la cintura al final de su bragueta, tiene por lo menos un metro y cuarta de largura de tela en el pantalón. Bueno. Al menos está vivo. Lo oigo respirar y todo.»
– Araceli, ¿qué te parece si nos tuteamos? -dijo él-. Te he abierto mi corazón, me he declarado a ti, creo que después de eso tutearnos es lo más lógico.
– Oh, sí, sí… Anselmo. Podemos tutearnos. Tú y yo. Por supuesto -atinó a decir Araceli.
Él se miró las zapatillas durante unos segundos y suspiró.
– Nos estamos comportando como niños. Ya somos mayorcitos. Y yo te amo -murmuró mientras se llevaba una mano al pecho.
¿Estaría suplicando algo?
– Sí, es verdad. Como niños pequeños. Ya no somos niños pequeños.
– Tengo el presentimiento de que no te gusto lo suficiente, Araceli. Porque si no es así, si sólo se trata de que estás haciéndote la interesante conmigo, me gustaría decirte que, a nuestra edad, no tenemos mucho tiempo que perder.
Ella asintió y cambió con dificultad de postura en su sillón.
– Llevas razón -convino-. Tenemos medicinas, cacharros y nervios para perder. A nuestra edad uno lo pierde casi todo. Pero tiempo, nos queda poco. Para perderlo o para disfrutarlo. Llevas razón.
Araceli no quería parecer una mujer fría. De pronto eso era importante para ella. Su marido (esperaba que Dios se hubiera apiadado de su alma, en caso de que la tuviera) había sido notario. Fue un hombre ordenado, lustroso y llamativo, como si estuviera hecho de ingredientes artificiales. Pero en la cama -se ruborizó al recordarlo-, era insaciable, tanto que a ella llegaba a aburrirle. Una noche le reprochó a una sorprendida Araceli, que acababa de alegar jaqueca para evitar consumar el sacramento matrimonial por segunda vez en el mismo día: «Querida, si fueras a la Antártida, nada más llegar tú la temperatura descendería cinco grados».
Ella siempre sospechó que tenía una amante. Quizás varias. Y a lo mejor la culpa fue suya, de su frialdad. Araceli deseó con todas sus fuerzas no parecerle a Anselmo una vieja frígida. Aunque, en lo que se refería a su marido, el asunto carecía a esas alturas de importancia, la verdad. No creía que mereciera la pena lamentarse de nada.
Anselmo hizo una anticuada reverencia que, sentado como estaba, dio la sensación de ser, más bien, un contoneo o un traqueteo involuntario producto de un dolor persistente en los riñones.
– Excelente. Me parece maravilloso que estés de acuerdo conmigo -dijo-. ¿Entonces…?
– ¿Entonces… qué?
– Eso digo yo. ¿Entonces…?
– ¿A qué te refieres?
Hay un tipo de mujer dura, de ésas que antes de que las hieran ya han cicatrizado. Araceli sabía que no era una de ellas. Pero le hubiera gustado serlo. Ella era más bien lo contrario, de las que cuidan la herida durante una vida entera, no con el objeto de curarla, sino de que siga sangrando. ¿Merecía la pena, a los ochenta y tres años largos, tener una aventura sexual con un hombre que tocaba las paredes con la barriga antes de llegar con las manos? ¿Exponerse a sufrir penas de amor a una edad en que es más importante cuidar la vejiga que la conciencia? ¿Y si él se iba con otra más tarde? ¿Y si no le gustaban sus pechos, que apenas merecían ya tal nombre? ¿Y si no se sentía satisfecho de los movimientos de ella? Su capacidad de maniobra no era la misma que cuando tenía cuarenta años. ¡Ah, quién tuviera ahora cuarenta años! Es curioso, cuando uno es joven piensa que siempre deseará tener veinticinco, que se pasará la vida añorando el cuarto de siglo. Sin embargo, una vez que se han sobrepasado los setenta, la edad que se recuerda con más gusto son los cuarenta años. Cuando el cuerpo ha alcanzado su granazón, como las frutas de temporada; cuando el cerebro rige sin prisas y desecha las pequeñas cosas que enturbian el ánimo. Cuarenta años. Araceli daría todas sus pastillas para dormir a cambio de volver a tener -aunque sólo fuera por unas horas- cuarenta años.
– Ya sabes a lo que me refiero. Es absurdo que empecemos a preocuparnos ahora de las apariencias -exclamó Anselmo, y se puso de pie. Araceli dio un respingo al verlo acercarse a ella-. Por supuesto, no podremos casarnos, porque tú perderías tu pensión de viuda, y no está el patio para bollos. Pero podemos, podemos…
Araceli manoseó su anillo de casada y lo miró, muy seria. Anselmo se acercó a su lado, le quitó las gafas con ternura, puso la boca en la oreja de la mujer y le dio un beso. Fue un beso cálido, suave y seco, no estaba lleno de esa especie de pastosa humedad refrigerada que cualquiera esperaría que saliera de la boca de un anciano con halitosis. No era irritante, ni mucho menos. Incluso tuvo la impresión, después de recibir ese beso que se entrelazó de forma natural con su gastada piel un poco amarillenta, de que en el mundo algo había cambiado para siempre.
Araceli calculó que hacía al menos… Años… Treinta… Quizás… Más incluso… Viuda desde… Claro que ella nunca… Su marido…
Bah, al infierno.
Cuando Anselmo le dio la mano, para ayudarla a incorporarse y llegar juntos hasta la cama, se fijó en que olía bien, como si se hubiera preparado para pasar una revisión. Su rostro redondo y arrugado sonreía, y apenas se le veían los dientes.
Para ser sinceros, no estaba enamorada de aquel hombre -ni de ningún otro, dicho sea de paso-, pero hacer el amor con él (o lo que fuera que hubieran hecho) tampoco fue tan patético ni tan molesto como Araceli habría sospechado, aunque, desde luego, en esos momentos nadie los hubiera confundido precisamente con dos actores de cine, de ésos que tienen las piernas largas y esbeltas y la piel tan bruñida y tirante como si llevaran ceñidos al cuerpo unos impermeables de fino metacrilato.
– Vaya, nunca es tarde para iniciar una carrera de liberación, promiscuidad y desenfreno -se rió por lo bajo, tapándose con el embozo de la cama.
Llovían mares enteros en la calle, y eran mares de furia. La ventana chisporroteaba al contacto con el agua, una salva de perdigones líquidos contra el cristal que dejaba pasar un resplandor sorprendentemente ceniciento y hostil.
Anselmo se había quedado dormido, igual que un bendito. Tenía una expresión circunspecta y distinguida. Los delgados labios estaban cerrados por una vez después de lo que Araceli pensaba que sería toda una vida de sonrisas al viento. Ella sentía su proximidad tranquila en la cama, el bulto cómico de su oronda tripa y unas sombras azuladas debajo de los ojos cerrados. Ni siquiera roncaba. Podría ser un buen compañero. Apenas si lo notaba respirar. Así daba gusto dormir con un hombre.
A lo mejor se había estado perdiendo algo durante todos esos años de viudez célibe y solitaria. La compañía, por ejemplo. La conversación. La tranquilizadora certeza de que la vejez y la muerte no son algo que solamente le sucede a una misma.
Se acercó un poco más, precariamente, al cuerpo de Anselmo. Tal vez no era demasiado tarde todavía. Harían una buena pareja, bromearían sobre los postres en el comedor y serían la comidilla de todo el asilo. Ella aprendería a sonreír con la misma frecuencia e intensidad que él, e irían siempre cogidos de la mano, enseñándole al mundo entero sus lujosas dentaduras postizas.
Observó a duras penas la frente de Anselmo, perlada de humedad, y renqueó mientras se incorporaba en la cama. Seguía sin roncar. Ni siquiera lo oía respirar. Tenía los ojos hundidos y apenas le quedaba color en la cara, salvo esos rodales azul marino bajo los párpados.