Vili y David estaban discutiendo sobre la familia de este último. David se quejaba de que la suya no era una familia corriente, aunque adolecía de los mismos defectos y miserias que una familia normal, sin que se pudiera disfrutar de alguna de sus ventajas. Por eso él era doblemente desgraciado que la mayoría. Porque se sentía como un soldado cojo en medio de una batalla. La ferocidad y la dureza de la refriega eran las mismas para todos los contendientes, pero él debía hacerles frente físicamente disminuido.
¿Familia normal…? Pero ¿qué familia lo era, en realidad?, objetaba Vili. ¿Qué era la normalidad, podía alguien explicárselo?, porque, lo que era a él, eso de normalidad le sonaba a un concepto poco menos que psiquiátrico y muy escurridizo y espinoso. Arduo de definir.
Por otra parte… ¿acaso existía un modelo perfecto de familia que se pudiera imitar?
– Pensemos… -dijo Vili- en la mejor familia que uno pueda imaginar, alguna que nos valga de prototipo, de referencia a todo el mundo.
La gente apuntó ejemplos.
– La familia real -dijo una chica morena; llevaba las orejas adornadas con unos enormes pendientes de aro plateados, y sonreía enérgicamente.
– ¡Oh, qué maravilla!… ¿pero acaso todos somos reyes y princesas?, ¿todo el mundo sin excepción? -la interrogó Vili.
– No -reconoció la joven, sonriendo con menos intensidad que un momento antes.
– Entonces… no podemos decir que ésa sea una familia corriente, y por lo tanto no podemos asegurar que nos sirva como un ejemplo a seguir, ¿no es cierto?
– Sí, es cierto. No es posible decirlo.
– Así que deberíamos descartarla como modelo. ¿Alguien puede hacer otra sugerencia?
– La de La casa de la pradera -exclamó un tipo peinado con una coleta morena que lucía unas llamativas gafas de cristales verdes, y que estaba sentado cerca de Ulises y Jorge-. Era una familia perfecta, siempre juntos ante la adversidad. Y siempre hasta el cuello de calamidades.
Vili sonrió y se atusó el cabello, rebelde y entrecano, no tan abundante como lo había sido hacía treinta años. Pero mucho más de lo que lo sería una vez pasada otra treintena si tenía suerte de vivirla, pensó él mientras se deshacía sutilmente de un par de cabellos que se habían quedado enhebrados entre sus dedos.
– Pero ésa… -tosió un poco y luego se rascó la barba, pensativo-, si mal no recuerdo ésa era una familia que vivía dentro de la tele. Una familia irreal, de ficción. Nosotros vivimos fuera de la pantalla. Vivimos y morimos aquí fuera, en el mundo.
David volvió a ponerse de pie.
– Se me ocurre una familia inmejorable. Una muestra de perfección y humanidad. -Era un chico atractivo, y por alguna singular razón, o sinrazón, parecía proclive al llanto y a la fidelidad-. La Sagrada Familia. Ése es el ejemplo que propongo yo. La Virgen María, san José y el niño Jesús. Un patrón clásico, un prototipo que lleva funcionando más de dos mil años sin que haya encontrado competencia que pueda destronarlo. La familia ideal universal. Ahí tienes una, maestro.
– De acuerdo -reconoció Vili. Se levantó de su asiento y se movió entre las sillas de su alrededor, con las manos entrelazadas en la espalda y el aspecto noble y vigoroso de un caballo de tiro-. Me parece un excelente ejemplo, David. Te felicito por la elección.
Algunos de los asistentes a la Academia cuchichearon entre sí, pero la expectación los hizo callar pronto y concentrar su atención en los dos interlocutores.
– Gracias.
– Pero veamos… -Vili se acercó hasta David, el joven era casi treinta centímetros más alto que el filósofo-. Veamos en qué se diferencia la tuya de la Sagrada Familia que hemos elegido como paradigma.
– Pues, por ejemplo, mi madre dice que la mía es una familia extraña, anormal, sin sentido y contra natura. Ella dice que esto es así porque estoy casado con un hombre, y no con una mujer. Y cuando digo casado quiero decir que mi compañero, Óscar, y yo formamos una pareja de hecho y nos hemos inscrito como tal en el registro del Ayuntamiento de Alcobendas. Para mi madre, que yo me haya emparejado con un tipo con bigote, en vez de con una muchacha de trenzas rubias, es algo terrible que sólo consigue sobrellevar con resignación cristiana. Para mi madre, saber que tenemos un hijo, concebido por inseminación artificial con una madre de alquiler, un hijo que es sólo mío y no de Óscar, demuestra que somos unos degenerados que no nos acoplamos a los grandes planes que su Dios católico tenía previstos para el universo, sino que más bien los pervertimos y los entorpecemos con nuestra sola existencia -David se encogió de hombros e hizo un tímido ademán de consternación con la boca.
– Ésa es la opinión de tu madre… -dijo alguno de los contertulios, un tipo de aire compasivo y aspecto de viejo obrero fabril-. Y con las opiniones, como decía Clint Eastwood, pasa como con los culos, que todo el mundo tiene uno. Así que no le des mucha importancia, amigo.
– Sí, ésa es la opinión de mi madre, pero también la de muchísima más gente -asintió David-. Y la opinión de mi madre, como es lógico, es importante para mí. No puedo evitarlo.
– Bien, bien. Pero volvamos -sugirió Vili- a nuestra modélica familia. La familia de Jesucristo. ¿Qué tipo de familia era?
– Una buena familia. La mejor.
– De acuerdo. Pero… ¿era san José el verdadero padre de Jesús? -quiso saber el filósofo.
– No -reconoció David-. Su verdadero padre era Dios.
– Ah, luego… Jesucristo era el hijo de Dios, pero en realidad su padre, o sea Dios, no estaba casado con su madre, no estaba casado con la Virgen María.
– No, no lo estaba.
– Entonces… quizá la Virgen María fue para Dios algo así como… ¿una madre de alquiler? -concluyó Vili-. Lo mismo que esa madre de alquiler que Óscar y tú buscasteis para que gestara a vuestro hijo, dicho sea de paso.
David miró pensativo hacia el suelo.
– No se me había ocurrido… -confesó, enrojeciendo un poco.
– ¿Y cómo fue engendrado Jesucristo?
La chica de los pendientes de aro volvió a intervenir.
– ¡Fue engendrado por la gracia de Dios! ¡A través del Espíritu Santo en forma de paloma! -dijo, como si ese incidente bíblico la llenara de un particular regocijo.
– ¿De verdad? -Vili sonrió y su cara de viejo zorro adquirió una tonalidad sulfúrica-. Así que una paloma, ¿eh? Bien, bien… Que me aspen, pero a mí eso me suena a inseminación artificial, que es lo mismo que hicisteis tú y Óscar junto con la madre de vuestro hijo.
– Sí, vaya -admitió David-. Pero nosotros lo hicimos en una clínica, y usamos una especie de jeringuilla. Sin aguja, claro. Dos médicos y varias enfermeras se encargaron de todo.
Jorge le lanzó a David una larga mirada recelosa, con sus iris relumbrantes a la manera de dos trozos de cristal coloreado. Sintió una punzada de envidia hacia él. Casi podía verlo junto a Óscar, su compañero, arrastrando los pies entre la arena tibia mientras los dos paseaban cogidos de la mano, al atardecer, por la playa de Bodrum cercana a la isla de Samos, no lejos de Kusadasi, donde según David habían disfrutado de su luna de miel hacía tres años. Imaginaba a Óscar diciendo con acento mimoso: «Me encanta ese tanga verde que te has puesto»; y a David, perplejo mientras mascullaba: «Oh, ¿esto? No es nada. Me lo regaló hace años Pipo, aquel chico de Majadahonda que… Bueno, da igual». Luego los dos se darían un beso y seguirían andando hacia el ocaso con pasos lentos y zigzagueantes, igual que dos fornidos modelos en un anuncio de bronceadores rápidos.
Ah, cómo le fastidiaba oír las quejas de David. Apenas podía soportarlo. Al fin y al cabo aquel mariposón gemebundo era alto, guapo y rico, estaba sano -por no hablar de que conservaba todo su pelo-, y tenía en casa a un marido y a un crío que lo esperaban cada noche como si él fuera la persona más importante y deseada del universo conocido.