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– ¡Y tú te callas! -le grita Aglae al fiambre disecado de su cónyuge; luego, dirigiéndose al par de tortolitos, pero sobre todo a la tortolita-: A los hombres no se les puede dejar pasar ni una.

Aglae le restriega a su marido un pañuelo de cuero negro por las comisuras del hocico. Frota con energía y determinación en medio de la boca entornada, igual que se hace con el vaho rebelde de los espejos.

– Tengo que llamar a los de la empresa de mudanzas, para que me lo lleven uno de estos días al dentista. Que se lo acerquen al doctor Morillo, a la clínica de Rosales -dice la mujer mientras lo lustra-. Hay que limpiarle el sarro.

Ulises se pone de pie, se acerca al extravagante matrimonio. Se inclina. Mira con detenimiento la cara del marido.

– ¿Eso amarillo que tiene entre los dientes es sarro? -pregunta, curioso.

– Pues claro.

– ¡Que Dios me perdone! -dice Ulises, desolado-. Yo creía que era orina.

Vuelven a sentarse. Aglae agarra entre sus manos la taza de té. Tiene las uñas pintadas de cuero negro, ¿cómo se las habrá ingeniado para hacerse tamaña manicura?

– La boca es una cosa muy íntima -dice Penélope señalando al marido.

– Sí, desde luego. En ese sentido es como el culo -asiente Aglae.

– Sí, en ese sentido, y en otros muchos -corrobora Ulises.

– Así que, siguiendo con lo nuestro, por eso me decidí a montar la asociación -concluye Aglae, más para sí misma que para los otros.

– ¿Qué asociación?

– La Asociación de Perros Explotados Sexualmente -Aglae pronuncia las palabras con tanta intensidad que reciben cada sílaba en los oídos como si fuera un latigazo.

– ¿Hay perros así? -se interesa Penélope-. No me lo puedo ni creer. En qué mundo vivimos.

– Como lo oyes, querida.

– ¿Y quién los explota?

– Bueno, ya sabes… Hablamos de mafias aragonesas, de oscuros intereses urbanísticos, de amas de casa insatisfechas… Pero sobre todo hablamos de zoofilia y de cine pomo -su voz se vuelve reservada, acariciadora-. No podéis ni imaginaros la de chanchullos, el submundo, las circunstancias turbias, el dinero, el poder, las altas esferas… ¡Ja! No podéis ni imaginaros.

– Podríamos, si nos lo explicaras un poco mejor -dice Ulises, y Penélope lo mira con rencor por haber hablado.

Él se encoge de hombros.

– ¿Y tú qué haces al respecto? -pregunta Penélope.

– He creado esta Asociación -se puede percibir la A mayúscula de la palabra cuando la pronuncia-. La he fundado. La presido. La dirijo. Recaudo fondos. Monto escándalos al respecto. Chantajeo a alguna gente para conseguir dinero con el que sufragar mis campañas. Y recojo a los perritos y les doy tratamiento psiquiátrico, manutención y un hogar feliz en el que curar las heridas de sus almas caninas e inocentes.

– ¿Cómo recoges a los perros?

Aglae mira de reojo a su marido, que continúa impertérrito al lado del ficus. Hay una mosca andando tranquilamente, y probablemente dejando sus detritos, por su iris derecho.

– ¿Se ha movido? -pregunta Aglae, ansiosa-. No me digas que se ha movido.

– Yo creo que no.

– ¿Se ha movido o no se ha movido? ¿A que voy para allá…?

– No se ha movido -dice Ulises.

Penélope vuelve a lanzarle una mirada torva.

– Me decías que recogías a los perros…

– Ah, sí… Eso. Pues… tengo mis contactos y… -Aglae fija su atención en Penélope. Bruscamente, gira el cuello en dirección a su esposo, tratando de sorprenderlo.

– Te digo que no se ha movido.

– No lo subestimes -murmura Aglae venenosamente.

– Los perros, los recogías y… -Penélope se pregunta de dónde le viene este repentino interés por los chuchos explotados sexualmente. Siente una gran curiosidad, tiene que reconocerlo.

– Mira, como se haya movido… -Aglae hace un gesto desabrido; arruga los labios, malhumorada.

– No se ha movido -insiste Ulises-. Tu marido… ¿cómo se llama tu marido?

– ¡Gordon, Flash Gordon! -ahora parece que Aglae está amonestando a un potro encabritado.

– Ah, pues es un nombre propio muy… propio -reconoce Ulises-. Pero no se ha movido.

– Nuestro matrimonio es un infierno. Aunque ahora menos, claro… -Aglae lo señala con un látigo que hay apoyado en el brazo de su sillón-. Cerdooo… Se acostaba conmigo, y luego se negaba a pagarme lo que me debía.

– Pero, ¿no dices que es tu marido? -exclama Ulises.

– Por eso, querido. Tú mismo me das la razón.

– Bueno -tercia Penélope-, estábamos hablando de los perros, y tal.

– Claro. Yo conozco gente. Productores de cine XXXX. Utilizan a los pobres animalitos y, una vez que no rinden lo suficiente en el plató, se deshacen de ellos. Una patada y hala, a tomar viento. Perrera municipal y una andropausia y una vejez indignas y menesterosas. Objetos sexuales desechados. Peor que los condones usados. Mucho peor, dónde va a parar -explica Aglae-. Yo los acojo. Les doy cariño y compañía.

– ¿También los liberas de sus obligaciones fornicadoras? -pregunta Ulises morbosamente.

– Ah, conmigo son libres. Si les apetece o algo, pues ellos mismos. Pero aquí no hablamos de obligaciones ni de esclavitudes. No hay cadenas. Ni siquiera les pongo collar.

– ¿Y no es más… no sé, más cómodo, no está mejor visto dedicarse a los huerfanitos, o algo así? -Ulises no está dispuesto a cerrar la boca. La abre y le da un considerable trago a su té.

– Porque tú lo digas -responde Aglae.

– ¿Y dónde los tienes? -quiere saber Penélope.

– ¿Dónde tengo qué?

– Los perros.

– Aquí en casa, por supuesto. No les voy a poner un piso aparte, me cargaría totalmente la terapia de recuperación. Son seres muy dolidos, lo han pasado muy mal y tengo que tenerlos a mi lado, cuidarlos y curarlos. Emplear todo el tiempo que haga falta. ¿Por qué? ¿Quieres verlos?

Penélope sabe que está soñando y que no debería dejar que le enseñaran esos perros. No debería verlos. Ni quiere ni debe. Bueno, es probable que quiera, pero no debe.

– Me encantaría -dice. Y se pone a batir palmas.

Aglae asiente, se levanta y se encamina majestuosamente hacia una puerta lateral, mientras observa de reojo a su pasmado marido, tan quietecito y triste.

– Como se le ocurra moverse… -dice entre dientes. Abre de par en par la puerta y, al instante, la habitación se llena de alegres ladridos. Se llena de perros de todas las razas y colores imaginables. Varios de ellos se acercan a las piernas de Penélope, que observa sus movimientos pélvicos con atención. Asqueada, fascinada.

– Pues no me parece a mí que hayan sufrido tanto -Ulises levanta la voz por una vez, para hacerse oír entre el estruendo de los ciento y un chuchos-. Tienen toda la pinta de haber ligado bastante más que yo.

Es entonces cuando Penélope comienza a fijarse bien en los perros. Les da una patada y los aparta bruscamente de sus piernas en cuanto se da cuenta de lo que pasa.

Grita aterrada. Está sudando.

Grita otra vez. Se sube al sofá, tratando de librarse de ellos.

Los mira de nuevo y ahí está el horror pleno, completo, perfecto. Perturbador y atrayente, como todos los espantos escritos dentro del corazón por una fantasía inconsciente y torturada: los perros tienen la cara de Ulises. Todos ellos. Su mismo hocico peludo y húmedo. Los ojos redondos e interrogantes. La lenguaza fuera de la boca, cayendo dos palmos por debajo de la cara. Las orejas largas y puntiagudas, escuchándolo todo. El mismo desgraciado y glotón…

– Penélope, cariño, ¿qué te pasa? -Ulises la zarandea suavemente, tratando de despertarla.

– ¡Aaaaagh! ¡Aaaaagggggh! ¡Hiiiiggggh! -brama ella, empapada en sudor frío.

– Despierta, Penélope, preciosa…

– Un perro. ¡Eres un perro!… jadea ella, exacerbada, dando manotazos al aire.

– Cariño, ¿cuándo vas a olvidarte de esa historia de la modelo? ¿No te he dicho mil veces que no significó nada para mí? -susurra Ulises, apenado. Y le acaricia con ternura el pelo mientras ella tiembla.

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