Литмир - Электронная Библиотека
A
A

En Madrid, que ella sepa, no hay barrio chino.

El barrio chino.

Cuando alguien va de turista a Pekín, ¿es educado que le pregunte a cualquiera que encuentre por la calle hacia dónde cae el barrio chino?

Se concentra en su furia.

Qué bien sabe.

Aaaaah, hasta puede mascarla.

Se da cuenta de que él acaba de otorgarle el privilegio de comérselo vivo.

Tal vez lo haga.

Higaditos espolvoreados con poleo, casi crudos. Criadillas a la sal: veinte minutos en el horno precalentado y listo para servir a la mesa.

– ¿Cómo, cocococó… mo? -gimotea-. Yo me paso las horas muertas en ese centro asqueroso, después de haber acabado en la asquerosa universidad, estudiando todos esos patrones y sisas y diseño industrial. ¡Y aprendiendo a coser! Mierda, no tienes ni idea de lo frustrante que puede ser una aguja. Y tú, tú… uuuuú. ¡Oh, tú!

Los dos están en la cocina del apartamento que Vili les ha regalado por su boda y que Penélope tardó dos años en decorar a su gusto, antes de casarse. Ulises está desnudo, parece reservado y tranquilo, como si su lábil exposición corporal no fuera un obstáculo para estarlo. No debe serlo. Al menos, para él.

Ella busca los cuchillos de trinchar con la mirada perdida, pero no recuerda en qué cajón suele meterlos exactamente. Está muy alterada. Ni siquiera sabe para qué quiere localizarlos. Aquellos bonitos cuchillos de acero japonés que compró en la Teletienda.

La modelo ha recogido sus bragas de encima de un caballete churreteado de óleos y ha acabado de vestirse en el pasillo. Era muy alta, por lo menos dos metros. Sin exageración. Y muy seria. No ha dado explicaciones, no ha dicho nada. Ha salido lo más rápida y discretamente que ha podido. Ha puesto cara de estar omitiendo algo. Tenía unos labios gordos, porcinos. Una chupapollas, segurísimo. Penélope está convencida de que se ha ido babeando.

Guarra. Puta. Ojalá te mueras en la escalera. En la calle. Que te atropelle un coche. Que te caiga un rayo y te parta el coño.

– Pe, yo te quiero. Eres la única mujer de mi vida.

Penélope comienza a dar vueltas igual que una alimaña acorralada. Va al salón, al estudio de Ulises, a la cocina. Se nota fatigada, no puede respirar bien. Ha subido una montaña de ocho mil metros, sin sherpa ni nadie que la ayude a portar la mochila, y acusa el desgaste físico, va a morirse de debilidad. No debió subir tan alto. Cada paso que da se convierte en una náusea, como cuando levanta el pie en la oscuridad, preparada para apoyarlo sobre un peldaño, y luego resulta que ni hay escalón ni hay nada, sólo el suelo liso y un vértigo inesperado, una pirueta de la mente que pone boca abajo el estómago.

Se muere. No puede ni resollar.

– Aj, aj, ajjj… -exhala el aire a duras penas.

– Pe, mi amor… Mi amor, mi amor…

Penélope siente que sus ojos se han vuelto del color del agua sucia.

– Pe, mi amor… Oh piedad.

Da vueltas de un lado a otro. Morirá en el intento. Pero, ¿qué está intentando? No consigue recordarlo.

Quiere parar y mirar algo, concentrarse mirando algo. Algún objeto, una silla, la televisión apagada. No puede hacerlo. Tiene que moverse, seguir este ritmo que sólo ella escucha.

Sexo. Fruslería evanescente.

Amor. Todos los amores son monstruosos en el fondo. Todos tienen algo perverso. Estas ganas de poseer, de ser los únicos en disfrutar y padecer su pueril pornografía, su espeluznante intimidad.

Un desperdicio de fuerzas impuesto por la tradición y la biología.

Eso es.

Hay que joderse.

¿Y la deslealtad? Bueno, también. Maldito sea el cretino, que por primo, mezcló las cosas del amor con las del honor.

Matarlo. Hacerlo trizas.

Qué noble parecería Ulises una vez reducido a carne picada. Qué inocente y manejable.

– ¿Cómo has podido acostarte con alguien así, además? ¡Menuda mujer! -solloza Penélope-. ¡Si es enorme! Sexualmente podría haberte matado. Te saca toda la cabeza.

– Quizás… bueno. Como es más alta que yo, me ponía nervioso que posara para mí de pie, así que le pedí que se sentara y… una cosa nos fue llevando a la otra -dice Ulises, y lo dice de una manera muy formal y grave.

Encima.

– Querrás decir… dice Penélope.

– Quiero decir lo que quiero decir, lo diga o no lo diga -se defiende él-. Es sólo sexo. No le des tanta importancia. Además, había tomado precauciones.

– Pero esa, esa especie de bestia… de… ¿Cómo has podido, eh? -lloriquea Penélope-. ¡Pero si se ve a la legua que es de esas mujeres a las que les asoma el clítoris por debajo del dobladillo de la maxifalda!

– Penélope. Tampoco hay que insultar, amor mío.

– ¿Insultar? Pero qué indignante, qué sádico, qué…

– No me digas eso, cariño…

– ¡¿Cómo has podido, cerdo asqueroso?! -Penélope suelta un bramido y hasta ella misma se sobresalta por la potencia de su voz-. ¿Es que no has visto Atracción fatal? Llevan veinte años reponiéndola en televisión, por Dios Santo. ¿No sabes lo que les pasa a los hombres casados que tienen aventuras? ¡Esa, esaesaesa… tipa que acaba de irse de aquí con el culo al aire podría ser Glenn Close!

Ya lo decía Bonnie Tyler, el mundo está lleno de hombres maduros; aunque Ulises, y que el cielo ampare a Penélope, ni siquiera es todavía un hombre maduro. Ya lo decía Bonnie Tyler, lo hacen, lo hacen, lo hacen los hombres casados. Lo hacen, lo hacen, lo hacen hasta ponerse morados.

– Cariño, tú eres lo mejor que me ha pasado. En la vida real -dice Ulises.

– ¿Y cómo te lo tomarías tú si ahora salgo yo por ahí y busco otro tío y lo meto en tu cama? En mi cama. En la cama que ambos compartimos. ¿Qué pensarías si yo y él… si él y yo y yo y él y yo…? -Cuánta gente, piensa. Dos no pueden ser tantos. Está muy alterada.

– No estaba en nuestra cama, Pe.

– Estaba tumbada, despatarrada, en medio de tu estudio, que es lo mismo -dice ella.

– No es lo mismo -protesta Ulises.

– Para mí, sí.

– Mi amor, mi amor… -él intenta tocarla, aunque Penélope lo rechaza-. Estás llena de ideaciones celotípicas.

– ¿De qué?

– De celos injustificados.

– Dios… Injustificados… Ideaciones celotípicas. Hablas como un puto juez.

– Mi amor, mi vida… Ven aquí. Deja que te abrace, deja que… -dice Ulises.

– ¡Y una mierda! -contesta iracunda Penélope, y rompe a llorar adornando su aflicción con largos y gemebundos aullidos.

Están tomando el té en casa de Aglae, una amiga de su madre. (Su madre tiene unas amistades tan raras, tan similares a ella…) Ulises y Penélope están sentados en un sofá, frente a la mujer, y el marido de Aglae está disecado en un rinconcito soleado del salón, junto a un ficus. Ambos parecen agradecer los rayos de sol del atardecer que entran por el balcón, aunque la planta se muestra más efusiva. El marido de Aglae es un tipo corpulento, aunque en otro sentido distinto al que lo es Ulises. Mientras éste tiene bíceps y tríceps y otra serie de músculos a juego bien marcados, que ha conseguido a fuerza de boxear en un gimnasio durante años, el marido de Aglae es grande y gordo y ahí termina su robustez.

Penélope sabe que está soñando, pero saberlo no logra que disminuya su inquietud. Le parece que las cosas no son todo lo correctas que tendrían que ser en el salón de Aglae. No deberían ser así. Vamos, a ella se lo parece.

– Me suelo compadecer muchísimo de los perros -dice Aglae, que va vestida como un ama dominante: botas altas de cuero negro, sostén de cuero negro, ligueros de cuero negro y nada más a la vista. Bueno, sí. Todo lo demás a la vista-. Me suelo compadecer porque, pobrecitos míos, me parece tristísimo para ellos que vivan en el mundo extraño de los humanos y que, encima, no hablen el idioma.

– Claro, claro -corean a la par ella y Ulises.

Aglae se levanta y va hacia su marido, que se mantiene muy tieso en su puesto, de pie, enseñando un poco la dentadura cadavérica, con gesto inconsolable (debe ser duro haber pasado por las manos de un taxidermista sólo para complacer a su esposa y hacer más agradable la convivencia).

42
{"b":"100472","o":1}