– No quiero molestar, yo…
– No es ninguna molestia, ¿verdad, enano? No nos viene mal algo de compañía femenina de vez en cuando.
Luz, extrañada de sí misma, asintió y se puso en pie. Luego pensó: «¿Y ahora qué?, ¿ahora qué?». Aun así, decidió que los acompañaría. Le gustaba el arrobamiento algo pasmado con que él la miraba, como si fuera la primera mujer que veía en su vida.
Al lado de aquel joven se sentía especial, brillaba igual que una perla y sus labios esbozaban sonrisas que su cerebro no ordenaba confeccionar a su boca.
No sabía que Ulises miraba a todas las mujeres de la misma manera. Pero, sinceramente, eso era lo de menos, y le habría dado lo mismo aunque lo hubiese sabido.
Salieron a la calle, que resonaba con los ruidos del tráfico; el cielo se había cubierto de nubes, tal que una lámina metálica ennegrecida por el humo de los tubos de escape de los coches, que circulaban enloquecidos por los aledaños de la Glorieta de Atocha. Mirar hacia arriba, al denso celaje que se desmoronaba sobre los edificios como gordos hilos de hollín, casi inducía al desaliento. Pronto descargaría la tormenta. Ulises le abotonó sobre el pecho la chaquetita de lana al niño, y apretó el paso.
– Debería haber traído el carrito, pero tengo la sensación de que avanzamos más deprisa cuando no llevamos ese detestable cachivache con nosotros. Y Telémaco pesa más que una mala conciencia. Así hago ejercicio. Ser amo de casa te mantiene en forma, digan lo que digan. -Ulises agarró con fuerza al niño, que parecía nervioso y, sin duda, tenía hambre-. Creo que tendremos que correr un poco, o nos mojaremos. No te preocupes, casi hemos llegado a casa.
– Come, come, nene… -gruñía el niño, fastidiado.
Enfilaron la calle Santa Isabel cuando se dejaron caer las primeras gotas, que eran tibias y gruesas, y rebotaban contra el suelo con furia incontenida.
– ¡Oiga, señor!, ¡señora! -Un chaval de unos dieciocho años se acercó a ellos, andando a saltos. Llevaba un fajo de papeles en una mano y un bolígrafo en la otra. Se había puesto la capucha de su anorak sobre la cabeza-. ¡Eh, oigan! ¿Quieren firmar contra la droga? -Les tendió unas hojas que empezaban a mojarse; la tinta garabateada en ellas se emborronaría si él no lo remediaba pronto. Y no parecía muy dispuesto a hacerlo.
Ulises se refugió del chaparrón en el portal de su casa. Luz se situó a su lado, colocándose el pelo con una mano insegura.
– No, gracias. Es que a mí me gusta la droga, ¿sabes, chico? Estoy a favor de la droga porque, en realidad, soy drogadicto. Pienso que no tendrían que prohibirla, sino que deberían regalarla en las farmacias, en cantidades importantes, y acompañada de enormes sonrisas de los farmacéuticos -dijo Ulises, cansinamente-. Así que, piérdete, chico. Pero gracias por intentarlo.
A Luz nunca se le hubiese ocurrido que aquel padre de familia fuera un pobre yonqui. Lo examinó aturdida, hasta que comprendió que era una especie de broma.
El muchacho lanzó una mirada torva sobre Ulises.
– Vete a la mierda -optó por decir, con una sinceridad aplastante. Se dio media vuelta y echó a correr calle abajo. La lluvia caía ahora como si alguien lanzara grandes jarras de agua desde el cielo con la única intención de molestar a la gente.
Ulises abrió la puerta, que era altísima, vieja y renqueante, probablemente de finales del siglo dieciocho.
– Es que estoy cansado de que me pidan que firme a favor o en contra de esto y lo otro y lo de más allá. Que me compre esto y lo otro y lo de más allá. Y que salve a los niños, las ballenas y los indios y los pobres de aquí y de allí… porque si no lo hago seré culpable de homicidio en primer grado aquí y allí y en el más allá… -Se encogió de hombros-. Puede que sea una inmoralidad, pero yo solo no me siento con fuerzas para hacer todo lo que se me pide a diario. Empiezo a estar hasta las pelotas de que me presionen por todos lados. ¿Es que no tengo bastante con mi vida?
Luz no dijo nada, pero sonrió.
Subieron las escaleras gastadas, con un lustre avejentado y blanquecino, hasta el tercer piso. Como tantos edificios antiguos de la ciudad, aquél tampoco tenía ascensor.
Ella esperaba encontrar un viejo apartamento destartalado e incómodo. Se imaginaba a Ulises trajinando en una cocina antigua, calentando la leche del niño en un perolo agrietado y frotándose las manos para combatir el frío que entraría por las rendijas de la oscura ventana en invierno. Podía compadecerlo de antemano. Un hombre joven, probablemente poco diestro en las tareas del hogar, viviendo solo junto a un bebé llorón y hambriento, constantemente agarrado a sus piernas con desesperación, era un cuadro capaz de estimular la parte pervertida de la imaginación de cualquier ama de casa.
Por eso le sorprendió más, cuando Ulises abrió la puerta de su casa, encontrarse con un cálido hogar decorado con tonos teja y avellana, de ventanas cubiertas con estores de médula y suelo de parquet de roble americano.
«El color teja -aseguraba Penélope antes de irse de casa- evita las estridencias, es acogedor y evoca la vida en el campo, las haciendas de esas familias numerosas y acomodadas, de miembros bonachones, que nunca se pelean entre ellos y siempre están de buen humor porque no les falta de nada, porque tienen salud, dinero y amor en abundancia.»
Ella fue quien compró la mesa art déco del comedor, de raíz de roble, quien se encargó de que los obreros colocaran, exactamente en su sitio, un arrimadero de arpillera a lo largo del pasillo, que la misma Penélope remató con un galón de pasamanería de los que usan los tapiceros para ribetear sofás. Fue Penélope la que compró las mantas de mohair de la cunita del niño, y quien dirigió las obras para comunicar la cocina, el office, el salón y el comedor. El piso no tenía más de setenta metros cuadrados y estaba tan desordenado como suele estarlo cualquier hogar por el que corretee una criatura cada día. No obstante, era tan encantador y alegre -a pesar de la cerrazón oscura de la tormenta, que se filtraba a través del ventanal de la terraza-, que daban ganas de quedarse allí a dormir.
Ulises le dijo que se acomodara donde más le apeteciera, y Luz se sentó en un sillón desde el que veía caer la tromba de agua sobre la calle.
Sólo había dos dormitorios -además de un estudio que tenía la puerta cerrada con llave, según le dijo Ulises-, y Telémaco se encaminó hacia el suyo a trompicones, balanceándose como si acabara de bajar, algo mareado, de un barco. Buscó un juguete para entretenerse y distraer a sus desconsoladas tripas mientras Ulises le preparaba el almuerzo. Su cabeza, desde lejos, tenía una remota semejanza con un balón amarillo un poco despachurrado. Era un niño muy guapo, con los mofletes enardecidos, de un suave tono encarnado, el pelo muy rubio y la sonrisa fácil, pero Luz no sentía ningunas ganas de acariciarlo ni de hacerle carantoñas. Por un instante se compadeció del pobre pequeño. Su madre lo había abandonado, y ahora ni siquiera las amigas ocasionales de su padre sentían el impulso de arrullarlo aunque fuese, hipócritamente, para contentar a Ulises.
Se sintió toda una desalmada, pero no fue detrás del chiquillo, sino que permaneció clavada en su sillón, sin moverse.
– ¿Quieres un vino? -Lo vio abrir y cerrar los armarios y depositar sobre la encimera de la cocina una botella de tinto-. Hemos dicho que comerías con nosotros, ¿no?
– Sí. Ah, no. Sí, bueno. Yo…
Ulises le llenó una copa y se la tendió con una sonrisa.
– ¿Tienes prisa?
– No, en realidad no.
– Entonces, si no tienes nada mejor que hacer, puedes comer con nosotros. O mejor dicho, conmigo. Porque primero voy a alimentar a mi vástago. Ya llevamos media hora de retraso, y tendrá sueño enseguida. Pero el asunto no nos llevará mucho tiempo. Come como un cerdito. Creo que sospecha que yo le puedo quitar el plato en cuanto se descuide, y no se anda con remilgos ni zarandajas.