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– Verá usted, señor mío -dijo don Galo, haciendo oscilar la silla de ruedas-. No es cosa que por la contumacia y el emperramiento de estos jóvenes currutacos nos veamos los más ponderados y bien pensantes trasladados quién sabe adonde, sin contar que más tarde la calumnia se enseñará con nosotros, pues bien me conozco yo este mundo. Si usted nos dice que la… que el accidente, ha sido provocado por esa epidemia de la puñeta, personalmente creo que no hay razones para dudar de su palabra de funcionario. Nada me sorprendería que la reyerta de esta madrugada haya sido, como quien dice, más ruido que nueces. La verdad es que ninguno de nosotros -acentuó la última palabra- ha podido ver al… al malogrado caballero, que gozaba por lo demás de toda nuestra simpatía a pesar de sus torpezas de última hora.

Hizo girar la silla un cuarto de círculo y miró triunfalmente a López y a Raúl.

– Repito: nadie lo ha visto, porque esos señores, ayudados por el forajido que se atrevió a encerrarnos anoche en el bar -y observen ustedes el peso que tiene esa incalificable tropelía cuando se la considera a la luz de lo que estamos diciendo-, esos señores, repito, por darles todavía un nombre que no merecen, impidieron a estas damas, movidas por un impulso de caridad cristiana que respeto aunque mis convicciones sean otras, el acceso a la cámara mortuoria. ¿Qué conclusiones, señor inspector, cabe sacar de esto?

Raúl agarró del brazo al Pelusa, que estaba color ladrillo, pero no pudo impedirle que hablara.

– ¿Cómo qué conclusiones, paparulo? ¡Yo lo traje de vuelta, lo traje, con el señor aquí! ¡Le chorreaba la sangre por la tricota!

– Delirio alcohólico, probablemente -murmuró el señor Trejo.

– ¿Y el tiro que le fajé al coso de la popa, entonces? ¡Por qué no le habré pegado en la panza, Dios querido, a ver si también me venían con el tifus!

– No te rompas, Atiliol -dijo Raúl-. La historia ya está escrita.

– Ma qué historia -dijo el Pelusa.

Raúl se encogió de hombros.

El inspector esperaba, sabiendo que otros serían más elocuentes que él. Primero habló el doctor Restelli, modelo de discreción y buen sentido; lo siguió el señor Trejo, vehemente defensor de la causa de la justicia y el orden; don Galo se limitaba a apoyar los discursos con frases llenas de ingenio y oportunidad. En los primeros momentos López se molestó en replicarles y en insistir en que eran unos cobardes, apoyado por las interjecciones y los arrebatos de Atilio y las púas siempre certeras de Raúl. Cuando el asco le quitó hasta las ganas de hablar, les dio la espalda y se fue a un rincón. El grupo de los malditos se reunió en silencio, discretamente vigilado por los policías. El partido de la paz redondeaba sus conclusiones, favorecido por la aprobación de las señoras y 3a sonrisa melancólica del inspector.

XLV

Desde lo alto el Malcolm parecía un fósforo en una palangana. Después de haberse apurado para ocupar un asiento junto a una ventanilla, Felipe 3o miró con indiferencia. El mar perdía todo volumen y relieve, se convertía en una lámina turbia y opaca. Encendió uri cigarrillo y echó una mirada a su alrededor; los respaldos de los asientos eran sorprendentemente bajos. A la izquierda, el otro hidroavión volaba con una perfecta sensación de inmovilidad. El equipaje de los viajeros iba en él y también probablemente… Al subir, Felipe había mirado en todos los huecos de la cabina, esperando descubrir una forma envuelta en una sábana o una lona, más probablemente una lona. Como no vio nada, suponía que lo habían embarcado en el otro avión.

– En fin -dijo la Beba, sentada entre su madre y Felipe-. Era de imaginarse que esto terminaría mal. No me gustó desde el primer mo mentó.

– Podría haber terminado perfectamente -dijo la señora de frejo-, si no hubiera sido por el tifus y… por el tifus.

– De todas maneras es un papelón -dijo la Beba -. Ahora tendré que explicarle a todas mis amigas, imaginate.

– Pues mTiijita, lo explica y se acabó. Ya sabe muy bien lo que tiene que decir.

– Si te crees que María Luisa y la Meche se lo van a tragar…

La señora de Trejo miró un momento a la Beba y luego a su esposo, ubicado en el lado opuesto donde había sólo dos asientos. El señor Trejo, que había oído, hizo una seña para tranquilizarla. En Buenos Aires convencerían poco a poco a los chicos de que no tergiversaran las explicaciones: a io mejor convendría mandarlos un mes a Córdoba, a la estancia de tía Florita. Los chicos olvidan pronto, y además como son menores de edad, sus palabras no tienen consecuencias jurídicas. Realmente no valía la pena hacerse mala sangre.

Felipe seguía mirando el Malcolm hasta que lo vio perderse debajo del avión; ahora sólo quedaba un interminable aburrimiento de agua, cuatro horas de agua hasta Buenos Aires. No estaba tan mal el vuelo, al fin y al cabo era la primera vez que subía a un avión y tendría para contarles a los muchachos. La cara de su madre antes de despegar, el terror disimulado de la Beba… Las mujeres eran increíbles, se asustaban por cada pavada. Y sí, che, qué le vas a hacer, se armó un lío tan descomunal que al final nos metieron a todos en un Catalina y de vuelta a casa. Mataron a uno y todo, que… Pero no le iban a creer, Ordoñez lo miraría con ese aire que tomaba cuando quería sobrarlo. Se hubiera sabido, pibe, vos qué te crees, para qué están los diarios. Sí, era mejor no hablar de eso. Pero Ordóñez, y a lo mejor Alfieri, le preguntarían cómo le había ido en el viaje. Eso era más fácil: la pileta, una pelirroja con bikini, el lance a fondo, la piba que se hacía la estrecha, mira que si se enteran, yo tengo vergüenza, pero no, nena, aquí nadie se va a enterar, vení, déjame un poco. Al principio no quería, estaba asustada, pero vos sabés lo que es, apenas me la trinqué en forma cerró los ojos y me dejó que la desvistiera en la cama. Qué hembra, pibe, no te puedo contar…

Resbaló un poco en el asiento, con los ojos entornados. mirá, si te digo lo que fue eso… Todo el día, che, y no quería que me vaya, un metejón de esos que vos no sabés qué hacer… Pelirroja, sí, pero abajo era más bien rubia. Claro, yo también tenía curiosidad, pero ya te digo, más bien rubia.

Se abrió la puerta de la cabina de comando, y el inspector asomó con aire satisfecho y casi juvenil.

– Tiempo magnífico, señores. Dentro de tres horas y media estaremos en Puerto Nuevo. La Dirección ha pensado que luego de cumplir los trámites de que ya hemos hablado, ustedes preferirán sin duda encaminarse inmediatamente a sus domicilios. Para evitar pérdidas de tiempo habrá taxis para todos, y los equipajes les serán entregados apenas desembarquen.

Se sentó en el primer asiento, alelado del chófer de don Galo que leía un número de Rojo y Negro. Nora, metida en lo más hondo de un asiento de ventanilla, suspiró.

– No me puedo convencer -dijo-. Créeme, os más fuerte que yo. Ayer estábamos tan bien, y ahora…

– A quién se lo decís -murmuró Lucio.

– Yo no entiendo, vos mismo al principio estabas tan preocupado por la cuestión de la popa… ¿Por qué se afligían tanto, decime? Yo no sé, parecían señores tan bien, tan simpáticos.

– Una manga de forajidos -dijo Lucio-. A los otros no los conocía, pero Medrano te juro que me dejó helado. Vos fíjate, tal como están las cosas en Buenos Aires un lío así nos puede perjudicar a todos. Ponele que alguien le pase el dato a mis jefes, me puede costar un ascenso o algo peor. Al fin y al cabo eran premios oficiales, en eso nadie se fijó. No pensaban más que en armar escándalo, para lucirse.

– Yo no sé -dijo Nora, mirándolo y bajando en seguida los ojos-. Vos tenes razón, claro, pero cuando se enfermó el hijo de la señora…

– ¿Y qué? ¿No lo ves ahí sentado comiendo caramelos? ¿Qué enfermedad era ésa, decime un poco? Pero esos espamentosos lo único que buscaban era armar lío y hacerse los héroes. ¿Te crees que no me di cuenta de entrada y que no les paré el carro? Mucho revólver, mucho alarde… Yo te digo, Nora, si esto se llega a saber en Buenos Aires…

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