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III

El Anglo no está tan mal en la canícula. De Loria a Perú hay diez minutos para refrescarse y echarle un vistazo a Crítica. El problema había sido mandarse mudar sin que Bettina preguntara demasiado, pero Medrano inventó una reunión de egresados del año 35, una cena en Loprete precedida de un vermut en cualquier parte. Llevaba va tanto inventado desde el sorteo de la Lotería, que la última y casi menesterosa mentira no valía la pena ni de nombrarse.

Bettina se había quedado en la cama, desnuda y con el ventilador en la mesa de luz, leyendo a Proust en traducción de Menasché. Toda la mañana habían hecho el amor, con intervalos para dormir y beber whisky o Coca Cola. Después de comer un pollo frío habían discutido el valor de la obra de Marcel Aymé, los poemas de Emilio Ballagas y la cotización de las águilas mexicanas. A las cuatro Medrano se metió en la ducha y Bettina abrió el tomo de Proust (habían hecho el amor una vez más). En el subte, observando con interés compasivo a un colegial que se esforzaba por parecer un crápula, Medrano trazó una raya mental al pie de las actividades del día y las encontró buenas. Ya podía empezar el sábado.

Miraba Crítica pero pensaba todavía en Betuna, un poco asombrado de estar pensando todavía en Bettina. La carta de despedida (le gustaba calificarla de carta postuma) había sido escrita la noche anterior, mientras Bettina dormía con un pie fuera de la sábana y el pelo en los ojos. Todo quedaba explicado (salvo, claro, todo lo que a ella se le ocurriría pensar en contra), las cuestiones personales favorablemente liquidadas. Con Susana Daneri había roto en la misma forma, sin siquiera irse del país como ahora; cada vez que se encontraba con Susana (en las exposiciones de pintura sobre todo, inevitabilidades de Buenos Aires) ella le sonreía como a un viejo amigo y no insinuaba ni rencor ni nostalgia. Se imaginó entrando en Pizarro y dándose de narices con Bettina, sonriente y amistosa. Aunque sólo fuera sonriente. Pero lo más probable era que Bettina se volviera a Raueh, donde la esperaban con total inocencia su impecable familia y dos cátedras de idioma nacional.

– Doctor Livingstone, I suppose -dijo Medrano.

– Te presento a Gabriel Medrano -dijo Lucio-. Siéntese, che, y tome algo.

Estrechó la mano un poco tímida de Nora y pidió un Martini seco. Nora lo encontró más viejo de lo que había esperado en ün amigo de Lucio. Debía tener por lo menos cuarenta años, pero le quedaba tan bien el traje de seda italiana, la camisa blanca. Lucio no aprendería nunca a vestirse así aunque tuviera plata.

– Qué le parece toda esta gente -decía Lucio-. Estuvimos tratando de adivinar quiénes son los que viajan. Creo que salió una lista en los diarios, pero no la tengo.

– La lista era por suerte muy imperfecta -dijo Medrano-. Aparte de mi persona, omitieron a otros dos o tres que querían evitar publicidad o catástrofes familiares.

– Además están los acompañantes.

– Ah, sí -dijo Medrano, y pensó en Bettina dormida-. Bueno, por lo pronto veo ahí a Carlos López con un señor de aire patricio. ¿No los conocen?

– No.

– López iba al club hasta hace tres años, yo lo conozco de entonces. Debió ser un poco antes de que entrara usted. Voy a averiguar si es de la partida.

López era de la partida, se saludaron muy contentos de encontrarse otra vez y en esas circunstancias. López presentó al doctor Restelli, quien dijo que Medrano le resultaba cara conocida. Medrano aprovechó que la mesa contigua se había vaciado para llamar a Nora y Lucio. Todo esto llevó su tiempo porque en el London no es fácil levantarse y cambiar de sitio sin provocar notoria iracundia en el personal de servicio. López llamó a Roberto y Roberto rezongó, pero ayudó a la mudanza y se embolsó un peso sin dar las gracias. Los jóvenes de aire compadre empezaban a hacerse oír, y reclamaban una segunda cerveza. No era fácil conversar a esa hora en que todo el mundo tenía sed y se metía en el London como con calzador, sacrificando la última bocanada de oxígeno por la dudosa compensación de un medio litro o un Indian Tonic. Ya no había demasiada diferencia entre el bar y la calle; por la Avenida bajaba y subía ahora una muchedumbre compacta con paquetes y diarios y portafolios, sobre todo portafolios de tantos colores y tamaños.

– En suma -dijo el doctor Restelli- si he comprendido bien todos los presentes tendremos el gusto de convivir este ameno crucero.

– Tendremos -dijo Medrano-. Pero temo, sin embargo, que parte de ese popular simposio ahí a la izquierda se incorpore a la convivencia.

– ¿Usté cree, che? -dijo López, bastante inquieto.

– Tienen unas pintas de reos que no me gustan nada -dijo Lucio-. En una cancha de fútbol uno confraterniza, pero en un barco…

– Quién sabe -dijo Nora, que se creyó llamada a dar el toque moderno-. Puede que sean muy simpáticos.

– Por lo pronto -dijo López- una doncella de aire modesto parece querer incorporarse al grupo. Sí, así es. Acompañada de una señora de negro vestida, que respira un aire virtuoso.

– Son madre e hija -dijo Nora, infalible para esas cosas-. Dios mío, qué ropa se han puesto.

– Esto acaba con la duda -dijo López-. Son de la partida y serán también de la llegada, si es que partimos y llegamos.

– La democracia… -dijo el doctor Restelli, pero su voz se perdió en un clamoreo procedente de la boca del subte. Los jóvenes de aire compadre parecieron reconocer los signos tribales, pues dos de ellos los contestaron en seguida, el uno con un alarido a una octava más alta y el otro metiéndose dos dedos en la boca y emitiendo un silbido horripilante.

– …de contactos desgraciadamente subalternos -concluyó el doctor Restelli.

– Exacto -dijo cortésmente Medrano-. Por lo demás uno se pregunta por qué se embarca.

– ¿Perdón?

– Sí, qué necesidad hay de embarcarse.

– Bueno -dijo López- supongo que siempre puede ser más divertido que quedarse en tierra. Personalmente me gusta haberme ganado un viaje por diez pesos. No se olvide que lo de la licencia automática con goce de sueldo ya es un premio considerable. No se puede perder una cosa así.

– Reconozco que no es de despreciar -diio Medrano-. Por mi parte el premio me ha servido para cerrar el consultorio y no ver incisivos cariados por un tiempo. Pero admitirán que toda esta historia… Dos o tres veces he tenido como la impresión de que esto va a terminar de una manera… Bueno, elijan ustedes el adjetivo, que es siempre la parte más elegible de la oración.

Nora miró a Lucio.

– A mí me parece que exagera -dijo Lucio-. Si uno fuera a rechazar los premios por miedo a una estafa…

– No creo que Medrano piense en una estafa -dijo López-. Más bien algo que está en el aire una especie de tomada de pelo pero en un plano poi asi decirlo sublime. Observen que acaba de ingresar una señora cuya vestimenta… En fin, de fija que también elja. Y allá doctor acaba de instalarse nuestro alumno Trejo rodeado de su amante familia Este café empieza a tomar un aire cada vez más transoceánico.

– Nunca entenderé cómo la señora de Rébora pudo venderles números a los alumnos, y en especial a ése -dijo el doctor Restelli.

– Hace cada vez más calor -dijo Nora-. Por favor pedíme un refresco.

– A bordo estaremos bien, vas a ver -dijo Lucio, agitando el brazo para atraer a Roberto que andaba ocupado con la creciente mesa de los jóvenes entusiastas, donde se hacían pedidos tan extravagantes como capuchinos, submarinos, sandwiches de chorizo y botellas de cerveza negra, artículos ignorados en el establecimiento o por lo menos insólitos a esa hora.

– Sí, supongo que hará más fresco -dijo Nora mirando con recelo a Medrano. Seguía inquieta por lo que había dicho, o era más bien una manera de fijar la inquietud en algo conversable y comunicable. Le dolía un poco el vientre, a lo mejor tendría que ir al baño. Qué desagradable tener que levantarse delante de todos esos señores. Pero tal vez pudiera aguantar. Sí, podría. Era más bien un dolor muscular. ¿Cómo sería el camarote? Con dos camas muy pequeñas, una arriba de otra. A ella le gustaría la de arriba, pero Lucio se pondría el piyama y también se treparía a la cama de arriba.

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