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Cuando volvió, las luces de la cabina estaban apagadas salvo las dos lamparillas en la cabecera de las camas. Nora leía El Hogar. Lucio apagó la luz de su cama y vino a sentarse junto a Nora que cerró la revista y se bajó las mangas del camisón hasta las muñecas, con un gesto que pretendía ser distraído.

– ¿Te gusta esto? -preguntó Lucio.

– Sí -dijo Nora-. Es tan distinto.

El le quitó suavemente la revista y tomándole la cara con las dos manos la besó en la nariz, en el pelo, en los labios. Nora cerraba los ojos, mantenía una sonrisa tensa y como ajena que devolvió a Lucio a la noche en el hotel de Belgrano, la agotadora persecución inútil. La besó ahincadamente en la boca, haciéndole daño, sin soltarle la cabeza que ella echaba hacia atrás. Enderezándose arrancó la sábana, sus manos corrían ahora por el nylon rosa del camisón, buscaban la piel. «No, no», oía su voz sofocada, sus piernas ya estaban desnudas hasta los muslos, «no, no, así no», suplicaba la voz. Echándose sobre ella la apretó entre los brazos y la beso profundamente en la boca entreabierta. Nora miraba hacia arriba, en dirección de la lamparilla sobre la cama, peíó él no la apagaría, la otra vez había sido lo mismo, y después en la oscuridad ella se había defendido mejor, y el llanto, ese insoportable plañido como si la estuviera lastimando. Bruscamente se echó a un lado y tiró del camisón, acercó la cara a los muslos apretados, al vientre que las manos de Nora querían hurtar a sus labios. «Por favor -murmuró Lucio-. Por favor, por favor.» Pero a la vez le arrancaba el camisón, obligándola a enderezarse, a dejar que el frío nylon rosa remontara hasta la garganta y bruscamente se perdiera en la sombra fuera de la cama. Nora se había apelotonado levantando las rodillas y volviéndose hasta quedar casi de lado. Lucio se incorporó de un salto, desnudo volvió a tenderse contra ella y le pasó las manos por la cintura, abrazándola desde atrás y mordiéndola en el cuello con un beso que sus manos sostenían y prolongaban en los senos y los muslos, tocando profundamente como si sólo ahora empezara a desnudarla de verdad. Nora alargó la mano y pudo apagar la luz. «Espera, espera por favor un momento, por favor. No, no, así no, espera todavía un poco.» Pero él no iba a esperar, lo sentía contra su espalda y a la presión de las manos y los brazos que la ceñían y la acariciaban se agregaba la otra presencia, el contacto quemante y duro de eso que aquella noche en el hotel de Belgrano ella había rehuido mirar, conocer, eso que Juanita Eisen le había descrito (pero no podía decirse que fuera una descripción) hasta aterrarla, eso que podía lastimarla y arrancarle gritos, indefensa en los brazos del varón, crucificada en él por la boca, las manos, las rodillas y eso que era sangre y desgarramiento, eso siempre presente y terrible en los diálogos de confesonario, en la vida de las santas y los santos, eso terrible como un marlo de maíz, pobre Temple Drake (sí, Juanita Eisen había dicho), el horror de un marlo de maíz entrando brutalmente ahí donde apenas los dedos podían andar sin hacer daño. Ahora ese calor en la espalda, esa presión ansiosa mientras Lucio jadeaba contra su oído y se apretaba más y más, forzándola con las manos a entreabrir las piernas, y de pronto algo como un breve fuego líquido entre los muslos, un gemido convulso y un apagado alivio provisorio porque tampoco esta vez él había podido, lo sentía vencido aplastándose contra su espalda, quemándole la nuca con un jadeo en el que se deslizaban palabras sueltas, una mezcla de reproche y ternura, una sucia tristeza de palabras.

Lucio encendió la luz. Había pasado un largo silencio.

– Date vuelta -dijo-. Por favor date vuelta.

– Sí -dijo Nora-. Tapémonos, querés.

Lucio se incorporó, buscó la sábana y la tendió sobre ellos. Nora se volvió con un solo movimiento y se apretó contra él.

– Decime por qué -quiso saber Lucio-. Por qué de nuevo…

– Tuve miedo -dijo Nora, cerrando los ojos.

– ¿De qué? ¿Cómo crees que te puedo hacer mal? ¿Tan bruto me crees?

– No, no es eso.

Lucio corría poco a poco la sábana mientras acariciaba el rostro de Nora. Esperó a que abriera los ojos para decirle: «Mírame, mírame ahora.» Ella fijaba los ojos en su pecho, en sus hombros, pero Lucio sabía que también veía más abajo, de pronto se incorporó y la besó, apretándose contra sus labios para no dejarla evadirse. Sentía crisparse su boca, rehuir débilmente el beso, entonces la dejó apenas un instante y volvió a besarla, le tocó las encías con la lengua, la sintió ceder poco a poco, entró a lo hondo de la boca, despacio la llamó hacia él. Su mano buscaba suavemente el acceso profundo, la certidumbre. La oyó gemir, pero después no oyó más o solamente oyó su propio grito, las quejas se iban apagando bajo ese grito, las manos cesaban de luchar y rechazarlo, todo se replegó en sí mismo y descendió lentamente al silencio y al sueño, uno de los dos alcanzó a apagar la luz, las bocas volvieron a encontrarse, Lucio sintió un sabor salado en las mejillas de Nora, siguió buscando sus lágrimas con los labios, bebiéndolas mientras le acariciaba el pelo y la oía respirar cada vez más despacio, con un sollozo apagado cada tanto, ya al borde del sueño. Buscando una posición más cómoda se apartó un poco, miró la oscuridad donde el ojo de buey se recortaba apenas. Bueno, esta vez… No pensaba, era una tranquilidad total que apenas necesitaba pensamiento. Sí, esta vez pagaba por las otras. Sintió en los labios resecos el gusto de las lágrimas de Nora. Contante y sonante, pago en el mostrador Las palabras nacían una tras otra, rechazando la ternura de las manos, el gusto salado en los labios. «Llora, monona», una palabra, otra, precisas: la vuelta a la razón. «Llora nomás, monona, ya era hora que aprendieras. A mí no me ibas a tener esperando toda la noche.» Nora se agitó, movió un brazo. Lucio le acarició el pelo y la besó en la nariz. Más atrás las palabras corrían libres, con la revancha al frente, con el llora nomás casi desdeñoso, ajeno ya a la mano que seguía, sola y por su cuenta, acariciando como al descuido el pelo de Nora.

XVII

Claudia sabía de sobra que Jorge no se dormiría sin alguna noticia o algún hallazgo fuera de lo común. Su mejor sedante era enterarse de que había un ciempiés en la banadera o que Robinson Crusoe realmente había existido. A falta de otra invención, le ofreció un prospecto medicinal que acababa de aparecer en una de las valijas.

– Está escrito en una lengua misteriosa -dijo- ¿No serán noticias del astro?

Jorge se instaló en su cama y se puso a leer aplicadamente el prospecto, que lo dejó deslumbrado.

– Oí esta parte, mamá -dijo-. Berolase «Roche» es el éster pirofosfórico de la aneurina, cofermento que interviene en la fosforilación de los glúcidos y asegura en el organismo la descarboxilación del ácido pirúvico, metabolito común a la degradación de los glúcidos, lípidos y prótidos.

– Increíble -dijo Claudia-. ¿Te alcanza con una almohada o querés dos?

– Me alcanza. Mamá, ¿qué será el metabolito? Tenemos que preguntarle a Persio. Seguro que esto tiene que venir del astro. Me parece que los lípidos y los prótidos deben ser los enemigos de los hormigombres.

– Muy probable -dijo Claudia, apagando la luz.

– Chau, mamá. Mamá, qué lindo barco.

– Claro que es lindo. Dormí bien.

La cabina era la última de la serie que daba al pasillo de babor. Aparte de que le gustaba el número trece, a Claudia le agradó descubrir frente a la puerta la escalera que llevaba al bar y al comedor. En el bar se encontró con Medrano, que reincidía en el coñac después de una última y vana tentativa de ordenar la ropa de sus valijas. El barman saludó a Claudia en un español un poco almidonado, y le ofreció la lista decorada con la insignia de la Magenta Star.

– Los sandwiches son buenos -dijo Medrano-. A falta de cena…

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