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– Me estoy haciendo ilusiones -dijo López en voz alta-. De todos modos serán macanudos compañeros de viaje. Y quién sabe, quién sabe.

El cigarrillo voló como un cocuyo y se perdió en el río.

D

Furtivo, un poco temeroso pero excitado e incontenible, exactamente a medianoche y en la oscuridad de la proa se instala Persio pronto a velar. El hermoso cielo austral lo atrae por momentos, alza la calva cabeza y mira los racimos resplandecientes, pero también quiere Persio establecer y ahincar un contacto con la nave que lo lleva, y para eso ha esperado el sueño que iguala a los hombres, se ha impuesto la vigilia celosa que ha de comunicarlo con la sustancia fluida de la noche. De pie junto a un presumible rollo de cables (en principio no hay serpientes en los barcos), sintiendo en la frente el aire húmedo del estuario, compulsa en voz baja los elementos de juicio reunidos a partir del London, establece minuciosas nomenclaturas donde lo heterogéneo de incluir tres bandoneones y un refrescado de Cinzano junto con la forma del mamparo de proa y el vaivén aceitado del radar, se resuelve para él en una paulatina geometría, un lento aproximarse a las razones de esa situación que comparte con el resto del pasaje. Nada tiende en Persio a la formulación taxativa, y sin embargo una ansiedad continua lo posee frente a los vulgares problemas de su circunstancia. Está seguro de que un orden apenas aprehensible por la analogía rige el caos de bolsillo donde un cantor despide a su hermano y una silla de ruedas remata en un manubrio cromado; como la oscura certidumbre de que existe un punto central donde cada elemento discordante puede llegar a ser visto como un rayo de la rueda. La ingenuidad de Persio no es tan grande para ignorar que la descomposición de lo fenoménico debería preceder a toda tentativa arquitectónica, pero a la vez ama el calidoscopio incalculable de la vida, saborea con delectación la presencia en sus pies de unas flamantes zapatillas marca Pirelli, escucha enternecido el crujir de una cuaderna y el blando chapoteo del río en la quilla. Incapaz de renunciar desde donde las cosas pasan a ser casos y el repertorio sensorial cede a una vertiginosa equiparación de vibraciones y tensiones de la energía, opta por una humilde labor astrológica, un tradicional acercamiento por vía de la imagen hermética, los tarots y el favorecimiento del azar esclarecedor. Confía Persio en algo como un genio desembotellado que lo oriente en el ovillo de los hechos, y semejante a la proa del Malcolm que corta en dos el río y la noche y el tiempo, avanza tranquilo en su meditación que desecha lo trivial -el inspector, por ejemplo, o las extrañas prohibiciones que rigen a bordo- para concentrarse en los elementos tendientes a una mayor coherencia. Hace un rato que sus ojos exploran el puente de mando, se ¿etienen en la ancha ventanilla vacía que deja pasar una luz violeta. Quienquiera sea que dirige el barco ha de estar en el fondo de la cabina translúcida, lejos de los cristales que fosforecen en la leve bruma del río. Persio siente como un espanto que sube peldaño a peldaño, visiones de barcas fatales sin timonel corren por su memoria, lecturas recientes lo proveen de visiones donde la siniestra región del noroeste (y Tuculca con un caduceo verde en la mano, amenazante) se mezclan con Arthur Gordon Pym y la barca de Erik en el lago subterráneo de la Opera, vaya mescolanza. Pero a la vez teme Persio, no sabe por qué, el momento previsible en que se recortará en la ventanilla la silueta del piloto. Hasta ahora las cosas han acontecido en una especie de amable delirio, cifrable e inteligible a poco de machihembrar los elementos sueltos; pero algo le dice (y ese algo podría ser precisamente la explicación inconsciente de todo lo ocurrido) que en el curso de la noche va a instaurarse un orden, una causalidad inquietante desencadenada y encadenada a la vez por la piedra angular que de un momento a otro se asentará en el coronamiento del arco. Y así Persio tiembla y retrocede cuando exactamente en ese momento una silueta se recorta en el puente de mando, un torso negro se inscribe inmóvil, de pie e inmóvil contra el cristal. Arriba los astros giran levemente, ha bastado la llegada del capitán para que el barco varíe su derrota, ahora el palo mayor deja de acariciar a Sirio, oscila hacia la Osa Menor, la pincha y la hostiga hasta alejarla. "Tenemos capitán -piensa Persio estremecido-, tenemos capitán." Y es como si en el desorden del pensamiento rápido y fluctuante de su sangre, coagulara lentamente la ley, madre del futuro, la ley comienzo de una ruta inexorable.

PRIMER DIA

… le ciel et la mer s’ajustent ensemble pour former une espèce de guitare…

AUDIBERTI, Quoat-Quoat

XIX

Las actividades nocturnas de Atilio Presutti culminaron en una mudanza: tuvo que sacar una cama de su cabina, con la hosca cooperación de un camarero casi mudo, y trasladarla a la cabina de al lado que compartirían su madre, la madre de la Nelly y la Nelly misma. La instalación se vio complicada por la forma y el tamaño de la cabina, y doña Rosita habló varias veces de dejar las cosas como antes e irse a dormir con su hijo, pero el Pelusa se agarró la cabeza y dijo que a la final tres mujeres juntas era otra cosa que una madre con su hijo, y que en el camarote no había biombos ni otras separaciones. Por fin lograron meter la cama entre la puerta del baño y la de entrada, y el Pelusa reapareció con un cajoncito de duraznos que le había regalado el Rusito. Aunque todos tenían hambre no se animaron a tocar el timbre y preguntar si se cenaría; comieron duraznos, y la madre de la Nelly extrajo un botellón de guindado y un chocolate Dolca. En paz, el Pelusa volvió a su cabina y se tiró a dormir como un tronco.

Cuando despertó eran las siete y un sol neblinoso se colaba en la cabina. Sentado en la cama y rascándose por encima de la camiseta, admiró con luz natural el lujo y el tamaño de su camarote. «Qué suerte que la vieja es una señora, así tiene que dormir con las otras», pensó satisfecho al calcular la independencia y la importancia que le daba el camarote privado. Camarote número cuatro, del señor Atilio Presutti. ¿Subimos arriba a ver lo que pasa? El barco parecería que está parado, a lo mejor ya llegamos a Montevideo. Uy Dió qué cuarto de baño, qué inodoro, mama mía. ¡Con papel color rosa, esto es grande! Esta tarde o mañana tengo que estrenar la ducha, debe ser fenómena. Pero mira este lavatorio, parece la pileta de Sportivo Barracas, aquí te podes lavar el pescuezo sin chorrear nada, qué agua más tibia que sale…

El Pelusa se enjabonó enérgicamente la cara y las orejas, cuidando de. no mojarse la camiseta. Después se puso el piyama nuevo a rayas, las zapatillas de basket y se retocó la peinada antes de salir; en el apuro se olvidó de lavarse los dientes y eso que doña Rosita le había comprado un cepillo nuevo.

Pasó ante las puertas de los camarotes de estribor. Los punios estarían roncando todavía, seguro que era el primero en salir a la cubierta de proa. Pero allí se encontró cc.i el chiquilín que viajaba con la madre y que lo miró amistosamente.

– Buen día -dijo Jorge-. Les gané a todos, vio.

– Qué tal, pibe -condescendió el Pelusa. Se acercó a la borda y se sujetó con las dos manos.

– Sandio -dijo-. ¡Pero estamos anclados delante de Quilmes!

– ¿Eso es Quilmes, con esos tanques y esos fierros? -preguntó Jorge-. ¿Ahí fabrican la cerveza?

– ¡Pero vos te das cuenta! -repetía el Pelusa-. Y yo que ya creía que estábamos en Montevideo y que a ló mejor se podía bajar y todo, yo que no conozco…

– ¿Quilmes debe estar bastante cerca de Buenos Aires, no?

– ¡Pero claro, te tomas el bondi y llegas en dos patadas! Capaz que la barra del Japonés me está manyando desde la orilla, son todos de por ahí… ¿Pero qué clase de viaje es éste, decime un poco?

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