Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– No, no creo que mi frente de ataque sea más claro que un número de cincuenta y ocho cifras, o uno de esos portulanos que llevaban las naves a catástrofes acuáticas. Se complica por un irresistible calidoscopio de vocabulario, palabras como mástiles, con mayúsculas…

SEGUNDO DIA

XXXII

Menos mal que había tenido la precaución de traer cuatro o cinco revistas, porque los libros de la biblioteca estaban escritos en idiomas raros, y los dos o tres que encontró en español trataban de guerras y cuestiones de los judíos y otras cosas demasiado filosóficas. Mientras esperaba que doña Pepa acabara de peinarse, la Nelly se entregó fruiciosamente a la contemplación de fotos de diversos cocktails ofrecidos en las grandes residencias porteñas. Le encantaba la elegancia del estilo de Jacobita Echániz cuando hablaba a sus lectoras con tanta familiaridad, realmente como si fuera una de ellas, sin darse corte de alternar en la mejor sociedad y al mismo tiempo mostrando (¿pero por qué su madre se empeñaba en hacerse ese rodete de lavandera, Dios mío?) que pertenecía a un mundo diferente donde todo era rosado, perfumado y enguantado. No hago más que ir a desfiles de modelos -confiaba Jacobita a sus fieles lectoras-. Lucía Schleiffer que es monísima y además inteligente, pronuncia una conferencia sobre la evolución de la moda femenina (con motivo de la exposición de textiles en Gath y Chaves) y la gente de la calle, en tanto, se queda boquiabierta viendo las polleras de plisado lavable, hasta ayer parte de la magia norteamericana… En el Alvear la embajada francesa invita a un público selecto para ilustrarlo sobre la moda de París (como decía un modisto: Christian Dior va y todos nosotros tratamos de seguirlo). Hay perfumes franceses de regalo para las invitadas y todas salen locas de contento abrazando su paquetito…

– Bueno, ya estoy -dijo doña Pepa-. ¿Usted también, doña Rosita? Parece que hace una linda mañana.

– Sí, pero el barco se está empezando a mover de nuevo -dijo doña Rosita nada satisfecha-. ¿Vamos, m'hijita?

La Nelly cerró la revista no sin antes enterarse de que Jacobita acababa de visitar la exposición de horticultura en el Parque Centenario, que allí se había encontrado con Julia Bullrich de Saint, rodeada de cestas y de amistades, a Stella Morro de Cárcano y a la infatigable señora de Udaondo. Se preguntó por qué la señora de Udaondo sería infatigable. ¿Y todo eso había sido en el Parque Centenario, a la vuelta de donde vivía la Coca Chimento, su compañera de trabajo en la tienda? Muy bien podían haber ido las dos un sábado a la tarde, pedirle a Atilio que las llevara para ver un poco cómo era la exposición de horticultura. Pero de veras, el barco se estaba moviendo bastante, seguro que su mamá y que doña Rosita se descomponían apenas acabaran de tomar la leche, y ella misma… Era una vergüenza tener que levantarse temprano, en un viaje de placer el desayuno no debía servirse antes de las nueve y media, como la gente fina. Cuando apareció Atilio, fresco y animado, le preguntó si no era posible quedarse en la cama hasta las nueve y media y tocar el timbre para que sirvieran el desayuno en el camarote.

– Pero claro -dijo el Pelusa, que no estaba demasiado seguro-. Aquí vos haces lo que queros. Yo me levanto temprano porque me gusta ver el mar cuando sale el sol. Ahora tengo un ragú bárbaro. ¿Qué me decís del tiempo? ¡Hay cada bloque de agua…! Lo que no se ve todavía es la tunina, pero seguro que esta tarde las vemos. Buenos días, señora, qué tal. ¿Cómo anda el pibe, señora?

– Todavía duerme -dijo la señora de Trejo, nada segura de que la palabra pibe le quedara bien a Felipe-. El pobre pasó una noche muy inquieta según acaba de decirme mi esposo.

– Se quemó demasiado -dijo el Pelusa con aire entendido-. Yo le previne dos o tres veces, mira pibe que tengo experiencia, yo sé lo que te digo, no te hagas el loco el primer día… Pero qué le va a hacer. Y bueno, así aprenderá. Mire, cuando yo estaba adentro…

Doña Rosita cortó la inminente evocación de la vida de cuartel, proclamando la necesidad de subir al bar porque en el pasillo se sentía más el balanceo. Bastó esto para que la señora de Trejo empezara a notar que tenía un estómago. Ella no tomaría nada más que una taza de café negro, el doctor Viñas le había dicho que era lo mejor en caso de mar picado. Doña Pepa creía en cambio que una buena dosis de pan con manteca asienta el café con leche, pero eso sí, sin dulce, porque el dulce contiene azúcar y eso espesa la sangre, que es lo peor para el mareo. El señor Trejo, incorporado al grupo, creyó encontrar algún fundamento científico en la teoría, pero don Galo, que emergía de la escalerilla como un ludión vivamente proyectado por las férreas manos del chófer, manifestó sensible tendencia a despacharse un plato de panceta con huevos fritos. Otros pasajeros llegaban al bar, López se detuvo a leer un cartel donde se confirmaba el funcionamiento de la peluquería para damas y caballeros, y se especificaban los horarios. La Beba hizo una de sus entradas al ralenti, con detención en el último peldaño y lánguido oteo del ambiente, luego se vio entrar a Persio vestido con camisa azul y pantalones crema demasiado grandes para él, y el bar se llenó de charlas y de buenos olores. Ya en su segundo cigarrillo, Medrano se asomó un momento para ver si estaba ahí Claudia. Inquieto, volvió a bajar y llamó en la cabina.

– Soy el colmo de la indiscreción, pero se me ocurrió que quizá Jorge no seguía bien y que les hacía falta algo.

Envuelta en una bata roja, Claudia parecía más joven. Le tendió la mano sin que ninguno de los dos comprendiera demasiado bien la necesidad de ese saludo formal.

– Gracias por venir. Jorge está mucho mejor y durmió muy bien toda la noche. Esta mañana preguntó si usted lo había acompañado mucho rato… Pero mejor que él mismo dirija los interrogatorios.

– Por fin llegás -dijo Jorge, que lo tuteaba con toda naturalidad-. Anoche prometiste contarme uña aventura de Davy Crockett, no te olvides.

Medrano prometió que más tarde le contaría alucinantes aventuras de los héroes de las praderas.

– Pero ahora me voy a desayunar, che. Tu mamá tiene qua vestirse y vos también. Nos encontramos en cubierta, hace una mañana estupenda.

– Ya está -dijo Jorge-. Che, cómo charlaban anoche.

– ¿Nos oíste?

– Claro, pero también soñé con cosas del astro. ¿Vos sabías que Persio y yo tenemos un astro?

– Un poco copiado de Saint-Exupéry -le confió Claudia-. Encantador, por lo demás, y lleno de descubrimientos sensacionales.

Mientras se volvía al bar, Medrano pensó que el intervalo de la noche había cambiado misteriosamente el rostro de Claudia. Se había despedido de él con una expresión en la que había cansancio y desazón, como si todo lo que él le había confiado le hubiera hecho daño. Y las palabras con que había comentado su confidencia -pocas, quizá desganadas, casi todas duras y afiladas- habían sido la contraparte de su cara amarga, rendida por una fatiga repentina que no era solamente física. Lo había maltratado sin dureza pero sin lástima, pagándole sinceridad con sinceridad. Ahora volvía a encontrar a la Claudia diurna, a la madre del leoncito. «No es de las que arrastran la melancolía -pensó agradecido-. Y yo tampoco, aunque el bueno de López, en cambio…» Porque López dijo que estaba muy bien, pero que en realidad no había dormido mucho.

– ¿Usted se va a hacer cortar el pelo? -preguntó-. En ese caso vamos juntos y podemos charlar mientras esperamos. Yo creo que las peluquerías, che, son una institución que hay que cultivar.

– Lástima que no haya salón de lustrar -dijo Medrano, divertido.

– Lástima, sí. Mírelo a Restelli, qué cafisho se ha venido.

Bajo el cuello abierto de su camisa de sport, el pañuelo rojo con pintas blancas le quedaba muy bien al doctor Restelli. La rápida y decidida amistad entre él y don Galo se cimentaba con frecuentes consultas a una lista que perfeccionaban con ayuda de un lápiz prestado por el barman.

54
{"b":"125397","o":1}