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– A buena hora -murmuró Raúl, mirando la cara vacía de Medrano. Había visto los tres agujeros en la espalda, una de las balas había salido cerca del cuello y por ahí se derramaba casi toda la sangre. En los labios de Medrano había un poco de espuma.

– Vamos, levántalo otra vez y subámoslo allá. Hay que llevarlo a su cabina.

– ¿Entonces está muerto de verdad? -dijo el Pelusa.

– Sí, viejo, está muerto. Espera que te ayudo.

– Está bien, si no pesa nada. Va a ver que allá se despierta, quién le dice que a lo mejor no es tan grave.

– Vamos -repitió Raúl.

Ahora Atilio andaba más despacio por el pasadizo, procurando evitar que el cuerpo golpeara en los tabiques. Raúl lo ayudó a subir. No había nadie en el pasillo de babor, y Medrano había dejado su cabina abierta. Lo tendieron en la cama y el Pelusa se tiró en un sillón, jadeando. Poco a poco pasó del jadeo al llanto, lloraba estertorosamente, tapándose la cara con las dos manos, y de cuando en cuando sacaba un pañuelo y se sonaba con una especie de berrido. Raúl miraba el rostro inexpresivo de Medrano, esperando, contagiado por la ilusión ya desvanecida de Atilio. La hemorragia se había detenido. Fue hasta el baño, trajo una toalla mojada y limpió los labios de Medrano, le subió el cuello del rompevientos para tapar la herida. Recordó que en esos casos no hay que perder tiempo en cruzar las manos sobre el pecho; pero sin saber por qué se limitó a estirarle los brazos hasta que las manos descansaron sobre los muslos.

– Hijos de puta, cabrones -decía el Pelusa, sonándose-. Pero usté se da cuenta, señor. ¿Qué les había hecho él, dígame un poco? Si era por el pibe que fuimos, a la final lo único que queríamos era mandar el telegrama. Y ahora…

– El telegrama ya está en destino, por lo menos eso no se lo pueden quitar. Vos tenes la llave del bar, me parece. Anda a soltar a todos aquellos y avísales lo que pasó. No te descuides con los del barco, yo me voy a quedar haciendo guardia en el pasillo.

El Pelusa agachó la cabeza, se sonó una vez más y salió. Parecía increíble que casi no se hubiera manchado con la sangre de Medrano. Raúl encendió un cigarrillo y se sentó a los pies de la cama. Miraba el tabique que separaba la cabina de la de al lado. Levantándose, se acercó y empezó a golpear suavemente, después con más fuerza. Se sentó otra vez. De golpe se le ocurrió pensar que habían estado en la popa, la famosa popa. ¿Pero qué había al fin y al cabo en la popa? «Y a mí qué más me da», pensó, encogiéndose de hombros. Oyó abrirse la puerta de la cabina de López.

XLII

Como era de suponer el Pelusa se encontró con las señoras en el pasillo de estribor, todas ellas en diversos grados de histeria. Durante media hora habían hecho lo imaginable por abrir la puerta del bar y poner en libertad a los clamorosos prisioneros, que seguían descargando puntapiés y trompadas. Arrimados a la escalerilla de cubierta, Felipe y el chófer de don Galo seguían la escena con poco interés.

Cuando vieron aparecer a Atilio, doña Pepa y doña Rosita se precipitaron desmelenadas, pero él las rechazó sin despegar los labios y empezó a abrirse paso. La señora de Trejo, monumento de virtud ultrajada, se cruzó de brazos frente a él y lo fulminó con una mirada hasta entonces sólo reservada a su marido.

– ¡Monstruos, asesinos! ¡Qué han hecho, amotinados! ¡Tire ese revólver, le digo!

– Ma déjeme pasar, doña -dijo el Pelusa-. Por un lado chillan que hay que soltar a la merza y por otro se me pone en el camino. ¿En qué estamos, dígame un poco?

Desprendiéndose de las crispadas manos de su madre, la Nelly se arrojó sobre el Pelusa.

– ¡Te van a matar, te van a matar! ¿Por qué hicieron eso? ¡Ahora los oficiales van a venir y nos van a meter presos a todos!

– No digas macanas -dijo el Pelusa-. Eso no es nada, si supieras lo que pasó… Mejor no te cuento

– ¡Tenes sangre en la camisa! -clamó la Nelly -. ¡Mamá, mamá!

– Pero me vas a dejar pasar -dijo el Pelusa-. Esta sangre es de cuando le pegaron al señor López, qué te venís a hacer la Mecha Ortiz, por favor.

Las apartó con el brazo libre, y subió la escalerilla. Desde abajo las señoras redoblaron los chillidos al ver que levantaba el revólver antes de meter la llave en la cerradura. De golpe se hizo un gran silencio, y la puerta se abrió de par en par.

– Despacito -dijo Atilio-. Vos, che, salí primero y no te hagas el loco porque te meto un plomo propio en la buseca.

El glúcido lo miró como si le costara comprender, y bajó rápidamente. Lo vieron que iba hacia una de las puertas Stone, pero toda la atención se concentraba en la sucesiva aparición del señor Trejo, del doctor Restelli y de don Galo, diversamente recibidos con alaridos, llantos y comentarios a voz en cuello. Lucio salió el último, mirando a Atilio con aire de desafío.

– Vos no te hagas el malo -le dijo el Pelusa-. Ahora no te puedo atender, pero después si querés dejo el fierrito y te rompo bien la cara a trompadas, te rompo.

– Qué vas a romper -dijo Lucio, bajando la escalera.

Nora lo miraba sin animarse a decirle nada. El la tomó del brazo y se la llevó casi a tirones a la cabina.

El Pelusa echó una mirada al interior del bar, donde quedaba el maître inmóvil detrás del mostrador, y bajó metiéndose el revólver en el bolsillo derecho del pantalón.

– Callesen un poco -dijo, parándose en el segundo peldaño-. No ven que hay un niño enfermo, después quieren que no le suba la fiebre.

– ¡Monstruo! -gritó la señora de Trejo, que se alejaba con Felipe y el señor Trejo-. ¡Esto no va a quedar así! ¡A la bodega con esposas y cadenas! ¡Como los criminales que son, secuestradores, mañosos!

– ¡Atilio, Atilio! -clamaba la Nelly, convulsa-. ¿Pero qué ha pasado, por qué encerraste a los señores?

El Pelusa iba a abrir la boca para contestar lo primero que le cruzaba por la cabeza, y que era una rotunda puteada. En cambio se quedó callado, apretando el revólver con el caño hacia el suelo. A lo nrejor era porque estaba parado en el segundo escalón, pero de golpe se sentía tan por encima de esos gritos, esas preguntas, el odio estallando en imprecaciones y reproches. «Mejor voy a ver cómo está el pibe -pensó-. Le tengo de decir a la mamá que a la final mandamo el telegrama.»

Pasó sin hablar entre un racimo de manos tendidas y bocas abiertas; de lejos casi se hubiera podido pensar que esas mujeres lo aclamaban, lo acompañaban en un triunfo.

Persio había acabado por quedarse dormido, recostado en la cama de Claudia. Cuando empezó a amanecer, Claudia le echó una manta sobre las piernas, mirando con gratitud la esmirriada figura de Persio, sus ropas nuevas pero ya arrugadas y un poco sucias. Se acercó a la cama de Jorge y atisbo su respiración. Jorge dormía tranquilamente después de la tercera dosis del medicamento. Le bastó tocarle la frente para tranquilizarse. Sintió de golpe un cansancio como de muchas noches sin sueño; pero todavía no quería tenderse junto a su hijo, sabía que alguien vendría antes de mucho con noticias o con la repetición de los mismos episodios, los absurdos laberintos donde sus amigos habían vagado durante cuarenta y ocho horas sin saber demasiado por qué.

La cara amoratada de López asomó por la puerta entreabierta. Claudia no se sorprendió de que López no hubiera golpeado, ni siquiera le llamó la atención oír que las mujeres gritaban y hablaban en el pasillo de estribor. Movió la mano, invitándolo a entrar.

– Jorge está mejor, ha dormido casi dos horas seguidas. Pero usted…

– Oh, no es nada -dijo López, tocándose la mandíbula-. Duele un poco al hablar, y por eso hablaré poco. Me alegro de que Jorge esté mejor. De todos modos, los muchachos se las arreglaron para mandar un radiograma a Buenos Aires.

– Qué absurdo -dijo Claudia.

– Sí, ahora parece absurdo.

Claudia bajó la cabeza.

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