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– Yo voy a ir con él -dijo Medrano-. Andando rápido puede que no nos vean. Será mejor que ustedes se queden aquí. Si oyen tiros, suban.

– Vayamos los tres -dijo Raúl-. ¿Por qué nos vamos a quedar aquí?

– Porque cuatro son muchos, che, nos van a calar de entrada. Protéjanme la espalda, al fin y al cabo no creo que estos tipos… -dejó sin terminar la frase, miró al glúcido.

– Ustedes se han vuelto locos -dijo el glúcido.

Desconcertado pero obediente, el Pelusa entreabrió la puerta y se cercioró de que no había nadie. Una luz cenicienta parecía mojar la cubierta. Medrano se metió el revólver en el bolsillo del pantalón, apuntando a las piernas del glúcido. Raúl iba a decirle algo más pero se calló. Los vieron salir, trepar la escalerilla. Atilio, nada satisfecho, se puso a mirar a Raúl con un aire de perro obediente que lo enterneció.

– Medrano tiene razón -dijo Raúl-. Esperemos aquí, a lo mejor vuelve en seguida sano y salvo.

– Podría haber ido yo, podría -dijo el Pelusa.

– Esperemos -dijo Raúl-. Una vez más, esperemos.

Todo eso tenía un aire de cosa ya sucedida, de novela de kiosko. El glúcido estaba sentado al lado del transmisor, con la cara empapada y los labios temblorosos. Apoyado en la puerta, Medrano tenía el revólver en una mano y el cigarrillo en la otra; de espaldas a él, inclinado sobre los aparatos, el radiotelegrafista movía los diales y empezaba a transmitir. Era un muchacho delgado y pecoso, que se había asustado y no atinaba a serenarse. «Mientras no me engañé», pensó Medrano. Pero esperaba que el lenguaje que había usado, y la sensación que debía tener el otro en la espalda cada vez que pensaba en el Smith y Weston, fueran suficientes. Aspiró con gusto el humo, atento a la escena pero a la vez tan lejos de todo, dejando apenas la cara para edificación del glúcido que lo miraba empavorecido. Por la ventanilla de la izquierda entraba poco a poco la luz, abriéndose paso en la mala iluminación artificial de la cabina. Lejos se oyó un silbato, una frase en un idioma que Medrano no entendía. Oyó el chisporroteo del transmisor y la voz del radiotelegrafista, una voz entrecortada por una especie de hipo. Pensó en la escalerilla que habían subido a toda velocidad, él con su revólver a cinco centímetros de las nalgas opulentas del glúcido, la visión instantánea de la gran curva de la popa vacía, la entrada en la cabina, el salto del radiotelegrafista sorprendido en su lectura. Era verdad, ahora que lo pensaba: la popa enteramente.vacía. Un horizonte ceniciento, el mar como de plomo, la curva de la borda, y todo eso había durado un segundo. El radiotelegrafista entraba en comunicación con Buenos Aires. Oyó, palabra por palabra, el mensaje. Ahora el glúcido imploraba con los ojos el permiso para sacar un pañuelo del bolsillo, ahora el radiotelegrafista repetía el mensaje. Pero hombre, la popa enteramente vacía, era un hecho; en fin, qué importaba. Las palabras del muchachito pecoso se mezclaban con lina sensación seca y cortante, una casi dolorosa plenitud en ese comprender instantáneo de que al fin y al cabo la popa estaba enteramente vacía pero que no importaba, que no tenía la más mínima importancia porque lo que importaba era otra cosa, algo inapresable que buscaba mostrarse y definirse en la sensación que lo exaltaba cada vez más. De espaldas a la puerta, cada bocanada de humo era como una tibia aquiescencia, un comienzo de reconciliación que se llevaba los restos de ese largo molestar de dos días. No se sentía feliz, todo estaba más allá o al margen de cualquier sentimiento ordinario. Como una música entre dientes, más bien, o simplemente como un cigarrillo bien encendido y bien fumado. El resto -pero qué podía importar el resto ahora que empezaba a hacer las paces consigo mismo, a sentir que ese resto no se ordenaría ya nunca más con la antigua ordenación egoísta. «A lo mejor la felicidad existe y es otra cosa», pensó Medrano. No sabía por qué, pero estar ahí, con la popa a la vista (y enteramente vacía) le daba una seguridad, algo como un punto de partida. Ahora que estaba lejos de Claudia la sentía junto a él, era como si empezara a merecerla junto a él. Todo lo anterior contaba tan poco, lo único por fin verdadero había sido esa hora de ausencia, ese balance en la sombra mientras esperaba con Raúl y Atilio, un saldo de cuenta del que salía por primera vez tranquilo, sin razones muy claras, sin méritos ni deméritos, simplemente reconciliándose consigo mismo, echando a rodar como un muñeco de barro al hombre viejo, aceptando la verdadera cara de Bettina aunque supiera que la Bettina sumida en Buenos Aires no tendría jamás esa cara, pobre muchacha, a menos que alguna vez también ella soñara con una pieza de hotel y viera avanzar a su antiguo amante olvidado, lo viera a su turno como él la había visto, como sólo puede verse lo frívolo en una hora que no está en los relojes. Y así iba todo, y dolía y lavaba.

Cuando advirtió la sombra en la ventanilla, la cara del glúcido que revolvía los ojos aterrado, levantó el arma con desgano esperando todavía que el juego de manos no acabara en juego de villanos. La bala pegó muy cerca de su cabeza, oyó chillar al radiotelegrafista y en dos saltos le pasó al lado y se parapetó en el otro extremo de la mesa de transmisión, gritándole al glúcido que no se moviera. Distinguió una cara y un brillo de níquel en la ventanilla; tiró, apuntando bajo y la cara desapareció mientras se oía gritar y hablar con dos o tres voces distintas. «Si me quedo aquí, Raúl y Atilio van a subir a buscarme y los van a liquidar», pensó. Pasando detrás del glúcido lo levantó con el caño del revólver y lo hizo andar hacia la puerta. Echado hacia adelante sobre los diales, el radiotelegrafista temblaba y murmuraba, buscando algo en un cajón bajo. Medrano gritó una orden y el glúcido abrió la puerta. «Al final no estaba tan vacía», alcanzó a pensar, divertido, empujando hacia afuera al corpachón tembloroso. Aunque le temblaba la mano, al radiotelegrafista le resultó fácil apuntar en mitad de la espalda y tirar tres veces seguidas, antes de soltar el revólver y ponerse a llorar como el chiquilín que era.

Al primer disparo, Raúl y el Pelusa se habían largado de la cabina. El Pelusa llegó antes a la escalerilla. Al nivel de los últimos escalones estiró el brazo y empezó a tirar. Los tres lípidos pegados a la pared de la cabina de la radio se largaron cuerpo a tierra, uno de ellos con una bala en la oreja. En la puerta de la cabina el glúcido gordo había alzado las manos y gritaba horriblemente en una lengua ininteligible. Raúl cubrió a todo el mundo con la pistola y obligó a levantarse a los lípidos, después de sacarles las armas. Era bastante asombroso que el Pelusa hubiera podido asustarlos con tanta facilidad; no habían intentado siquiera contestar. Gritándole que los mantuviera quietos contra la pared, se asomó a la cabina saltando sobre Medrano caído boca abajo. El radiotelegrafista hizo ademán de recobrar el revólver, pero Raúl lo alejó de un puntapié y empezó a cachetearle la cara de un lado y de otro, mientras le repetía cada vez la misma pregunta. Cuando oyó la respuesta afirmativa, lo golpeó una vez más, agarró el revólver y salió a la cubierta. El Pelusa entendía sin necesidad de palabras: agachándose, levantó a Medrano y echó a andar hacia la escalerilla. Raúl le cubría la retirada, temiendo una bala a cada paso. En el puente inferior no encontraron a nadie, pero se oía gritar en alguna otra parte. Bajaron las dos escalerillas y consiguieron llegar a la cámara de los mapas. Raúl arrimó la mesa contra la puerta; ya no se oía gritar, probablemente los lípidos no se animaban a atacarlos antes de contar con suficientes refuerzos.

Atilio había tendido a Medrano sobre unas lonas y miraba con ojos desorbitados a Raúl, que se arrodilló eh medio de las salpicaduras de sangre. Hizo lo natural en esos casos, pero sabía desde el comienzo que era inútil.

– A lo mejor todavía se puede salvar -decía Atilio, trastornado-. Dios mío, qué hemorragia de sangre. Habría que llamar al médico.

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