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TERCER DIA

XL

– Las tres y cinco -dijo López.

El barman se había ido a dormir a medianoche. Sentados detrás del mostrador, el maítre bostezaba de tiempo en tiempo pero seguía fiel a su palabra. Medrano, con la boca amarga de tabaco y mala noche, se levantó una vez más para asomarse a la cabina de Claudia.

A solas en el fondo del bar, López se preguntó si Raúl se habría ido a dormir. Raro que Raúl desertara en una noche así. Lo había visto un rato después de que llevaran a Jorge a su cabina; fumaba, apoyado en el tabique del pasillo de estribor, un poco pálido y con aire de cansado; pero había respondido en seguida al clima de excitación general provocado por la llegada del médico, mezclándose en la conversación hasta que Paula salió de la cabina de Claudia y los dos se fueron juntos después de cambiar unas palabras. Todas esas cosas se dibujaban perversamente en la memoria de López, que las reconstruía entre trago y trago de coñac o de café. Raúl apoyado en el tabique, fumando; Paula que salía de la cabina, con una expresión (¿pero cómo reconocer ya las expresiones de Paula, a Paula misma?); y los dos que se miraban como sorprendidos de encontrarse de nuevo -Paula sorprendida y Raúl casi fastidiado-, hasta echar a andar rumbo al pasadizo central. Entonces López había bajado a cubierta y se había quedado más de una hora solo en la proa, mirando hacia el puente de mando donde no se veía á nadie, fumando y perdiéndose en un vago y casi agradable delirio de cólera y humillación en el que Paula pasaba como una imagen de calesita, una y otra vez, y a cada paso él alargaba el brazo para golpearla, y lo dejaba caer y la desea ba, de pie y temblando la deseaba y sabía que no podría volver esa noche a su cabina, que era necesario velar, embrutecerse bebiendo o hablando, olvidarse de que una vez más ella se había negado a seguirlo y que estaba durmiendo al lado de Raúl o escuchando el relato de Raúl que le contaría lo que le había sucedido durante la velada, y entonces la calesita giraba otra vez y la imagen de Paula desnuda pasaba al alcance de sus manos, o Paula con la blusa roja, a cada vuelta distinta. Paula con su bikini o con un piyama que él no le conocía, Paula desnuda otra vez, tendida de espaldas contra las estrellas, Paula cantando Un jour tu verras, Paula diciendo amablemente que no, moviendo apenas la cabeza a un lado y a otro, no, no. Entonces López se había vuelto al bar a beber, y llevaba ya dos horas con Medrano, velando.

– Un coñac, por favor.

El maître bajó del estante la botella de Courvoisier.

– Sírvase uno usted -agregó López. Era gaucho el maître, era un poco menos de la popa que el resto de los glúcidos-. Y otro más, que ahí viene mí compañero.

Medrano hizo un gesto negativo desde la puerta.

– Hay que llamar otra vez al médico -dijo-. El chico está con casi cuarenta de fiebre.

El maître fue al teléfono y marcó el número.

– Tómese un trago de todos modos -dijo López-. Hace un poco de frío a esta hora.

– No, viejo, gracias.

El maître volvió hacia ellos una cara preocupada.

– Pregunta si ha tenido convulsiones o vómitos.

– No. Dígale que venga en seguida.

El maître habló, escuchó, habló otra vez. Colgó el tubo con aire contrariado.

– No va a poder venir hasta más tarde. Dice que doblen la dosis del remedio que está en el tubo, y que vuelvan a tomar la temperatura dentro de una hora.

Medrano corrió al teléfono. Sabía que el número era cinco-seis. Lo marcó mientras López, acodado en el mostrador, esperaba con los ojos clavados en el maître. Medrano volvió a marcar el número.

– Lo siento tanto, señor -dijo el maître-. Siempre es lo mismo, no les gusta que los molesten a estas horas. Da ocupado, ¿no?

Se miraron, sin contestarle. Salieron juntos y cada uno se metió en su cabina. Mientras cargaba el revólver y se llenaba los bolsillos de balas, López se descubrió en el espejo y se encontró ridículo. Pero cualquier cosa era mejor que pensar en dormir. Por las dudas sé puso una campera oscura y se guardó otro paquete de cigarrillos. Medrano lo esperaba afuera, con un rompevientos que le daba un aire deportivo. A su lado y parpadeando de sueño, revuelto el pelo, Atilib Presutti era la imagen misma del asombro.

– Le avisé al amigo, porque cuantos más seamos más chances hay de llegar a la cabina de radio -dijo Medrano-. Vaya a buscarlo a Raúl y que se traiga la Colt.

– Pensar que me dejé la escopeta en casa -se quejó el Pelusa-. Si sabía la traía.

– Quédese aquí esperando a los otros -dijo Medrano-. Yo vuelvo en seguida.

Entró en la cabina de Claudia. Jorge respiraba penosamente y tenía una sombra azul en torno a la boca. No había mucho que decir, prepararon el medicamento y consiguieron que lo tragara. Como si de pronto reconociera a su madre, Jorge se abrazó a ella llorando y tosiendo. Le dolía el pecho, le dolían las piernas, tenía algo raro en la boca.

– Todo eso se va a pasar en seguida, leoncito -dijo Medrano arrodillándose junto a la cama v acariciando la cabeza de Jorge, hasta conseguir que soltara a Claudia y volviera a estirarse, con un quejido y un rezongo.

– Me duele, che -le dijo a Medrano-. ¿Por qué no me das algo que me cure en seguida?

– Lo acabas de tomar, querido. Ahora va a ser así: dentro de un rato te dormís, soñás con el octopato o con lo que más te guste, y a eso de las nueve te despertás mucho mejor y yo vengo a contarte cuentos.

Jorge cerró los ojos, más tranquilo. Sólo entonces sintió Medrano que su mano derecha oprimía la de Claudia. Se quedó quieto mirando a Jorge, dejándolo sentir su presencia que lo calmaba, dejando que su mano apretara la de Claudia. Cuando Jorge respiró más aliviado, se incorporó poco a poco. Llevó a Claudia hasta la puerta de la cabina.

– Yo tengo que irme un rato. Volveré y los acompañaré todo lo que haga falta.

– Quédese ahora -dijo Claudia.

– No puedo. Es absurdo, pero López me espera. No se inquiete, volveré en seguida.

Claudia suspiró, y bruscamente se apoyó en él. Su cabeza era muy tibia contra su hombro.

– No hagan tonterías, Gabriel. No vayan a hacer tonterías.

– No, querida -dijo Medrano en voz muy baja-. Prometido.

La besó en el pelo, apenas. Su mano dibujó algo en la mejilla mojada de Claudia.

– Volveré en seguida -repitió, apartándola lentamente. Abrió la puerta y salió. El pasillo le pareció borroso, hasta distinguir la silueta de Atilio que montaba guardia. Sin saber por qué miró su reloj. Eran las tres y veinte del tercer día de viaje.

Detrás de Raúl venía Paula metida en una robe de chambre roja. Raúl y López caminaban como si quisieran librarse de ella, pero no era tan fácil.

– ¿Qué es lo que piensan hacer, al fin y al cabo -preguntó, mirando a Medrano.

– Traer al médico de una oreja y telegrafiar a Buenos Aires -dijo Medrano un poco fastidiado-. ¿Por qué no se va a dormir, Paulita?

– Dormir, dormir, estos dos no hacen otra cosa que darme el mismo consejo. No tengo sueño, quiera ayudar en lo que pueda.

– Acompañe a Claudia, entonces.

Pero Paula no quería acompañar a Claudia. Se volvió a Raúl y lo miró fijamente. López se había apartado, como si no quisiera mezclarse. Bastante le había costado ir hasta la cabina y golpear, oír el «adelante» de Raúl y encontrárselos en medio de una discusión de la que los cigarrillos y los vasos daban buena idea. Raúl había aceptado inmediatamente sumarse a la expedición, pero Paula parecía rabiosa porque López se lo llevaba, porque se iban los dos y la dejaban sola, aislada, del lado de las mujeres y los viejos. Había terminado por preguntar airadamente qué nueva idiotez estaban por hacer, pero López se había limitado a encogerse de hombros y esperar a que Raúl se pusiera un pullover y se guardara la pistola en el bolsillo. Todo esto lo hacía Raúl como si estuviera ausente, como si fuera una imagen en un espejo. Pero tenía otra Vez en la cara la expresión burlonamente decidida del que no vacila en arriesgarse a un juego que en el fondo le importa poco.

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