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Se abrió con violencia la puerta de una cabina, y el señor Trejo hizo su aparición envuelto en una gabardina gris bajo la cual el piyama azul resultaba incongruente.

– Ya estaba durmiendo, pero he oído rumor de voces y pensó que quizá el niño siguiera descompuesto -dijo el señor Trejo.

– Está bastante afiebrado, y vamos a ir a buscar al médico -dijo López.

– ¿A buscarlo? Pero me extraña que no venga por su cuenta.

– A mí también, pero habrá que ir a buscarlo.

– Supongo -dijo el señor Trejo, bajando la vista- que no se habrá observado ningún nuevo síntoma que…

– No, pero tampoco se trata de perder tiempo. ¿Vamos?

– Vamos -dijo el Pelusa, a quien la negativa del médico había terminado de entrarle en la cabeza con resultados cada vez más sombríos.

El señor Trejo iba a decir algo más, pero le pasaron al lado y siguieron. No mucho, porque ya se abría la puerta de la cabina número nueve aparecía don Galo envuelto en una especie de hopalanda, con el chófer al lado. Don Galo apreció con una mirada la situación y alzó conminatoriamente la mano. Aconsejaba a los queridos amigos que no perdieran la calma a esa hora de la madrugada. Enterado por las voces de lo que había ocurrido en el teléfono, insistía en que las prescripciones del galeno debían bastar por el momento, pues de lo contrario el facultativo hubiese venido en persona a ver al niño, sin contar con que…

– Estamos perdiendo el tiempo -dijo Medrano-. Vamos.

Se encaminó al pasadizo central, y Raúl se le puso a la par. A sus espaldas oían el diálogo vehemente del señor Trejo y don Galo.

– Usted estará pensando en bajar por la cabina del barman, ¿no?

– Sí, puede que tengamos más suerte esta vez.

– Conozco un camino mejor y más directo -dijo Raúl-. ¿Se acuerda, López? Iremos a ver a Orf y su amigo el del tatuaje.

– Claro -dijo López-. Es más directo, aunque no sé si por ahí se podrá salir a popa. Ensayemos, de todos modos.

Entraban en el pasadizo central cuando vieron al doctor Restelli y a Lucio que venían del pasillo de estribor, atraídos por las voces. Poco necesitó el doctor Restelli para darse cuenta de lo que ocurría. Alzando el índice con el gesto de las grandes ocasiones, los detuvo a un paso de la puerta que llevaba abajo. El señor Trejo y don Galo se le agregaron, gárrulos y excitados. Evidentemente la situación era desagradable si, como decía el joven Presutti, el médico se había negado a hacerse presente, pero convenía que Medrano, Costa y López comprendieran que no se podía exponer al pasaje a las lógicas consecuencias de una acción agresiva tal como la que presumiblemente intentaban perpetrar. Si desgraciadamente, como ciertos síntomas hacían presumir, un brote de tifus 224 acababa de declararse en el puente de los pasajeros, lo único sensato era requerir la intervención de los oficiales (para lo cual existían diversos recursos, tales como el maître y 3l teléfono) a fin de que el simpático enfermito fuese inmediatamente trasladado al dispensario de popa, donde se estaban asistiendo el capitán Smith y los restantes enfermos de a bordo. Pero semejante cosa no se lograría con amenazas tales como las que ya se habían proferido esa mañana, y…

– Vea, doctor, cállese la boca -dijo López-. Lo siento mucho, pero ya estoy harto de contemporizar.

– ¡Querido amigo!

– ¡Nada de violencias! -chillaba don Galo, apoyado por las exclamacines indignadas del señor Trejo. Lucio, muy pálido, se había quedado atrás y no decía nada.

Medrano abrió la puerta y empezó a bajar. Raúl y López lo siguieron.

– Dejesén de cacarear, gallinetas -dijo el Pelusa, mirando al partido de la paz con aire de supremo desprecio. Bajó dos peldaños, y les cerró la puerta en la cara-. Qué manga de paparulos, mama mía. El pibe grave y estos cosos dale con el armisticio. Me dan ganas de agarrarlos a patadas, me dan.

– Me sospecho que va a tener oportunidad -dijo López-. Bueno, Presutti, aquí hay que andarse atento. En cuanto encuentre por ahí alguna llave inglesa que le sirva de cachiporra, échele mano.

Miró hacia la cámara de la izquierda, a oscuras pero evidentemente vacía. Pegándose a los lados, abrieron de golpe la puerta de la derecha. López reconoció a Orf, sentado en un banco. Los dos finlandeses que se ocupaban de la proa se habían instalado junto al fonógrafo y se aprestaban a poner un disco; Raúl, que entraba pegado a López, pensó irónicamente que debía ser el disco de Ivor Novello. Uno de los finlandeses se enderezó sorprendido y avanzó con los brazos un poco abiertos, como si fuera a pedir una explicación. Orf no se había movido pero los miraba entre estupefacto y escandalizado.

En el silencio que parecía durar más de lo normal, vieron abrirse la puerta del fondo. López ya estaba a un paso del finlandés que seguía en la actitud del que se dispone a abrazar a alguien, pero quando vio al glúcido que se recortaba en el marco de la puerta y se quedaba mirándolos asombrado, dio otro paso a la vez que hacía un gesto para que el finlandés se apartara. El finlandés se corrió ligeramente a un lado y en el mismo momento lo trompeó en la mandíbula y el estómago. Cuando López caía como un trapo, lo golpeó otra vez en plena cara. La Colt de Raúl apareció un segundo antes que el revólver de Medrano, pero no hubo necesidad de tiros. Con un perfecto sentido de la oportunidad, el Pelusa se plantó en dos saltos al lado del glúcido y lo metió de un manotón en la cámara, cerrando la puerta con una seca patada. Orf y los dos finlandeses levantaban las manos como si quisieran colgarse del cielo raso.

El Pelusa se agachó junto a López, le levantó la cabeza y empezó a masajearle el cuello con una violencia inquietante. Después le soltó el cinturón y le hizo una especie de respiración artificial.

– Hijo de una gran siete, le pegó en la boca del estómago. ¡Te rompo la cara, cabrón de mierda! Espérate que te agarre solo, ya vas a ver cómo te parto la cabeza, aprovechador. ¡Qué manera de desmayarse, mama mía!

Medrano se agachó y sacó el revolver del bolsillo de López, que empezaba a moverse y a parpadear.

– Por el momento téngalo usted -le dijo a Atilio-. ¿Qué tal, viejo?

López gruñó algo ininteligible, y buscó vagamente un pañuelo.

– A todos éstos va a haber que llevarlos de nuestro lado -dijo Raúl, que se había sentado en un banco y gozaba del dudoso placer de mantener con las manos alzadas a cuatro hombres que empezaban a fatigarse. Cuando López se enderezo y le vio la nariz, la sangre que le chorreaba por el cuello, pensó que Paula iba a tener un buen trabajo. «Con lo que le gusta hacer de enfermera», se dijo divertido.

– Sí, la joroba es que no podemos seguir dejando a éstos sueltos a la espalda -dijo Mediano-. ¿Qué le parece si me los arrea hasta la proa, Atilio, y los encierra en alguna cabina?

– Déjemelos por mi cuenta, señor -dijo el Pelusa, esgrimiendo el revólver-. Vos anda saliendo,.atorrante. Y ustedes. Ojo que al primero que se hace el loco le zampo un plomo en el coco. Pero ustedes me esperan, ¿eh? No se vayan a ir solos.

Medrano miró inquieto a López, que se había levantado muy pálido y se tambaleaba. Le preguntó si no quería ir con Atilio y descansar un rato, pero López lo miró con rabia.

– No es nada -murmuró, pasándose la mano por la boca-. Yo me quedo, che. Ahora ya empiezo a respirar. Pucha que es feo.

Se puso blanco y cayó otra vez, resbalando contra el cuerpo del Pelusa que lo sostenía. No había nada que hacer, y Medrano se decidió. Sacaron al glúcido y a los lípidos al pasillo, dejando que el Pelusa llevara casi en brazos a López que maldecía, y recorrieron el pasillo lo más rápidamente posible. Probablemente al volver encontrarían refuerzos y quizá armas listas, pero no se veía otra salida.

La reaparicióa de López ensangrentado, seguido de un oficial y tres marineros del Malcolm con las manos en alto, no era un espectáculo para alentar a Lucio y al señor Trejo, que se habían quedado conversando cerca de la puerta. Al grito que se le escapó al señor Trejo respondieron los pasos del doctor Restelli y de Paula, seguidos de don Galo que se mesaba los cabellos en una forma que Raúl sólo había visto en el teatro. Cada vez más divertido, puso a los primeros prisioneros contra la pared e hizo señas al Pelusa para que se llevara a López a su cabina. Medrano rechazaba con un gesto la andanada de gritos, preguntas y admoniciones.

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