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XV

El pasillo era estrecho. López y Raúl lo recorrieron sin una idea precisa de la dirección, hasta llegar a una puerta Stone cerrada. Se quedaron mirando con alguna sorpresa las planchas de acero pintadas de gris y el mecanismo de cierre automático.

– Curioso -dijo Raúl-. Hubiera jurado que hace un rato pasamos por aquí con Paula.

– Vaya engranajes -dijo López-. Puerta para caso de incendio, o algo así. ¿Qué idioma se habla a bordo?

El marinero de guardia junto a la puerta los observaba con el aire del que no entiende o no quiere entender Le hicieron gestos indicadores de que querían seguir adelante. La respuesta fue una seña muy clara de que debían desandar camino. Obedecieron, pasaron otra vez frente a la cabina de Raúl, y el pasillo los llevó a una escalerilla exterior que bajaba a la cubierta de proa. Se oía hablar y reír en la sombra, y Buenos Aires estaba ya lejos, como incendiado. Paso a paso, porque en el puente se adivinaban bancos, rollos de cuerdas y cabrestantes, se acercaron a la borda.

– Curioso ver la ciudad desde el río -dijo Raúl-. Su unidad, su borde completo. Uno está siempre tan metido en ella, tan olvidado de su verdadera forma.

– Sí, es muy distinta, pero el calor nos sigue lo mismo -dijo López-. El olor a barro que sube hasta las recovas.

– El río siempre me ha dado un poco de miedo, supongo que su fondo barroso tiene la culpa, el agua sucia que parece disimular lo que hay más abajo. Las historias de ahogados, quizá, que tan espantosas me parecían de chico. Sin embargo no es desagradable bañarse en el río, o pescar.

– Es muy chico este barco -dijo López, que empezaba a reconocer las formas-. Raro que esa puerta de hierro estuviese cerrada. Parece que tampoco por aquí se puede pasar.

Vieron que el alto mamparo corría de un lado a otro del puente. Había dos puertas detrás de las escalerillas por las que se subía a los corredores de las cabinas, pero López, preocupado sin saber por qué, descubrió en seguida que estaban cerradas con llave. Arriba, en el puente de mando, las amplias ventanas dejaban escapar una luz violácea. Se veía apenas la silueta de un oficial inmóvil. Más arriba el arco del radar giraba perezoso.

A Raúl le dieron ganas de volverse a la cabina y charlar con Paula. López fumaba, con las manos en los bolsillos. Pasó un bulto seguido de una silueta corpulenta: Don Galo Porrino exploraba el puente. Oyeron toser, como si alguien buscara el pretexto para entrar en conversación, y Felipe Trejo acabó por reunírseles, muy ocupado en encender un cigarrillo.

– Hola -dijo-. ¿Ustedes tienen buenos camarotes?

– No están mal -dijo López-. ¿Y ustedes?

A Felipe le fastidió que de entrada lo asimilaran a su familia.

– Yo estoy con mi viejo -dijo-. Mamá y mi hermana tienen el camarote de al lado. Hay baño y todo. Miren, allá se ven luces, debe ser Berisso o Quilmes. A lo mejor es La Plata.

– ¿Le gusta viajar? -preguntó Raúl, golpeando su pipa-. ¿O es la primera gran aventura?

A Felipe volvió a fastidiarlo el recorte inevitable que hacían de su persona. Estuvo por no contestar o decir que ya había viajado mucho, pero López debía estar bien enterado de los antecedentes de su alumno. Contestó vagamente que a cualquiera le gustaba darse una vuelta en barco.

– Sí, siempre es mejor que el Nacional -dijo López amistosamente-. Hay quien sostiene que los viajes instruyen a los jóvenes. Ya veremos si es cierto.

Felipe rio, cada vez más incómodo. Estaba seguro de que a solas con Raúl o cualquier otro pasajero hubiera podido charlar a gusto. Pero estaba escrito, entre el viejo, la hermana y los dos profesores, sobre todo Gato Negro, le iban a hacer la vida imposible. Por un instante fantaseó sobre un desembarco clandestino, irse por ahí, cortarse solo. «Eso -pensó-. Cortarse solo es lo que importa.» Y sin embargo no lamentaba haberse acercado a los dos hombres. Buenos Aires ahí, con todas esas luces, le pesaba y lo exaltaba a la vez; hubiera querido cantar, treparse a un mástil, correr por la cubierta, que ya fuera la mañana siguiente, que ya fuera una escala, tipos raros, hembras, una pileta de natación. Tenía miedo y alegría, y empezaba el sueño de las nueve de la noche que todavía le costaba disimular en los cafés o las plazas.

Oyeron reír a Nora que bajaba la escalerilla con Lucio. La lumbre de los cigarrillos los siguió hasta ellos. También Nora y Lucio tenían una espléndida cabina, también Nora tenía sueño (que no fuera el mareo, por favor) y hubiera preferido que Lucio no hablara tanto de la cabina en común. Pensó que muy bien podían haberles dado dos cabinas, al fin y al cabo todavía eran novios. «Pero nos vamos a casar», se dijo apurada. Nadie sabía lo del hotel de Belgrano (salvo Juanita Eisen, su amiga del alma) y además esa noche… Probablemente iban a pasar por casados entre los de a bordo; pero las listas de nombres, las charlas… Qué divino estaba Buenos Aires iluminado, las luces del Kavanagh y del Comega. Le hacían acordar a la foto de un almanaque de la Pan American que había colgado en su dormitorio, solamente que era de Rio y no de Buenos Aires.

Raúl entreveía la cara de Felipe cada vez que alguien aspiraba el humo del cigarrillo. Habían quedado un poco de lado y Felipe prefería hablar con un desconocido, sobre todo alguien tan joven como Raúl que no debía tener ni veinticinco años. Le gustaba de golpe la pipa de Raúl, su saco de sport, su aire un poco pituco. «Pero seguro que no es nada cajetilla -pensó-. Tiene vento, eso es seguro. Cuando yo tenga billetes como él…»

– Ya huele a río abierto -dijo Raúl-. Un olor bastante horrible pero lleno de promesas. Ahora, poco a poco, vamos a ir sintiendo lo que es pasar de la vida de la ciudad a la de alta mar. Como una desinfección general.

– ¿Ah, sí? -dijo Felipe que no entendía lo de desinfección.

– Hasta que lentamente descubramos las nuevas formas del hastío. Pero para usted será diferente, es su primer viaje y todo le va a parecer tan… Bueno, usted mismo irá poniendo los adjetivos.

– Ah, sí -dijo Felipe-. Claro, va a ser estupendo. Todo el día de vago.

– Eso depende -dijo Raúl-. ¿Le gusta leer?

– Seguro -dijo Felipe, que incursionaba una que otra vez en la colección Rastros-. ¿Usted cree que hay pileta?

– No sé. En un carguero es difícil. Improvisarán una especie de batea con una jaula de madera y lonas, como en la tercera de los buques grandes.

– No diga -dijo Felipe-. ¿Con lonas? Cené fenómeno.

Raúl volvió a encender la pipa. «Una vez más -pensó-. Una vez más la tortura florida, la estatua perfecta de donde brota el balbuceo estúpido. Y escuchar, perdonando como un imbécil, hasta convencerse de que no es tan terrible, que todos los jóvenes son así, que no se pueden pedir milagros… Habría que ser el anti-Pigmalión, el petrificador. ¿Pero y después, después?

«Las ilusiones, como siempre. Creer que las aladas palabras, los libros que se prestan con tanto fervor con párrafos subrayados, con explicaciones…» Pensó en Beto Lacierva, su sonrisa vanidosa de los últimos tiempos, los encuentros absurdos en el parque Lezama, la conversación en el banco, el brusco final, Beto guardando el dinero que había solicitado como si fuera suyo, las palabras inocentemente perversas y vulgares.

– ¿Vio al viejito de la silla? -decía Felipe-. Un caso, eh. Linda pipa esa.

– No es mala -dijo Raúl-. Tira bien.

– A lo mejor me compro una -dijo Felipe, y enrojeció. Justo lo que no tenía que decir, el otro lo iba a tomar por un chiquilín.

– Ya va a encontrar todo lo que quiera en los puertos -dijo Raúl-. De todos modos, si quiere probar le paso una mía. Siempre ando con dos o tres.

– ¿De veras?

– Claro, a veces a uno le gusta cambiar. Aquí a bordo deben vender buen tabaco, pero también tengo, si quiere

– Gracias -dijo Felipe, cortado. Sentía como una bocanada de felicidad, un deseo de decirle a Raúl que le gustaba charlar con él. A lo mejor iban a poder hablar de mujeres, total él parecía mayor, muchos le daban diecinueve o veinte años. Sin muchas ganas se acordó de la Negrita, a esa hora ya estaría en la cama, capaz que lloraba como una sonsa al sentirse sola y teniendo que obedecer a tía Susana que era mandona como el diablo. Era raro pensar en la Negrita justo cuando estaba hablando con un hombre tan cajetilla. Se hubiera reído de él, seguro. «Tendrá cada mina», pensó.

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