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– El joven va a seguir ordenando sus cosas -dijo Raúl-. Si te dejo sola con mi valija, voy a encontrar un soutien-gorge entre mis pañuelos.

Fue hasta la mesa, ordenó libros y cuadernos. Probaba las luces, estudiaba todas las posibilidades de iluminación. Le encantó descubrir que las lámparas de cabecera podían graduarse en todas las formas posibles. Suecos inteligentes, si eran suecos. La lectura constituía una de las esperanzas del viaje, la lectura en la cama sin nada más que hacer.

– A esta hora -dijo Paula- mi delicado hermano Rodolfo estará deplorando en el círculo familiar mi conducta disipada. Niña de buena familia sale de viaje con rumbo incierto. Rehusa indicar hora partida para evitar despedidas.

– Sería bueno saber lo que pensaría si supiera que compartís el camarote con un arquitecto.

– Que usa piyamas azules y cultiva nostalgias imposibles y esperanzas todavía más problemáticas, pobre ángel.

– No siempre imposibles, no siempre nostalgias -dijo Raúl-. Sabés, en general el aire salino y yodado me trae suerte. Breve, efímera como uno de los pájaros que irás descubriendo y que acompañan al barco un rato, a veces un día, pero acaban siempre perdiéndose. Nunca me importó que la dicha durara poco, Paulitar el paso de la dicha a la costumbre es una de las mejores armas de la muerte.

– Mi hermano no te creería -dijo Paula-. Mi hermano me creería gravemente expuesta a tus intenciones de sátiro. Mi hermano…

– Por lo que pudiera ser -dijo Raúl-, por la posibilidad de un espejismo, de un error a causa de la oscuridad, de un sueño que se continúa despierto, por la influencia del aire salado, tené cuidado y no te destapes demasiado. Una mujer con las sábanas hasta el cuello se asegura contra incendios.

– Creo -dijo Paula- que si te diera el espejismo yo te recibiría con ese tomo de Shakespeare de aguzados cantos.

– Los cantos de Shakespeare merecen extrañas calificaciones -dijo Raúl, abriendo la puerta. Exactamente en el marco se recostó la imagen de perfil de Carlos López, que en ese momento levantaba la pierna derecha para dar otro paso. Su brusca aparición le dio a Raúl la impresión de una de esas instantáneas de un caballo en movimiento.

– Hola -dijo López, parándose en seco-. ¿Tiene buena cabina?

– Muy buena. Eche un vistazo.

López echó un vistazo y parpadeó al ver a Paula tirada en la cama del fondo.

– Hola -dijo Paula-. Entre, si hay algún sitio donde poner los pies.

López dijo que la cabina era muy parecida a la suya, aparte del tamaño. Informó también que la señora de Presutti acababa de tropezar con él a la salida del camarote y le había permitido contemplar un rostro donde el color verde alcanzaba proporciones cadavéricas.

– ¿Ya está mareada? -dijo Raúl-. Vos tené cuidado, Paulita. Qué dejarán esas señoras para cuando empecemos a ver el behemoth y otros prodigios acuáticos. La elefantiasis, supongo. ¿Damos una vuelta? Usted se llama López, creo. Yo soy Raúl Costa, y esa lánguida odalisca responde al patricio nombre de Paula Lavalle.

– Otra que patricio -dijo Paula-. Mi nombre parece un seudónimo de actriz de cine, hasta por lo de Lavalle. Paula Lavalle al setecientos. Raúl, antes de subir a ver el río color de león decime dónde está mi bolso verde.

– Probablemente debajo del saco rojo, o escondido en la valija gris -dijo Raúl-. La paleta es tan variada… ¿Vamos, López?

– Vamos -dijo López-. Hasta luego, señorita.

Paula escuchó el «señorita» con un oído porteño habituado a todos los matices de la palabra.

– Llámeme Paula nomás -dijo con el tono exacto para que López supiera que había entendido, y se diera cuenta de que ahora le tomaba un poco el pelo.

Raúl, en la puerta, suspiró mirándolos. Conocía tan bien la voz de Paula, ciertas maneras de decir ciertas cosas que tenía cierta Paula.

– So soon -dijo como para sí-. So, so soon.

López lo miró. Salieron juntos.

Paula se sentó al borde de la cama. De golpe la cabina le parecía muy pequeña, muy encerrada. Buscó un ventilador y acabó descubriendo el sistema de aire acondicionado. Lo hizo funcionar, distraída, probó uno de los sillones, luego el otro, ordenó vagamente algunos cepillos en una repisa. Decidió que se sentía bien, que estaba contenta. Eran cosas que ahora tenía que decidir para afirmarlas. El espejo le confirmó su sonrisa cuando se puso a explorar el cuarto de baño pintado de verde claro, y por un momento miró con simpatía a la muchacha pelirroja, de ojos un poco almendrados, que le devolvía cumplidamente su buena disposición. Revisó en detalle los dispositivos higiénicos, admiró las innovaciones que probaban el ingenio de la Magenta Star. El olor del jabón de pino que sacaba de un neceser junto con un paquete de algodón y dos peines, era todavía el olor del jardín antes de empezar poco a poco a ser el recuerdo del olor del jardín. ¿Por qué el cuarto de baño del Malcolm tenía que oler a jardín? El jabón de pino era agradable en su mano, todo jabón nuevo tiene algo prestigioso, algo de intacto y frágil que lo encarece. Su espuma es diferente, se deslíe imperceptiblemente, dura días y días y entre tanto los pinares envuelven el baño, hay pinos en el espejo y en las repisas, en el pelo y las piernas de la que ahora, de golpe, ha decidido desnudarse y probar la espléndida ducha que le ofrece tan amablemente la Magenta Star.

Sin molestarse en cerrar la puerta de comunicación, Paula se quitó lentamente el corpino. Le gustaban sus senos, le gustaba todo su cuerpo que crecía en el espejo. El agua salía tan caliente que se vio obligada a estudiar en detalle el reluciente mezclador antes de entrar en la casi absurda piscina en miniatura, y correr la tela de plástico que la circundó como una muralla de juguete. El olor a pino se mezclaba con la tibieza del aire, y Paula se jabonó con las dos manos y después con una esponja de goma roja, paseando despacio la espuma por su cuerpo, metiéndola entre los muslos, bajo los brazos, pegándola a su boca, jugando a la vez con el placer del imperceptible balanceo que una que otra vez la obligaba, por puro juego, a tomarse de las canillas y a decir una amable mala palabra para su secreto placer. Interregno del baño, paréntesis de la seca y vestida existencia. Así desnuda se libraba del tiempo, volvía a ser el cuerpo eterno (¿y cómo no, entonces, el alma eterna?) ofrecido al jabón de pino y al agua de la ducha, exactamente como siempre, confirmando la permanencia en el juego mismo de las diferencias de lugar, de temperatura, de perfumes. En el momento en que se envolviera en la toalla amarilla que colgaba al alcance de la mano, más allá de la muralla de plástico, reingresaría en su tedio de mujer vestida, como si cada prenda de ropa la fuera atando a la historia, devolviéndole cada año de vida, cada ciclo del recuerdo, pegándole el futuro a la cara como una máscara de barro. López (si ese hombre joven, de aire tan porteño, era López) parecía simpático. Llamarse López era una lástima como cualquier otra; cierto que su «hasta luego, señorita» había sido una tomada de pelo, pero mucho peor le hubiera resultado a ella un «señora». Quién, a bordo del Malcolm, podría creer que no se acostaba con Raúl. No había que pedirle a la gente que creyera cosas así. Pensó otra vez en su hermano Rodolfo, tan abogado él, tan doctor Cronin, tan corbata con pintas rojas. «Infeliz, pobre infeliz que no sabrá nunca lo que es caer de veras, tirarse en la mitad de la vida como desde el trampolín más alto. El pobre con su horario de Tribunales, su jeta de hombre decente.» Empezó a cepillarse rabiosamente el pelo, desnuda frente al espejo, envuelta en la alegría del vapor que una hélice discreta se bebía poco a poco desde el techo.

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