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XXXI

Primero pensó en subir a beberse un par de whiskies porque estaba seguro de que le hacían falta, pero ya en el pasillo presintió la noche ahí afuera, bajo el cielo, y le dieron ganas de ver el mar y poner sus ideas en orden. Era más de medianoche cuando se apoyó en la borda de babor, satisfecho de estar solo en la cubierta (no podía ver a Persio, oculto por uno de los ventiladores). Muy lejos sonó una campana, probablemente en la popa o en el puente de mando. Medrano miró a lo alto; como siempre, la luz violeta que parecía emanar de la materia misma de los cristales le produjo una sensación desagradable. Se preguntó sin mayor interés si los que habían pasado la tarde en la proa, bañándose en la piscina, o tomando sol, habrían observado el puente de mando; ahora sólo le interesaba la larga charla con Claudia, que había terminado en una nota extrañamente calma, recogido, casi como si Claudia y él se hubieran ido quedando dormidos poco a poco junto a Jorge. No se habían dormido, pero quizá les había hecho bien lo que acababan de hablar. Y quizá no, porque al menos en su caso las confidencias personales nada podían resolver. No era el pasado el que acababa de aclararse, en cambio el presente era de pronto más grato, más pleno, como una isla de tiempo asaltada por la noche, por la inminencia del amanecer y también por las aguas servidas, los regustos del anteayer y el ayer y esa mañana y esa tarde, pero una isla donde Claudia y Jorge estaban con él. Habituado a no castrar su pensamiento se preguntó si ese suave vocabulario insular no sería producto de un sentimiento y si, como tantas veces, las ideas no se irisaban ya bajo la luz del interés o de la protección. Claudia era todavía una hermosa mujer; hablar con ella presumía una primera y sutil aproximación a un acto de amor. Pensó que no le molestaba ya que Claudia siguiera enamorada de León Lewbaum; como si una cierta realidad de Claudia ocurriera en un plano diferente. Era extraño, era casi hermoso.

Se conocían ya tanto mejor que pocas horas atrás. Medrano no recordaba otro episodio de su vida en que la relación personal se hubiera dado tan simplemente, casi como una necesidad. Sonrió al precisar el punto exacto -lo sentía así, estaba perfectamente seguro- en que ambos habían abandonado el peldaño ordinario para descender, como tomados de la mano, hacia un nivel diferente donde las palabras se volvían objetos cargados de afecto o de censura, de ponderación o de reproche. Había ocurrido en el momento exacto en que él -tan poco antes, realmente tan poco antes- le había dicho: «Madre de Jorge, el leoncito», y ella había comprendido que no era un torpe juego de palabras sobre el nombre de su marido sino que Medrano le ponía en las manos abiertas algo como un pan caliente o una flor o una llave. La amistad empezaba sobre las bases más seguras, las de las diferencias y los disconformismos; porque Claudia acababa de decirle palabras duras, casi negándole el derecho a que él hiciera de su vida lo que una temprana elección había decidido. Y al mismo tiempo con qué remota vergüenza había agregado: «Quién soy yo para reprocharle trivialidad, cuando mi propia vida…» Y los dos habían callado mirando a Jorge que ahora dormía con la cara hacia ellos, hermosísimo bajo la suave luz de la cabina, suspirando a veces o balbuceando algún paso de sus sueños.

La menuda silueta de Persio lo tomó de sorpresa, pero no Je molestó encontrárselo a esa hora y en ese lugar.

– Pasaje por demás interesante -dijo Persio, apoyándose en la borda a su lado-. He pasado revista al rol, y extraído consecuencias sorprendentes.

– Me gustaría conocerlas, amigo Pefsio.

– No son demasiado claras, pero la principal estriba (hermosa palabra, de paso, tan lleno de sentido plástico) en que casi todos debemos estar bajo la influencia de Mercurio. Sí, el gris es el color del rol, la uniformidad aleccionante de ese color donde la violencia del blanco y la aniquilación del negro se fusionan en el gris perla, para no mencionar más que uno de sus preciosos matices.

– Si lo entiendo bien, usted piensa que entre nosotros no hay seres fuera de lo común, tipos insólitos.

– Más o menos eso.

– Pero este barco es una instancia cualquiera de la vida, Persio. Lo insólito se da en porcentajes bajísimos, salvo en las recreaciones literarias, que por eso son literatura. Yo he cruzado dos veces el mar, aparte de muchos otros viajes. ¿Cree que alguna vez me tocó viajar con gentes extraordinarias? Ah, sí, una vez en un tren que iba a Junín almorcé frente a Luis Ángel Firpo, que ya estaba viejo y gordo pero siempre simpático.

– Luis Ángel Firpo, un típico caso de Carnero con influencia de Marte. Su color es el rojo, como es natural, y su metal el hierro. Probablemente Atilio Presutti ande también por ese lado, o la señorita Lavalle que es una naturaleza particularmente demoníaca. Pero las notas dominantes son monocordes… No es que me queje, mucho peor sería una nave henchida de personajes saturninos o plutomanos.

– Me temo que las novelas influyan en su concepción de la vida -dijo Medrano-. Todo el que sube por.primeva vez a un barco cree que va a encontrar una humanidad diferente, que a bordo se va a operar una especie de transfiguración. Yo soy menos optimista y opino con usted que aquí no hay ningún héroe, ningún atormentado en gran escala, ningún caso interesante.

– Ah, las escalas Claro, eso es muy importante. Yo hasta ahora miraba el rol de manera natural, pero tendré que estudiarlo a distintos niveles y a lo mejor usted tiene razón.

– Puede ser. Mire, hoy mismo han ocurrido algunas pequeñas cosas que, sin embargo, pueden repercutir hasta quién sabe dónde. No se fíe de los gestos trágicos, de los grandes pronunciamientos; todo eso es literatura, se lo repito.

Pensó en lo que significaba para él el mero hecho de que Claudia apoyara la mano en el brazo del sillón y moviera una que otra vez los dedos. Los grandes problemas, ¿no serían una invención para el público? Los saltos a lo absoluto, al estilo Karamazov o Stavroguin… En lo pequeño, en lo casi nimio estaban también los Julien Sorel, y al final el salto era tan fabuloso como el de cualquier héroe mítico. Quizá Persio estuviera tratando de decirle algo que se le escapaba. Lo tomó del brazo y caminaron despacio por la cubierta.

– Usted también piensa en la popa, ¿verdad? -preguntó sin énfasis.

– Yo la veo -dijo Persio, todavía con menos énfasis-. Es un lío inimaginable.

– Ah, usted la ve.

– Sí, por momentos. Hace un rato, para ser exacto. La veo y dejo de verla, y todo es tan confuso… Como pensar, pienso casi todo el tiempo en ella.

– Se me ocurre que a usted le sorprende que nos quedemos cruzados de brazos. No hace falta que me conteste, creo que es así. Bueno, a mí también me sorprende, pero en el fondo coincide con la pequenez de que hablábamos. Hicimos un par de tentativas que nos dejaron en ridículo, y aquí estamos, aquí entra en juego la pequeña escala. Minucias, un fósforo que alguien enciende para otro, una mano que se apoya en el brazo de un sillón, una burla que salta como un guante a la cara de alguien… Todo eso está ocurriendo, Persio, pero usted vive de cara a las estrellas y sólo ve lo cósmico.

– Uno puede estar mirando las estrellas y al mismo tiempo verse la punta de las pestañas -dijo Persio con algún resentimiento-. ¿Por qué cree que le dije hace un rato que el rol era interesante? Precisamente por Mercurio, por el gris, por la abulia de casi todos. Si me interesan otras cosas estaría en lo de Kraft corrigiendo las pruebas de una novela de Hemingway, donde siempre ocurren cosas de gran tamaño.

– De todas maneras -dijo Medrano- estoy lejos de justificar nuestra inacción. No creo que saquemos nada en limpio si insistimos, a menos de incurrir precisamente en los grandes gestos, pero tal vez eso lo echaría todo a perder y la cosa terminaría en un ridículo todavía peor, estilo parto de los montes. Ahí está, Persio: el ridículo. A eso le tenemos miedo, y en eso estriba (le devuelvo su hermosa palabra) la diferencia entre el héroe y el hombre como yo. El ridículo es siempre pequeña escala. La idea de que puedan tomarnos el pelo es demasiado insoportable, por eso la popa está ahí y nosotros de este lado.

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