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– No, no creo que mi frente de ataque sea más claro que un número de cincuenta y ocho cifras o uno de esos portulanos que llevaban las naves a catástrofes acuáticas. Se complica por un irresistible calidoscopio de vocabulario, palabras como mástiles, con mayúsculas que son velámenes furiosos. Samsara, por ejemplo: la digo y me tiemblan de golpe todos los dedos de los pies, y no es que me tiemblen de golpe todos los dedos de los pies ni que el pobre barco que me lleva como un mascarón de proa más gratuito que bien tallado, oscile y trepide bajo los golpes del Tridente. Samsara, debajo se me hunde lo sólido, Samsara, el humo y el vapor reemplazan a los elementos, Samsara, obra de la gran ilusión, hijo y nieto de Mahamaya…

Así van saliendo, perras hambrientas y alzadas, con sus mayúsculas como columnas henchidas con la gravidez más que espléndida de los capiteles historiados. ¿Cómo dirigirme al pequeño, a su madre, a estos hombres de argentino silencio, y decirles, hablarles del frente que se me faceta y esparce como un diamante derretido en medio de una fría batalla de copos de nieve? Me darían la espalda, se marcharían, y si optara por escribirles, porque a veces pienso en las virtudes de un manuscrito prolijo y alquitarado, resumen de largos equinoccios de meditación, arrojarían mis enunciaciones con el mismo desconcierto que los induce a la prosa, al interés, a lo explícito, al periodismo con sus muchos disfraces. ¡Monólogo, sola tarea para un alma inmersa en lo múltiple! ¡Qué vida de perro!

(Pirueta petulante de Persio bajo las estrellas.)

– Finalmente uno no puede interrumpirles la digestión de un plato de pescado con dialécticas, con antropologías, con la narración inconcebible de Cosmas Indicopleustes, con libros fulgurales, con la mántica desesperada que me ofrece allá arriba sus ideogramas ardientes. Si yo mismo, como una cucaracha a medias aplastada, corro con la mitad de mis patas de un tablón a otro, me estrello en la vertiginosa altura de una pequeña astilla nacida del choque de un clavo del zapato de Presutti contra un nudo de la madera… ¡Y sin embango empiezo a entender, es algo que se parece demasiado al temblor, empiezo a ver, es menos que un sabor de polvo, empiezo a empezar, corro hacia atrás, me vuelvo! Volverse, sí, ahí duermen las respuestas su vida larval, su noche primera. Cuántas veces en el auto de Lewbaum, malgastando un fin de semana en las llanuras bonaerenses, he sentido que debía hacerme coser en una bolsa y que me arrojaran a la banquina, a la altura de Bolívar o de Pergamino, cerca de Cashas o de Mercedes, en cualquier lugar con lechuzas en los palos del alambrado, con caballos lamentables buscando un pasto hurtado por el otoño. En vez de aceptar el toffee que Jorge se empecinaba en ponerme en los bolsillos, en vez de ser feliz junto a la majestad sencilla y cobijada de Claudia, hubiera debido abandonarme a la noche pampeana, como aquí esta noche en un mar ajeno y receloso, tenderme boca arriba para que la sábana encendida del cielo me tapara hasta la boca, y dejar que los jugos de abajo y de arriba me agusanaran acompasadamente, payaso enharinado que es la verdad de la carpa tendida sobre sus cascabeles, carroña de vaca que vuelve maldito el aire en trescientos metros a la redonda, maldito de fehacencia, maldito de verdad, maldito solamente para los malditos que se tapan la nariz con el gesto de la virtud y corren a refugiarse en su Plymouth o en el recuerdo de sus grabaciones de Sir Thomas Beecham, ¡oh imbéciles inteligentes, oh pobres amigos!

(La noche se quiebra por un segundo al paso de una estrella errante, y también por un segundo el Malcolm crece en velas y gavias, en aparejos desusados, tiembla también él como si un viento diferente lo corneara de lado, y Persio alzado hacia el horizonte olvida el radar y las telecomunicaciones, cae en una entrevisión de bergantines y fragatas, de carabelas turcas, saicas grecorromanas, polacras venecianas, urcas de Holanda, síndalos tunecinos y galeotas toscanas, antes producto de Pío Baroja y largas horas de hastío en Kraft hacia las cuatro de la tarde, que de un conocimiento verdadero del sentido de esos nombres arborescentes.)

¿Por qué tanta aglomeración confusa en la que no sé distinguir la verdad del recuerdo, los nombres de las presencias? Horror de la ecolalia, del inane retruécano. Pero con el hablar de todos los días sólo se llega a una mesa cargada de vituallas, a un encuentro con el shampoo o la navaja, a la rumia de un editorial sesudo, a un programa de acción y de reflexión que este papel de lija incendiado sobre mi cabeza reduce a menos que ceniza. Tapado por los yuyos de la pampa hubiera debido estarme largas horas prestando oído al correr del peludo o a la germinación laboriosa de la cinacina. Dulces y tontas palabras folklóricas, prefacio inconsistente de toda sacralidad, cómo me acarician la lengua con patas engomadas, crecen a la manera de la madreselva profunda, me libran poco a poco el acceso a la Noche verdadera, lejos de aquí y contigua, aboliendo lo que va de la pampa al mar austral, Argentina mía allá en el fondo de este telón fosforescente, calles apagadas cuando no siniestras de Chacarita, rodar de colectivos envenenados de color y estampas! Todo me une porque todo me lacera, Túpac Amáru cósmico, ridículo, babeando palabras que aun en mi oído irreductible parecen inspiradas por La Prensa de los domingos o por alguna disertación del doctor Restelli, profesor de enseñanza secundaria. Pero crucificado en la pampa, boca arriba contra el silencio de millones de gatos lúcidos mirándome desde el reguero lácteo que beben impasibles, hubiera accedido acaso a lo que me hurtaban las lecturas, comprendido de golpe los sentidos segundos y terceros ie tanta guía telefónica, del ferrocarril que didácticamente esgrimí ayer para ilustración del comprensible Medrano, y por qué el paraguas se me rompe siempre por la izquierda, y esa delirante búsqueda de medias exclusivametne gris perla o rojo bordeaux. Del saber al entender o del entender al saber, ruta incierta que titubeante columbro desde vocabularios anacrónicos, meditaciones periclitadas, vocaciones obsoletas, asombro de mis jefes e irrisión de los ascensoristas. No importa, Persio continúa, Persio es este átomo desconsolado al borde de la vereda, descontento de las leyes circulatorias, esta pequeña rebelión por donde empieza el catafalco de la bomba H, proemio al hongo que deleita a los habitúes de la calle Florida y la pantalla de plata. He visto la tierra americana en sus horas más próximas a la confidencia última, he trepado a pie por los cerros de Uspallata, he dormido con una toalla empapada sobre la cara, cruzando el Chaco, me he tirado del tren en Pampa del Infierno para sentir la frescura de la tierra a medianoche. Conozco los olores de la calle Paraguay, y también Godoy Cruz de Mendoza, donde la brújula del vino corre entre gatos muertos y cascos de cemento armado. Hubiera debido mascar coca en cada rumbo, exacerbar las solitarias esperanzas que la costumbre relega al fondo de los sueños, sentir crecer en mi cuerpo la tercera mano, esa que espera para asir el tiempo y darlo vuelta, porque en alguna parte ha de estar esa tercera mano que a veces fulminante se insinúa en una instancia de poesía, en un golpe de pincel, en un suicidio, en una santidad, y que el prestigio y la fama mutilan inmediatamente y sustituyen por vistosas razones, esa tarea de picapedrero leproso que llaman explicar y fundamentar. Ah, en algún bolsillo invisible siento que se cierra y se abre la tercera mano, con ella quisiera acariciarte, hermosa noche, desollar dulcemente los nombres y las fechas que están tapando poco a poco el sol, el sol que una vez se enfermó en Egipto hasta quedarse ciego, y necesitó de un dios que lo curara… ¿Pero cómo explicar esto a mis cantaradas pasajeros, a mí mismo, si a cada minuto me miro en un espejo de sorna y me invito a volver a la cabina donde me espera un vaso de agua fresca y la almohada, el inmenso campo blanco donde galoparán los sueños? ¿Cómo entrever la tercera mano sin ser ya uno con la poesía, esa traición de palabras al acecho, esa proxeneta de la hermosura, de la eufonía, de los finales felices, de tanta prostitución encuadernada en tela y explicada en los institutos de estilística? No, no quiero poesía inteligible a bordo, ni tampoco voodoo o ritos iniciáticos. Otra cosa más inmediata, menos copulable por la palabra, algo libre de tradición para que por fin lo que toda tradición enmascara surja como un alfanje de plutonio a través de un biombo lleno de historias pintadas. Tirado en la alfalfa pude ingresar en ese orden, aprender sus formas, porque no serán palabras sino ritmos puros, dibujos en lo más sensible de la palma de la tercera mano, arquetipos radiantes, cuerpos sin peso donde se sostiene la gravedad y bulle dulcemente el germen de la gracia. Algo se me acerca cada vez más, pero yo retrocedo, no sé reconciliarme con mi sombra; quizá si encontrara la manera de decir algo de esto a Claudia, a los alegres jóvenes que corren hacia juegos incalculables, las palabras serían antorchas de pasaje, y aquí mismo, no ya en la planicie donde traicioné mi deber al rehusarle mi abrazo en plena tierra labrantía, aquí mismo la tercera mano deshojaría en la hora más grave un primer reloj de eternidad, un encuentro comparable al golpe de un fuego de San Telmo en una sábana tendida a secar. ¡Pero soy como ellos, somos triviales, somos metafísicos mucho antes de ser físicos, corremos delante de las preguntas para que sus colmillos no nos rompan los pantalones, y así se inventa el fútbol, así se es radical o subteniente o corrector en Kraft, incalculable felonía! Medrano es quizá el único que lo sabe: somos triviales y lo pagamos con felicidad o con desgracia, la felicidad de la marmota envuelta en grasa la sigilosa desgracia de Raúl Costa que aprieta contra su piyama negro un cisne de ceniza, y hasta cuando nacemos para preguntar y otear las respuestas, algo infinitamente desconcertante que hay en la levadura del pan argentino, en el color de los billetes ferroviarios o la cantidad de calcio de sus aguas, nos precipitan como desaforados en el drama total, saltamos sobre la mesa para danzar la danza de Shiva con un enorme lingam a plena mano, o corremos el amok del tiro en la cabeza o el gas de alumbrado, apestados de metafísica sin rumbo, de problemas inexistentes, de supuestas invisibilidades que cómodamente cortinan de humo el hueco central, la estatua sin cabeza, sin brazos, sin lingam y sin yoni, la apariencia, la cómoda pertenencia, la sucia apetencia, la pura rima al infinito donde también caben la ciencia y la conciencia. ¿Por qué no defenestrar antes que nada el peso venenoso de una historia de papel de obra, negarse a la conmemoración, pesarse el corazón en una balanza de lágrimas y ayuno? Oh, Argentina, ¿por qué ese miedo al miedo, ese vacío para disimular el vacío? En vez del juicio de los muertos, ilustre de papiros, ¿por qué no nuestro juicio de los vivos, la cabeza que se rompe contra la pirámide de Mayo para que al fin la tercera mano nazca con un hacha de diamante y de pan, su flor de tiempo nuevo, su mañana de lustración y coalescencia0 ¿Quién es ese hijo de puta que habla de laureles que supimos conseguir? ¿Nosotros, nosotros conseguimos los laureles? ¿Pero és posible que seamos tan canallas?

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