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– ¿No se puede radiotelegrafiar? -dijo Lucio, por decir algo práctico.

– ¿Adonde, señor? -preguntó el maître.

– ¿Cómo adonde? A casa, don -dijo el Pelusa-. Para ver cómo está la familia. Yo tengo a mi prima con el apéndice.

– Pobre chica -simpatizó Raúl-. En fin, esperemos que el oráculo se presente junto con los hors d'oeuvre. Por mi parte me voy a admirar la ribera quilmeña, patria de Victorio Cámpolo y otros próceres.

– Es curioso -le dijo Medrano a Raúl mientras salían no demasiado garifos-. Tengo todo el tiempo la sensación de que nos hemos metido en un lío padre. Divertido, por lo demás, pero no sé hasta qué punto. ¿A usted cómo le suena?

– Not with a bang but a whimper -dijo Raúl.

– ¿Sabe inglés? -le preguntó Felipe mientras bajaban al puente.

– Si, claro -lo miró y sonrió-. Bueno, dije «claro» porque casi toda la gente con quien vivo lo sabe. Usted lo estudia en el Nacional, supongo.

– Un poco -dijo Felipe, que iba invariablemente a examen. Tenía ganas de recordarle a Raúl su ofrecimiento de una pipa, pero le daba vergüenza. No demasiada, más bien era cuestión de esperar la oportunidad. Raúl hablaba de las ventajas del inglés, sin insistir demasiado y escuchándose con una especie de lástima burlona. «La inevitable fase histriónica -pensó-, la búsqueda sinuosa y sagaz, el primer round de estudio…»

– Empieza a hacer calor -dijo mecánicamente-. La tradicional humedad del Plata.

– Ah, sí. Pero esa camisa que tiene debe ser formidable -Felipe se animó a tocar la tela con dos dedos-. Nylon, seguro.

– No, apenas popelín de seda.

– Parecía nylon¿ Tenemos un prof que lleva todas camisas de nylon, se las trae de Nueva York. Le llaman «El bacán».

– ¿Por qué le gusta el nylon?

– Porque… bueno, se usa mucho, y tanta propaganda en las revistas. Lástima que en Buenos Aires cuesta demasiado.

– Pero a usted, ¿por qué le gusta?

– Porque se plancha solo -dijo Felipe-. Uno lava la camisa, la cuelga y ya está. «El bacán» nos explicó.

Raúl lo miró bien de frente, mientras sacaba los cigarrillos.

– Veo que tiene sentido práctico, Felipe. Pero cualquiera diría que usted mismo tiene que lavarse y plancharse la ropa.

Felipe se puso visiblemente rojo y aceptó presuroso el cigarrillo.

– No me tome el pelo -dijo, desviando la mirada-. Pero el nylon, para los viajes…

Raúl asintió, ayudándolo a pasar el mal trago. El nylon, claro.

XXII

Un bote tripulado por un hombre y un chico se acercaba al Malcolm por estribor. Paula y Claudia saludaron con la mano, y el bote se acercó.

– ¿Por qué están fondeados acá? -preguntó el hombre-. ¿Se rompió algo?

– Misterio -dijo Paula-. O huelga.

– Qué va a ser huelga, señorita, seguro que se rompió algo.

Claudia abrió su cartera y exhibió dos billetes de diez, pesos.

– Háganos un favor -dijo-. Vaya hasta la popa y fíjese qué pasa de ese lado. Sí, la popa. Mire si hay oficiales o si están reparando algo.

El bote se alejó sin que el hombre, evidentemente desconcertado, atinara a hacer comentarios. El chico, que cuidaba una línea de fondo, empezó a recogerla presuroso.

– Qué buena idea -dijo Paula-. Pero qué insensato suena todo esto, ¿no? Mandar una especie de espía es absurdo.

– Quizá no sea más absurdo que acertar cinco cifras dentro de. las combinaciones posibles. Hay una cierta proporción en este absurdo, aunque a lo mejor me estoy contagiando de Persio.

Mientras explicaba a Paula quién era Persio, no se sorprendió demasiado al comprobar que el bote se alejaba del Malcolm sin que el lanchero mirara hacia atrás.

– Fracaso de las astuzie femminile -dijo Claudia-. Ojalá los caballeros consigan noticias. ¿Ustedes dos están cómodos en su cabina?

– Sí, muy bien -dijo Paula-. Para ser un barco chico las cabinas son perfectas. El pobre Raúl empezará a lamentar muy pronto haberme embarcado con él, porque es el orden en persona mientras que yo… ¿Usted no cree que dejar las cosas tiradas por ahí es una delicia?

– No, pero yo tengo que manejar una casa y un chico. A veces… Pero no, creo que prefiero encontrar las enaguas en el cajón de las enaguas, etcétera.

– Raúl le besaría la mano si le oyera -rió Paula-. Esta mañana creo que empecé lavándome los dientes con su cepillo. Y el pobre que necesita reposo.

– Para eso cuenta con el barco, que es casi demasiado tranquilo.

– No sé, ya lo veo inquieto, le da rabia esa historia de popa prohibida. Pero de veras, Claudia, Raúl lo va a pasar muy mal conmigo.

Claudia sintió que detrás de esa insistencia había como un deseo de agregar algo más. No le interesaba demasiado, pero le gustaba Paula, su manera de parpadear, sus bruscos cambios de posición.

– Supongo que ya estará bastante acostumbrado a que usted le use su cepillo de dientes.

– No, precisamente el cepillo no. Los libros que le pierdo, las tazas de café que le vuelco en la alfombra…, pero el cepillo de dientes no, hasta esta mañana.

Claudia sonrió, sin decir nada. Paula vaciló, hizo un gesto como para espantar un bicho.

– Quizá sea mejor que se lo diga desde ahora. Raúl y yo somos simplemente muy amigos.

– Es un muchacho muy simpático -dijo Claudia.

– Como nadie o casi nadie lo creerá a bordo, me gustaría que por lo menos usted estuviera enterada.

– Gracias, Paula.

– Soy yo quien tiene que dar las gracias por encontrar a alguien como usted.

– Sí, a veces ocurre que… También yo, alguna vez, he sentido la necesidad de agradecer una mera presencia, un gesto, un silencio. O saber que una puede empezar a hablar, decir algo que no diría a nadie, y que de pronto es tan fácil.

– Como ofrecer una flor -dijo Paula, y apoyó apenas la mano en el brazo de Claudia-. Pero no soy de fiar -agregó retirando la mano-. Soy capaz de maldades infinitas, incurablemente perversa conmigo misma y con los demás. El pobre Raúl me aguanta hasta un punto… No puede imaginarse lo bueno y comprensivo que es, quizá porque yo no existo realmente para él; quiero decir que sólo existo en el plano de los sentimientos intelectuales, por decir así. Si por un improbable azar un día nos acostáramos juntos, creo que empezaría a detestarme a la mañana siguiente. Y no sería el primero.

Claudia se puso de espaldas a la borda para evitar el sol ya demasiado fuerte.

– ¿No me dice nada? -preguntó hoscamente Paula.

– No, nada.

– Bueno, a lo mejor es preferible. ¿Por qué tengo que traerle problemas?

Claudia notó el tono despechado, la irritación.

– Se me ocurre -dijo- que si yo hubiera hecho una pregunta o un comentario usted hubiese desconfiado de mí. Con la perfecta y feroz desconfianza de una mujer hacia otra. ¿No le da miedo hacer confidencias?

– Oh, las confidencias… Esto no era ninguna confidencia -Paula» aplastó el cigarrillo apenas encendido-. No hacía más que mostrarle el pasaporte, tengo horror de que me estimen por lo que no soy, que una persona como usted simpatice por un sucio malentendido.

– Y por eso Raúl, y su perversidad, y los amores malogrados… -Claudia se echó a reír y de pronto se inclinó y besó a Paula en la mejilla-. Qué tonta, qué grandísima boba.

Paula bajó la cabeza.

– Soy mucho peor que eso -dijo-. Pero no se fíe, no se fíe.

Si bien a la Nelly le parecía demasiado audaz esa blusa naranja, doña Rosita era más indulgente con la juventud de ese tiempo. La madre de la Nelly aportaba una opinión intermedia: la blusa estaba bien, pero el color era chillón. Cuando se trató de saber la opinión de Atilio, éste dijo atinadamente que la misma blusa en una mujer que no fuera pelirroja apenas llamaría la atención, pero que de todas maneras él no permitiría jamás que su novia se destapara los hombros en esa forma.

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