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XXIV

Una hora después el barman recorrió las cabinas y la cubierta para avisar a los pasajeros que un oficial los esperaba en la sala de lectura. Parte de las señoras estaban ya bajo los efectos del mareo; don Galo, Persio y el doctor Restelli descansaban en sus cabinas, y sólo Claudia y Paula acompañaron a los hombres, enterados ya de la expedición de Raúl y Felipe. El oficial era enjuto y caviloso, se llevaba con frecuencia la mano al pelo gris cortado «á la brosse», y se expresaba en un castellano difícil pero raras veces equivocado. Medrano lo sospecho danés u holandés, sin mayores razones.

El oficial les deseó la bienvenida en nombre de la Magenta Star y del capitán del Malcolm, imposibilitado por el momento para hacerlo en persona. Lamentó que un inesperado recargo de actividades hubiera impedido una reunión más temprana, y se mostró comprensivo de la ligera inquietud que hubieran podido experimentar los señores pasajeros. Ya estaban tomadas todas las medidas para que el crucero fuese sumamente agradable; los viajeros dispondrían de una piscina, un solarium, un gimnasio y sala de juegos, dos mesas de ping-pong, un juego de sapo y música grabada. El maître se encargaría de recoger las sugestiones que pudieran for-mu-lar-se, y los oficiales quedaban por su-pues-to a disposición de los viajeros.

– Algunas señoras ya están bastante mareadas -dijo Claudia rompiendo el incómodo silencio que siguió al discurso-. ¿Hay médico a bordo?

El oficial entendía que el médico no tardaría en presentar sus respetos a sanos y enfermos. Medrano, que había esperado el momento, se adelantó.

– Muy bien, muchas gracias -dijo-. Queda un par de cosas que nos gustaría aclarar. La primera es si usted ha venido por su propia voluntad o porque uno de estos señores insistió en reclamar la presencia de un oficial. La segunda es muy sencilla: ¿Por qué no se puede pasar a popa?

– ¡Eso! -gritó el Pelusa, que tenía la cara ligeramente verde pero que se defendía del mareo como un hombie.

– Señores -dijo el oficial-, esta visita debió realizarse antes, pero no fue posible por las mismas razones que obligan a… a suspender momentáneamente la comunicación con la popa. Observen que poco hay allí para ver -agregó rápidamente-. La tripulación, la carga… Aquí estarán muy confortables.

– ¿Y cuáles son esas razones? -preguntó Medrano.

– Lamento que mis órdenes…

– ¿Ordenes? No estamos en guerra -dijo López-. No navegamos acechados por submarinos ni transportan ustedes armas atómicas o algo por el estilo. ¿O las transportan?

– Oh, no. Qué idea -dijo el oficial.

– ¿Sabe el gobierno argentino que hemos sido embarcados en estas condiciones? -siguió López, riéndose por dentro de la pregunta.

– Bueno, las negociaciones se realizaron a último momento, y las aspectos técnicos quedaron exclusivamente a nuestro cargo. La Magenta Star -agregó con reservado orgullo- tiene una tradición de buen trato a sus pasajeros.

Medrano sabía que el diálogo empezaría a girar en redondo, pisándose la cola.

– ¿Cómo se llama el capitán? -preguntó.

– Smith -dijo el oficial-. Capitán Smith.

– Como yo -dijo López, y Raúl y Medrano se rieron. Pero el oficial entendió que lo desmentían y frunció el ceño.

– Antes se llamaba Loyatt -dijo Raúl-. Ah, otra cosa: ¿Puedo enviar un cable a Buenos Aires?

El oficial pensó antes de contestar. Desgraciadamente la instalación inalámbrica del Malcolm no admitía mensajes ordinarios. Cuando hicieran escala en Punta Arenas, el correo… Pero por la forma en que terminó la frase daba la impresión de creer que para ese entonces Raúl no necesitaría telegrafiar a nadie.

– Son circunstancias de momento -agregó el oficial, invitándolos con el gesto a que simpatizaran con dichas circunstancias.

– Vea -dijo López, cada vez más fastidiado-. Aquí somos un grupo de gente sin el menor interés en malograr un buen crucero. Pero personalmente me resultan intolerables los métodos que está empleando su capitán o quien sea. ¿Por qué no se nos dice la causa de que nos hayan encerrado -sí, no ponga esa cara de agravio- en la proa del barco?

– Y otra cosa -dijo Lucio-. ¿Adonde nos llevan después de Punta Arenas? Es una escala muy rara, Punta Arenas.

– Oh, al Japón. Muy agradable crucero por el Pacífico.

– ¡Mama mía, al Japón! -dijo el Pelusa estupefacto-. ¿Entonces no vamos a Copacabana?

– Dejemos el itinerario para después -dijo Raúl-. Quiero saber por qué no podemos pasar a la popa, por qué tengo que andar como una rata buscando un paso, y tropezarme con sus marineros que no me dejan seguir.

– Señores, señores… -mirando en redondo, el oficial parecía buscar a alguien que no se hubiera plegado a la creciente rebelión-. Comprendan que nuestro punto de vista…

– De una vez por todas, ¿cuál es el motivo? -dijo secamente Medrano.

Después de un silencio en el que claramente se oyó cómo alguien dejaba caer una cucharita en el bar, los flacos hombros del oficial se alzaron con perceptible desánimo.

– En fin, señores, yo hubiera preferido callar puesto que empiezan ustedes un bien ganado viaje de placer. Todavía estamos a tiempo… Sí, ya veo. Pues bien, es muy sencillo: Hay dos casos de tifus entre nuestros hombres.

El primero en reaccionar fue Medrano, y lo hizo con una fría violencia que sorprendió a todo el mundo. Pero apenas había empezado a decirle al oficial que ya no estaban en la época de las sangrías y las fumigaciones, cuando aquél levantó los brazos con un gesto de cansado fastidio.

– Perdone usted, me expresé mal. Debí decir que se trata de tifus 224. Sin duda no estarán muy al tanto, y precisamente ese es nuestro problema. Poco se sabe del 224. El médico conoce el tratamiento más moderno y lo está aplicando, pero opina que por el momento se necesita uriá especie de… barrera sanitaria.

– Pero dígame un poco -estalló Paula-. ¿Cómo pudimos zarpar anoche de Buenos Aires? ¿Todavía no estaban enterados de su doscientos y pico?

– Sí que estaban -dijo López-. Se vio en seguida que no nos dejaban ir a popa.

– ¿Y entonces? ¿Cómo la sanidad del puerto los dejó salir? ¿Y cómo los dejó entrar, ya que estamos?

El oficial miró hacia el techo. Parecía cada vez más cansado.

– No me obliguen a decir más de lo que me permiten mis órdenes, señores. Esta situación es sólo temporaria, y no dudo que dentro de pocos días los enfermos habrán pasado la fase… contagiosa. Por el momento…

– Por el momento -dijo López- nos cabe el pleno derecho de suponer que estamos en manos dé una banda de aprovechadores… Sí, che, lo que ha oído. Aceptaron un buen negocio de última hora, callándose la boca sobre lo que ocurría a bordo. Su capitán Smith debe ser un perfecto negrero, y se lo puede ir diciendo de mi parte.

El oficial retrocedió un paso, tragando con dificultad.

– El capitán Smith -dijo- es uno de los dos enfermos. El más grave.

Salió antes de que nadie encontrara la primera palabra de. una réplica.

Agarrándose de las barandillas con las dos manos, Atilio volvió a cubierta y se tiró en la reposera instalada junto a las de la Nelly, su madre y doña Rosita, que gemían alternadamente. El mareo las atacaba con diferente gravedad, pues como ya había explicado doña Rosita a la señora de Trejo, igualmente enferma, a ella le daba el almareo seco mientras que la Nelly y su madre no hacían más que devolver.

– Yo les dije que no me bebieran tanta soda, ahora tienen la blandura en el estómago. Usted se siente mal, ¿verdad? Se ve en seguida, pobre. Yo por suerte con el almareo seco casi no devuelvo, viene a ser más bien una descompostura. Pobre la Nelly, mírela cómo sufre. Yo el primer día solamente como cosas secas, así me queda todo adentro. Me acuerdo cuando fuimos al recreo La Dorita con la lancha, yo era la única que casi no devolvía a la vuelta. Los demás, pobres… Ay, mire a doña Pepa, qué mal que está.

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