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Lo que acerca a una cosa, lo que induce y encamina a una cosa. El otro lado de una cosa, el misterio que la trajo (sí, parece como si la trajera, se siente que no es posible decir: "que la llevó") a ser lo que es. Todo historiador camina por una galería de formas de Hans Arp a las que no puede dar la vuelta, teniendo que contentarse con verlas de frente, a ambos lados de la galería, ver las formas de Hans Arp como si fueran telas colgadas de las paredes. El historiador conoce muy bien las causas de la batalla de lama, es exacto que las conoce, sólo que las causas que conoce son otras formas de Hans Arp en otras galerías, y las causas de esas causas o los efectos de las causas de esas causas están brillantemente iluminadas de frente como las formas de Hans Arp en cada galería. Entonces lo que acerca a una cosa, su otro lado quizá verde o blando, el otro lado de los efectos y el otro lado de las causas, otra óptica y otro tacto podrían tal vez soltar delicadamente las cintas rasa o celeste de los antifaces, dejar caer el rostro, la fecha, las circunstancias de la galería (brillantemente iluminada) y escarbar con un palito de paciencia a lo largo de una considerable poesía.

De esa manera y sin que la socorrida analogía aporte al presente en que estamos y estaremos sus vistosas alternancias, es posible que al nivel del suelo sea el London, que a diez metros de altura sea un torpe tablero de damas con las piezas mal ajustadas a las casillas y faltando a todo concierto de claroscuro y convención estatuida, que a veinte centímetros sea el rostro rubicundo de Atilio Presuiti, que a tres milímetros sea una brillante superficie de níquel (¿un botón, un espejo?), que a cincuenta metros coincida con el guitarrero pintado por Picasso en 1918 y que fue de Apollinaire. Si la distancia que hace de una cosa lo que es ‹¡e mide por nuestra seguridad de estar sabiendo la cosa tal cual es, de poco valdría seguir esta escritura, afanarse alegremente po* urdir su fábrica. Mucho menos cabría confiar en explicarse las razones de la convocatoria, suficientemente concretada en cartas con membrete oficial y firma rubricada. El desarrollo en el tiempo (inevitable punto de vista, aberrante causación) sólo se concibe por obra de un empobrecedor encasillamiento eleático en antes, ahora y después, a veces encubierto de duración gálica o de influencia extratemporal de vaga justificación hipnótica. El mero ahora de lo que está pasando (la policía ha bajado las metálicas) refleja y triza el tiempo en incontables facetas; de algunas de ellas se podrá quizá remontar el rayo hialino, volver atrás, y así en la vida de Paula Lavalle estará de nuevo un jardín de Acasusso, o Gabriel Medrana entornara la puerta de vidrios de colores de su infancia en Lomas de Zamora. Nada más que esto, y eso es menos que nada en la selva de hojas causales que han traído a esta convocación. La historia del mundo brilla en cualquier botón de bronce del uniforme de cualquiera de los vigilantes que disuelven la aglomeración. En el mismo instante en que el interés se concentra en ese botón (el segundo contando desde del cuello) las relaciones que lo abarcan y lo traen a ser esa cosa que es, son como aspiradas hacia el horror de una vastedad frente a la que ni siquiera caer de boca contra el suelo tiene sentido. El vórtice que desde el botón amenaza absorber al que lo mirá, si osa algo más que mirarlo, es la entrevisión abrumadora del juego mortal de espejos que sube de los efectos a las causas. Cuando los malos lectores de novelas insinúan la conveniencia de la verosimilitud, asumen sin remedio la actitud del idiota que después de veinte días de viaje a bordo de la motonave "Claude Bernard", pregunta, señalando la proa: "C-est-par-lá-qu'on-va-en-avant?"

XII

Cuando salieron era casi de noche, y rojizos nubarrones de calor se aplastaban contra el cielo del centro. Con gran deferencia el inspector comisionó a dos vigilantes para que ayudaran al chófer a transportar á don Galo hasta un autocar que esperaba más lejos, cerca de los fondos del Cabildo. La distancia y el cruce de la calle complicaron inexplicablemente el traslado de don Galo, obligando de paso a que otro vigilante cortara el tránsito en la esquina de Bolívar. Contra lo que Medrano y López habían creído, no quedaban demasiados curiosos en la calle, la gente miraba un momento el raro espectáculo del London con las metálicas bajas, cambiaba algún comentario y seguía viaje.

– ¿Por qué diablos no arrimaron el autocar al café? -preguntó Raúl a uno de los vigilantes.

– Ordenes, señor -dijo el vigilante.

Las presentaciones recíprocas, promovidas por el amable inspector y continuadas espontáneamente por los viajeros entre azorados y divertidos, les permitían ya formar un grupo compacto que siguió como un cortejo la silla de ruedas de don Galo. El autocar debía pertenecer al ejército, aunque no se veía ninguna inscripción sobre la reluciente pintura negra. Tenía ventanillas muy estiechas, y la introducción de don Galo resultó particularmente complicada por la confusión del momento y la buena voluntad de todo el mundo y en especial del Pelusa, que se afanaba en el estribo dando órdenes y contraórdenes al taciturno chófer. Tan pronto como don Galo quedó instalado en el primer asiento y la silla se plegó como un acordeón gigante entre las manos del chófer, los viajeros subieron y se instalaron casi a ciegas en el tenebroso vehículo. Lucio y Nora, que habían cruzado la Avenida estrechamente tomados del brazo, buscaron un asiento del fondo y se quedaron muy quietos, mirando con algún recelo a los demás pasajeros y a los policías dispersos en la calle. Ya Medrano y López habían iniciado la charla con Raúl y Paula, y el doctor Restelli cambiaba los comentarios de rigor con Persio. Claudia y Jorge se divertían mucho, cada uno a su modo, los demás estaban demasiado ocupados en hablarse a gritos para fijarse en lo que ocurría.

El ruido de las metálicas del London, que Roberto y el resto del personal volvían a levantar, le llegó a López como un acorde final, un cierre de algo que definitivamente quedaba atrás. Medrano, a su lado, encendía otro cigarrillo y miraba las ilegibles pizarras de La Prensa. Entonces sonó una bocina y el autor arrancó muy despacio. En el acongojado grupo del Pelusa se opinaba que las despedidas son siempre dolorosas porque unos se van pero otros se quedan, pero que mientras hubiera salud, a lo que se hacía observar que los viajes son siempre la misma cosa, la alegría de unos y la pena de los demás, porque están los que se van pero hay que pensar también en los que se quedan. El mundo está mal organizado, siempre es igual, para unos todo y para otros nada.

– ¿Qué le pareció el discurso del inspector? -preguntó Medrano.

– Bueno, pasó algo que me pasa muchas veces -dijo López-. Mientras el tipo daba las explicaciones me parecieron inobjetables, y llegué a sentirme perfectamente cómodo en esta situación. Ahora ya no me parecen tan convincentes.

– Hay una especie de lujo de detalles que me divierte -dijo Medrano-. Hubiera sido mucho más sencillo citarnos en la aduana o en el muelle, ¿no le parece? Pero se diría que eso priva de un secreto placer a alguien que a lo mejor está mirándonos desde una de esas oficinas de la Municipalidad. Como ciertas partidas de ajedrez, en las que por puro lujo se complican los movimientos.

– A veces -dijo López- se los complica para enmascararlos. En todo esto hay como un fracaso escondido un poco como si estuvieran a punto de escamotearnos el viaje, o realmente no supieran qué hacer con nosotros.

– Sería una lástima -dijo Medrano, acordándose de Bettina-. No me gustaría nada quedarme de a pie a último momento.

Por el bajo, donde era ya de noche, se iban acercando a la dársena norte. El inspector tomó un micrófono y se dirigió a los pasajeros con el aire de un cicerone de Cook. Raúl y Paula, sentados adelante, notaron que el chófer conducía muy despacio para dar tiempo a que el inspector se explayara.

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