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XXVII

Al atardecer el sol se puso rojo y sopló una brisa fresca que ahuyentó a los bañistas y provocó la desbandada de las señoras, en general bastante repuestas del mareo. El señor Trejo y el doctor Restelli habían discutido en detalle la situación a bordo, y llegado a la conclusión de que las cosas estaban bastante bien siempre que el tifus no pasara de la popa. Don Galo era de la misma opinión, quizá en su optimismo influía el hecho de que los tres amigos -pues ya se sentían bastante próximos- hubieran llevado sus asientos hasta la parte más adelantada de la proa, donde el aire que respiraban no podía estar contaminado. En un momento en que el señor Trejo fue a su cabina a buscar unos anteojos de sol, encontró a Felipe que se duchaba antes de reingresar en sus blue-jeans. Sospechando que podía saber algo sobre la extraña conducta de los más jóvenes (pues no se le había escapado el aire de conspiración que tenían en el bar, y su salida corporativa), lo interrogó amablemente y se enteró casi en seguida de su expedición a las profundidades del buque. Demasiado astuto para incurrir en prohibiciones y otros úkases paternales, dejó a su hijo contemplándose en el espejo y volvió a la proa para poner al corriente a sus amigos. Por lo cual López, que se les acercó media hora más tarde con cara de aburrido, fue recibido de manera más bien circunspecta, haciéndosele notar que en un buque, como en cualquier otra parte, los principios de la consulta democrática deben regir en todo momento, aunque la fogosidad de los hombres jóvenes pueda excusar, etcétera. Mirando la línea perfecta del horizonte, López escuchó sin pestañear la homilía agridulce del doctor Restelli, a quien apreciaba demasiado para mandarlo ipso facto al cuerno. Contestó que se habían limitado a unos paseos de reconocimiento, por cuanto la situación distaba de haberse aclarado con la visita y las explicaciones del oficial, y que si bien no habían tenido el menor éxito, el fracaso los estimulaba a seguir considerando como sospechosa la truculenta historia de la epidemia.

Aquí don Galo se encrespó como un gallo de riña, al que se parecía extraordinariamente en muchos momentos, y sostuvo que sólo la fantasía más descabellada podía hacer nacer dudas sobre la clara y correcta explicación dada por el oficial. Por su parte, se apresuraba a señalar que si López y sus amigos continuaban estorbando la labor del comandante y sembrando una evidente indisciplina a bordo, las consecuencias no dejarían de resultar enojosas para todos, razón por la cual se adelantaba a expresar su discrepancia. Algo parecido opinaba el señor Trejo, pero como no tenía la menor confianza con López (y no podía disimular la molesta sensación de ser en cierto modo un advenedizo a bordo), se limitó a señalar que todos debían mostrarse unidos como buenos amigos, y consultarse previamente antes de adoptar una determinación que pudiera afectar la situación de los demás.

– Miren -dijo López-, de hecho no hemos sacado nada en limpio, y además nos hemos aburrido como locos, perdiendo entre otras cosas un baño en la piscina. Se lo digo por si les sirve de algún conduelo -agregó, riéndose.

Le parecía absurdo iniciar una controversia con los viejos, sin contar que el atardecer y el sol poniente invitaban al silencio. Avanzó hasta quedar suspendido sobre el tajamar, mirando el juego de la espuma que se teñía de rojo y de violeta. La tarde era extraordinariamente serena y la brisa parecía flotar en torno al Malcolm, acariciándolo apenas. Muy lejos, a babor, se veía un penacho de humo. López se acordó con indiferencia de su casa -que era la casa de su hermana y su cuñado, y en donde él tenía un departamento aparte-; a esa hora Ruth estaría entrando al patio cubierto los sillones de paja que sacaban de tarde al jardín, Gomara hablaría de política con su colega Carpio que defendía un vago comunismo mechado de poemas de autores chinos traducidos al inglés y de ahí al español por la editorial Lautaro, y los chicos de Ruth acatarían melancólicos la orden de ir a bañarse. Todo eso era ayer, todo eso estaba sucediendo ahí, un poco más allá de ese horizonte plateado y purpúreo. «Parece ya otro mundo», pensó, pero probablemente una semana más tarde los recuerdos ganarían fuerza cuando el presente perdiera la novedad. Hacía quince años que vivía en casa de Ruth, diez años que era profesor. Quince, diez años, y ahora un día de mar, una cabeza pelirroja (pero en realidad la cabeza pelirroja no tenía nada que Ver) bastaban para que ese pasaje ya importante de su vida, ese largo tercio de su vida se deshilacliara y se volviera una imagen de sueño. Quizá Paula estuviera en el bar, pero también podía ser que estuviera en su cabina y con Raúl, a la hora en que es tan hermoso hacer el amor mientras afuera cae la noche. Hacer el amor en un barco rolando suavemente, en una cabina donde cada objeto, cada olor y cada luz son un signo de distancia, de libertad perfecta. Porque estarían haciendo el amor, no iba a creer en esas palabras ambiguas, esa especie de declaración de independencia. Uno no se embarca con una mujer semejante para hablar de la inmortalidad del cangrejo. Ya podía mofarse amablemente, la dejaría jugar un rato, y después… «Jamaica John», pensó con un poco de rabia. «No seré yo quien haga de Christopher Dawn por vos, pebeta.» Lo que sería meter la mano en ese pelo rojo, sentirlo resbalar como sangre. «Pienso demasiado en sangre», se dijo, mirando el horizonte cada vez más rojo. «Senaquerib Edén, claro. ¿Pero si estuviera en el bar?» Y él ahí, perdiendo el tiempo… Se volvió, echó a andar rápidamente hacia la escalerilla. La Beba Trejo, sentada en el tercer peldaño, se corrió a un lado para dejarlo pasar.

– Lindo anochecer -dijo López, que todavía no sabía qué pensar de ella-. ¿No se marea usted?

– ¿Yo, marearme? -protestó la Beba -. Ni siquiera tomé las pildoras. Yo no me mareo nunca.

– Así me gusta -dijo López, a quien se le había agotado el tema. La Beba esperaba otra cosa, y sobre todo que López se quedara un rato charlando con ella. Lo vio alejarse, después de un saludo con la mano, y le sacó la lengua cuando tuvo la seguridad de que ya no podía verla. Era un estúpido pero más simpático que Medrano. De todos, su preferido era Raúl, pero hasta ahora Felipe y los otros lo acaparaban, era un escándalo. Se parecía un poco a William Holden, no, más bien a Gérard Philipe. No, tampoco a Gérard Philipe. Tan fino, con esas camisas de fantasía y la pipa. Esa mujer no se merecía un muchacho como él.

Esa mujer estaba en el bar, bebiendo un gin fizz en el mostrador.

– ¿Qué tal las expediciones? ¿Ya prepararon la bandera negra y los machetes de abordaje?

– ¿Para qué? -dijo López-. En realidad necesitaríamos un soplete de acetileno para perforar las puertas Stone, y un diccionario en seis idiomas para entendernos con los glúcidos. ¿No le contó Raúl?

– No lo he visto. Cuénteme.

López le contó, aprovechando para tomarse finamente el pelo y hacer caer en la volteada a los otros dos. También le habló de la prudente conducta de los ancianos y ambos la alabaron con una sonrisa. El barman preparaba unos gin fizz deliciosos, y no se veía más que a Atilio Presutti tomándose una cerveza y leyendo La Cancha. ¿Qué había hecho Paula toda la tarde? Pues bañarse en una piscina inenarrable, mirar el horizonte y leer a Francoise Sagan. López observó que tenía un cuaderno de tapas verdes. Sí, a veces tomaba notas o escribía alguna cosa. ¿Qué cosa? Bueno, algún poema.

– No lo confiese como si fuera un acto culpable -dijo López, impaciente-. ¿Qué pasa con los poetas argentinos que se andan escondiendo? Tengo dos amigos poetas, uno de ellos muy bueno, y los dos hacen como usted: un cuaderno en el bolsillo y un aire de personaje de Graham Greene acosado por Scotland Yard.

– Oh, esto ya no interesa a nadie -dijo Paula-. Escribimos para nosotros y para un grupo tan insignificante que no tiene el menor valor estadístico. Ya sabe que ahora la importancia de las cosas hay que medirla estadísticamente. Tabulaciones y esas cosas.

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