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Un rato después Medrano se volvió más contento a su cabina y encontró energías para abrir las valijas. «Coimbra», pensaba, fumando el último cigarrillo «Lewbaum el neurólogo.» Todo sé mezclaba tan fácilmente; quizá también fuera posible extraer un dibujo significativo de esos encuentros y esos recuerdos donde ahora entraba Bettina que lo miraba entre sorprendida y agraviada, como si el acto de encender la luz del cuarto de baño fuese una ofensa imperdonable. «Oh, déjame en paz», pensó Medrano, abriendo la ducha.

XVIII

Raúl encendió la luz de la cabecera, de su cama y apagó el fósforo que lo había guiado. Paula dormía, vuelta hacia él. A la débil luz del velador su pelo rojizo parecía sangre en la almohada.

«Qué bonita está -pensó, desnudándose sin apuro-. Cómo se le afloja la cara, huyen esas arrugas penosas del entrecejo siempre hosco, hasta cuando se ríe. Y su boca, ahora parece un ángel de Botticelli, algo tan joven, tan virgen…» Sonrió, burlón. «Thou still unravish'd bride of quietness», se recitó. «Ravish'd y archiravish'd, pobrecita.» Pobrecita Paula, demasiado pronto castigada por su propia rebeldía insuficiente, en un Buenos Aires que solamente le había dado tipos como Rubio, el primero (si era el primero, pero sí, porque Paula no le mentía) o como Lucho Neira, el último, sin contar los X y Z y los chicos de las playas, y las aventuras de fin de semana o de asiento trasero de Mercury o De Soto. Poniéndose el piyama azul, se acercó descalzo a la cama de Paula; lo conmovía un poco verla dormir aunque no fuese la primera vez que la veía, pero ahora Paula y él entraban en un ciclo íntimo y casi secreto que duraría semanas o meses, si duraba, y esa primera imagen de ella confiadamente dormida a su lado lo enternecía un poco. La infelicidad cotidiana de Paula le había sido insoportable en los últimos meses. Sus llamadas telefónicas a las tres de la madrugada, sus recaídas en las drogas y los paseos sin rumbo, su latente proyecto de suicidio, sus repentinas tiranías («vení en seguida o me tiro a la calle»), sus accesos de alegría por un poema que le salía a gusto, sus llantos desesperados que arruinaban corbatas y chaquetas. Las noches en que Paula llegaba de improviso a su departamento, irritándolo hasta el insulto porque estaba harto de pedirle que telefoneara antes; su manera de mirarlo todo, de preguntar: «¿Estás solo?», como si temiera que hubiese alguien debajo de la cama o del sofá, y en seguida la risa o el llanto, la confidencia interminable entre whisky y cigarrillos. Sin vedarse por eso intercalar críticas todavía más irritantes por lo justas: «A quién se le ocurre colgar ahí esa porquería», «¿no te das cuenta de que en esa repisa sobra un jarrón?», o sus repentinos accesos de moralina, su catequesis absurda, el odio a los amigos, su probable intromisión en la historia de Beto Lacierva que quizá explicaba la brusca ruptura y la fuga de Beto. Pero a la vez Paula la espléndida, la fiel y querida Paula, camarada de tantas noches exaltantes, de luchas políticas en la universidad, de amores y odios literarios. Pobre pequeña Paula, hija de su padre cacique político, hija de su familia pretenciosa y despótica, atada como un perrito a la primera comunión, al colegio de monjas, a mí párroco y mi tío, a La Nación y al Colón (su hermana Coca hubiese dicho «a Colón»), y de golpe la calle como un grito, el acto absurdo e irrevocable que la había segregado de los Lavalle para siempre y para nada, el acto inicial de su derrumbe minucioso. Pobre Paulita, cómo había podido ser tan tonta a la hora de las decisiones. Por lo demás (Raúl la miraba meneando la cabeza) las decisiones no habían sido nunca radicales. Paula comía aún el pan de los Lavalle, familia patricia capaz de echar tierra sobre el escándalo y pagarle un buen departamento a la oveja negra. Otra razón para la neurosis, las crisis de rebeldía, los planes de entrar en la Cruz Roja o irse al extranjero, todo eso debatido en la comodidad de un living y un dormitorio, servicios centrales e incinerador de basuras. Pobre Paulita. Pero era tan grato verla dormir profundamente («¿será Luminal, será Embutal?», pensó Raúl) y saber que estaría allí toda la noche respirando cerca de él que se volvía ahora a su cama, apagaba la luz y encendía un cigarrillo ocultando el fósforo entre las manos.

En el camarote 5, a babor, el señor Trejo duerme y ronca exactamente como en la cama conyugal dé la calle Acoyte. Felipe está todavía levantado aunque no puede más de cansancio; se ha dado una ducha, mira en el espejo su mentón donde asoma una barba incipiente, se peina minuciosamente por el placer de verse, de sentirse vivo en plena aventura. Entra en la cabina, se pone un piyama de hilo y se instala en un sillón a fumar un Camel, después de ajustar la luz orientable que se proyecta sobre el número de El Gráfico que hojea sin apuro. Si el viejo no roncara, pero sería pedir mucho. No se resigna a la idea de no tener una cabina para él solo; si por casualidad se le diera un programa, va a ser un lío. Con lo fácil que resultaría si el viejo durmiera en otra parte. Vagamente recuerda películas y novelas donde los pasajeros viven grandes dramas de amor en sus camarotes. «Por qué los habré invitado», se dice Felipe y piensa en la Negrita que estará desvistiéndose en el altillo, rodeada de revistas radiotelefónicas y postales de James Dean y Ángel Magaña. Hojea El Gráfico, se demora en las fotos de una pelea de box, se imagina vencedor en un ring internacional, firmando autógrafos, noqueando al campeón. «Mañana estaremos afuera», piensa bruscamente, y bosteza. El sillón es estupendo pero ya el Camel le quema los dedos, tiene cada vez más sueño. Apaga la luz, enciende el velador de la cama, se desliza saboreando cada centímetro de sábana, el colchón a la vez firme y mullido. Se le ocurre que ahora Raúl también se estará acostando después de fumar una última pipa, pero en vez de un viejo que ronca tendrá en la cabina a esa pelirroja tan preciosa. Ya se habrá acomodado contra ella, seguro que están los dos desnudos y gozando. Para Felipe la palabra gozar está llena de todo lo que los ensayos solitarios, las lecturas y las confidencias de los amigos del colegio pueden evocar y proponer. Apagando la luz. se vuelve poco a poco hasta quedar de lado, y estira los brazos en la sombra para envolver el cuerpo de la Negrita, de la pelirroja, un compuesto en el que entra también la hermana menor de un amigo y su prima Lolita, un calidoscopio que acaricia suavemente hasta que sus manos rozan la almohada, la ciñen, la arrancan de debajo de su cabeza, la tienden contra su cuerpo que se pega, convulso, mientras la boca muerde en la tela insípida y tibia. Gozar, gozar, sin saber cómo se ha arrancado el piyama y está desnudo contra la almohada, se endereza y cae boca abajo, empujando con los riñones, haciéndose daño, sin llegar al goce, recorrido solamente por una crispación que lo desespera y lo encona. Muerde la almohada, la aprieta contra las piernas, acercándola y rechazándola, y por fin cede a la costumbre, al camino más fácil, se deja caer de espaldas y su mano inicia la carrera rítmica, la vaina cuya presión gradúa, retarda o acelera sabiamente, otra vez es la Negrita, encima de él como le ha mostrado Ordóñez en unas fotos francesas, la Negrita que suspira sofocadamente, ahogando sus gemidos para que no se despierte el señor Trejo.

– En fin -dijo Carlos López, apagando la luz-. Contra todo lo que me temía, esta barbaridad acuática se ha puesto en marcha.

Su cigarrillo hizo dibujos en la sombra, después una claridad lechosa recortó el ojo de buey. Se estaba bien en la cama, eí levísimo rolido invitaba a dormirse sin más trámite. Pero López pensó primero en lo bueno que había sido encontrarse a Medrano entre los compañeros de viaje, en la historia de don Galo, en la pelirroja amiga de Costa, en el desconcertante comportamiento del inspector. Después volvió a pensar en su breve visita a la cabina de Raúl, el cambio de púas con la chica de ojos verdes. Menuda amiga se echaba Costa. Si no lo hubiera visto… Pero sí lo había visto y no tenía nada de raro, un hombre y una mujer compartiendo la cabina número 10. Curioso, si la hubiera encontrado con Medrano, por ejemplo, le hubiera parecido perfectamente natural. En cambio Costa, no sabía bien por qué… Era absurdo, pero era. Se acordó que el Costáis de Montherlant se había llamado Costa en un principio; se acordó de un tal Costa, antiguo condiscípulo. ¿Por qué seguía dándole vueltas a la idea? Algo no encajaba ahí. La voz de Paula al hablarle había sido una voz al margen de la presunta situación. Claro que hay mujeres que no pueden con el genio. Y Costa en la puerta de la cabina, sonriendo. Tan simpáticos los dos. Tan distintos. Por ahí andaba la cosa, una pareja tan disímil. No se sentía el nexo, ese mimetismo progresivo del juego amoroso o amistoso en que aun las oposiciones más abiertas giran dentro de algo que las enlaza y las sitúa.

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