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Le dio bruscamente la espalda y se acercó al ojo de buey. La mano con la pipa le colgaba, blanda. Se pasó la otra por el pelo, arqueó un poco los hombros. Por un momento había temido que Raúl le reprochase alguna otra cosa que no alcanzaba a precisar, cualquier cosa, que hubiera querido flirtear con Paula, o algo por el estilo. No quería mirarlo porque los ojos de Raúl le hacían daño, le daban ganas de llorar, de tirarse en la cama boca abajo y llorar, sintiéndose tan chiquilín y desarmado frente a ese hombre que le mostraba unos ojos tan desnudos. De espaldas a él, sintiéndole acercarse lentamente, sabiendo que de un momento a otro los brazos de Raúl iban a ceñirlo con toda su fuerza, sintió que la pena se hacía miedo y que detrás del miedo había como una especie de tentación de seguir esperando y saber cómo sería ese abrazo en el que Raúl reconunciaría a toda su superioridad para no ser más que una voz suplicante y unos ojos mansos como de perro, vencido por él, vencido a pesar de su abrazo. Bruscamente comprendía que los papeles se cambiaban, que era él quien podía dictar la ley. Se volvió de golpe, vio a Raúl en el preciso instante en que sus manos lo buscaban, y se le rio en la cara, histéricamente, mezclando risa y llanto, riéndose a sollozos agudos y quebrados, con la cara llena de muecas y de lágrimas y de burla.

Raúl le rozó la cara con los dedos, y esperó una vez más que Felipe le pegara. Vio el puño que se alzaba, lo esperó sin moverse. Felipe se tapó la cara con las dos manos, se agachó y saltó fuera de distancia. Era casi fatal que fuese hasta la puerta, la abriera y se quedara esperando. Raúl le pasó al lado sin mirarlo. La puerta sonó como un tiro a su espalda.

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Tal vez sea necesario el reposo, tal vez en algún momento el guitarrista azul deja caer el brazo y la boca sexual calla y se ahueca, entra en sí misma como horriblemente se ahueca y entra en sí mismo un guante abandonado en una cama. A esa hora de desapego y de cansancio (porque el reposo es eufemismo de derrota, y el sueño máscara de una nada metida en cada poro de la vida), la imagen apenas antropomórfica, desdeñosamente pintada por Picasso en un cuadro que fue de Apollinaire, figura más que nunca la comedia en su punto de fusión, cuando todo se inmoviliza antes de estallar en el acorde que resolverá la tensión insoportable. Pero pensamos en términos fijos y puestos ahí delante, la guitarra, el músico, el barco que corre hacia el sur, las mujeres y los hombres que entretejen sus pasos como los ratones blancos en la jaula. Qué inesperado revés de la trama puede nacer de una sospecha última que sobrepase lo que está ocurriendo y lo que no está ocurriendo, que se sitúa en ese punto donde quizá alcanza a operarse la conjunción del ojo y la quimera, donde la fábula arranca a pedazos la piel del carnero, donde la tercera mano entrevista apenas por Persio en un instante de donación astral, empuña por su cuenta la vihuela sin caja y sin cuerdas, inscribe en un espacio duro como mármol una música para otros oídos. No es cómo entender la antiguitarra como no es cómodo entender la antimateria, pero la antimateria es ya cosa de periódicos y comunicaciones a congresos, el antiuranio, el antisilicio destellan en la noche, una tercera mano sideral se propone con la más desaforada de las provocaciones para arrancar al vigía de su contemplación. No es cómodo presumir una antilectura, un anti-ser, una antihormiga, la tercera mano abofetea anteojos y clasificaciones, arranca los libros de los estantes, descubre la razón de la imagen en el espejo, su revelación simétrica y demoníaca. Ese antiyó y ese antitú están ahí, y qué es entonces de nosotros y de la satisfactoria existencia donde la inquietud no pasaba de una parva metafísica alemana o francesa, ahora que en el cuero cabelludo se posa la sombra de la antiestrella, ahora que en el abrazo del amor sentimos un vértigo de antiamor, y no porque ese palíndroma del cosmos sea la negación (¿por qué tendría que ser la negación el antiuniverso?) sino la verdad que muestra la tercera mano, la verdad que espera él nacimiento del hombre para entrar en la alegría!

De alguna manera, tirado en plena pampa, metido en una bolsa sucia o simplemente desbarrancado de un caballo mañero, Persio cara a las estrellas siente avecinarse el informe cumplimiento. Nada lo distingue a esa hora del payaso que alza una cara de harina hacia el agujero negro de la carpa, contacto con el cielo. El payaso no lo sabe, Persio no sabe qué es esa pedrea amarilla que rebota en sus ojos enormemente abiertos. Y porque no lo sabe, todo le es dado a sentir con más vehemencia, el casco reluciente de la noche austral gira paulatino con sus cruces y sus compases, y en los oídos penetra poco a poco la voz de la llanura, el crujir del pasto que germina, la ondulación temerosa de la culebra que sale al rocío, el leve tamborileo del conejo aguzado por un deseo de luna. Huele ya la seca crepitación secreta, de la pampa, toca con pupilas mojadas una tierra nueva que apenas trata con el hombre y lo rechaza como lo rechazan sus potros, sus ciclones y sus distancias. Los sentidos dejan poco a poco de ser parte de él para extraerlo y volcarlo en la llanura negra; ahora ya no ve ni oye ni huele ni toca, está salido, partido, desatado, enderezándose como un árbol abarca la pluralidad en un solo y enorme dolor que es el caos resolviéndose, el cristal que cuaja y se ordena, la noche primordial en el tiempo americano. Qué puede hacerle ya el sigiloso desfile de sombras, la creación renovada y deshecha que se alza en torno, la sucesión espantosa de abortos y armadillos y caballos lanudos y tigres de colmillos como cuernos, y malones de piedra y barro. Poyo inmutable, testigo indiferente de la revolución de cuerpos y eones, ojo posado como un cóndor de alas de montaña en la carrera de miríadas y galaxias y plegamientos, espectador de monstruos y diluvios, de escenas pastorales o incendios seculares, metamorfosis del magma, del siál, de la flotación indecisa de continentes ballenas, de islas tapires, australes catástrofes de piedra, parto insoportable de los Andes abriendo en canal una sierra estremecida, y no poder descansar un segundo ni saber con certeza si esa sensación de la mano izquierda es una edad glacial con todos sus estrépitos o nada más que una babosa que pasea de noche en busca de tibieza.

Si renunciar fuera difícil, renunciaría acaso a esa osmosis de cataclismos que lo sume en una densidad insoportable, pero se niega empecinado a la facilidad de abrir o cerrar los ojos, levantarse y salir al borde del camino, reinventar de golpe su cuerpo, la ruta, una noche de mil novecientos cincuenta y pico, el socorro que llegará con faros y exclamaciones y una estela de polvo. Aprieta los dientes (pero es quizá una cordillera que nace, una trituración de basaltos y arcillas) y se ofrece al vértigo, al andar de la babosa o la cascada por su cuerpo inmerso y confundido. Toda creación es un fracaso, vuelan las rocas por el espacio, animales innominados se derrumban y chapalean patas arriba, revientan en astillas los cohihues, la alegría del desorden aplasta y exalta y aniquila entre aullidos y mutaciones. ¿Qué debía quedar de todo eso, solamente una tapera en la pampa, un pulpero socarrón, un gaucho perseguido y pobre diablo, un °eneralito en él poder? Operación diabólica en que cifras colosales acaban en un campeonato de fútbol, un poeta suicida, un amor amargo por las esquinas y las madreselvas. Noche del sábado, resumen de la gloria, ¿es esto lo sudamericano? En cada gesto de cada día, ¿repetimos el caos irresuelto? En un tiempo de presente indefinidamente postergado, de culto necrofílico, de tendencia al hastío y al sueño sin ensueños, a la mera pesadilla que sigue a la ingestión del zapallo y el chorizo en grandes dosis, ¿buscamos la coexistencia del destino, pretendemos ser a la vez la libre carrera del ranquel y el último progreso del automovilismo profesional? De cara a las estrellas, tirados en la llanura impermeable y estúpida, ¿operamos secretamente una renuncia al tiempo histórico, nos metemos en ropas ajenas y en discursos vados que enguantan las manos del saludo del caudillo y el festejo de las efemérides, y de tanta realidad inexplorada elegimos el antagónico fantasma, la antimateria del antiespíritu, de la antiargentinidad, por resuelta negativa a padecer como se debe un destino en el tiempo, una carrera con sus vencedores y vencidos? Menos que maniqueos, menos que hedónicos vividores, ¿representamos en la tierra el lado espectral del devenir, su larva sardónica agazapada al borde de la ruta, el antitiempo del alma y el cuerpo, la facilidad barata, el no te metas si no es para avivarte? Destino de no querer un destino, ¿no escupimos a cada palabra hinchada, a cada ensayo filosófico, a cada campeonato clamoroso, la antimateria vital elevada a la carpeta de macramé, a los juegos florales, a la escarapela, al club social y deportivo de cada barrio porteño o rosarino o tucumano?

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