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Armado de baldes y aserrín, uno de los marineros finlandeses velaba por la limpieza de la maltratada cubierta. Con un quejido entre rabioso y desencantado, el Pelusa se agarraba la cara con las manes.

– No es que estea mareado -le dijo a la Nelly que lo miraba con un resto de conciencia-. Seguro que me cayó mal el helado, cuantimás que me mandé dos seguidos a bodega… ¿Vos cómo te sentís?

– Mal, Atilio, muy mal… Mírala a mamá, pobre. ¿No la podría ver el médico?

– Ma qué médico, mama mía -suspiró el Pelusa-. Si te cuento las novedades… Mejor no te digo, capaz que te descompones de nuevo.

– ¿Pero qué pasa, Atilio? A mí sí decime. ¿Por qué se mueve tanto este barco?

– Las mareas -dijo el Pelusa-. El pelado nos estuvo explicando todo lo del mar. Uy, qué manera de ladearse, mirá, mirá, parece que ese bloque de agua se nos viene encima… ¿Querés que te traiga el perfume para el pañuelo?

– No, no, pero decime lo que pasa.

– Qué va a pasar -dijo el Pelusa, luchando con una rara pelota de tenis que le subía por la garganta-. Tenemos la peste bubónica, tenemos.

XXV

Después de un silencio quebrado por una carcajada de Paula y frases desconcertadas o furiosas que no se dirigían a nadie en particular, Raúl se decidió a pedir a Medrano, López y Lucio que lo acompañaran un momento a su cabina. Felipe, que preveía el coñac y la charla entre hombres, notó que Raúl no le hacía la menor indicación de que se les agregara. Esperó todavía un momento, incrédulo, pero Raúl fue el primero en salir del salón. Incapaz de articular palabra, sintiéndose como si de golpe se le hubieran caído los pantalones delante de todo el mundo, se quedó solo con Paula, Claudia y Jorge, que hablaban de irse a cubierta. Antes de que pudieran hacer el menor comentario se lanzó fuera y corrió a meterse en su cabina, donde por suerte no estaba su padre. Tan grande era su despecho y su desconcierto que por un momento se quedó apoyado contra la puerta, frotándose vagamente los ojos. «¿Pero qué be cree ése? -alcanzó a pensar-. ¿Pero qué se piensa ése?» No le cabía duda de que la reunión se hacía para discutir un plan de acción, y a él lo dejaban fuera. Encendió un cigarrillo y lo tiró en seguida. Encendió otro, le dio asco y lo aplastó con el zapato. Tanta charla, tanta amistad, y ahora… Pero cuando habían empezado a bajar la escalera y Raúl le había preguntado si había que avisar a los otros, en seguida había aceptado su negativa, como si le gustara correr con él la aventura. Y después la charla en la cabina vacía, y por qué carajo lo había tuteado si al final lo largaba como un trapo y se iba a encerrar con los otros. Por qué le había dicho que ahora contaba con un amigo, por qué le había prometido una pipa… Sintió que se ahogaba, dejó de ver el pedazo de cama que estaba mirando y en su lugar quedó un confuso rodar de rayas y líneas pegajosas que salían de sus ojos y le caían por la cara. Enfurecido se pasó las dos manos por las mejillas, entró en el cuarto de baño y metió la cabeza en el lavabo lleno de agua fría. Después fue a sentarse a los pies de la cama, donde la señora de Trejo había colocado algunos pañuelos y un piyama limpio. Tomó un pañuelo y lo miró fijamente, murmurando insultos y quejas confundidos. Mezclándose con su rencor nacía poco a poco una historia de sacrificio en la que él los salvaría a todos, no sabía de qué pero los salvaría, y con un cuchillo en el corazón caería a los pies de Paula y de Raúl, escucharía sus palabras de dolor y arrepentimiento, Raúl le tomaría la mano y se la apretaría desesperado, Paula lo besaría en la frente… Los muy desgraciados, lo besarían en la frente pidiéndole perdón, pero él callaría como callan los dioses y moriría como mueren los hombres, frase leída en alguna parte y que le había impresionado mucho en su momento. Pero antes de morir como mueren los hombres ya les iba a dar que hablar a esa manga de pillados. Por lo pronto el más absoluto desdén, una indiferencia glacial. Buenos días, buenas noches, y se acabó. Ya vendrían a buscarlo, a confiarle sus inquietudes, y entonces sería la hora de la revancha. ¿Ah, ustedes piensan eso? No estoy de acuerdo. Yo tengo mi propia opinión, pero eso es cosa mía. No, ¿por qué tengo que decirla? ¿Acaso ustedes confiaron en mí hasta ahora, y eso que fui el primero en descubrir el pasaje de abajo? Uno hace lo que puede por ayudar y ese es el resultado. ¿Y si nos hubiera ocurrido algo allá abajo? Ríanse, todo lo que quieran, yo no pienso mover un dedo por nadie. Claro qut entonces seguirían investigando por su cuenta, y eso era casi lo único divertido a bordo de ese barco de porquería. También él, qué diablos, podía dedicarse a investigar por su lado. Pensó en los dos marineros de la cámara de la derecha, en el tatuaje. El llamado Orf parecía más accesible, y si lo encontraba solo… Se vio saliendo a la popa, descubriendo el primero las cubiertas y las escotillas de popa. Ah, pero la peste esa, supercontagiosa y nadie estaba vacunado a bordo. Un cuchillo en el corazón o la peste doscientos y pico, al fin y al cabo… Entornó los ojos para sentir el roce de la mano de Paula en la frente. «Pobrecito, pobrecito», murmuraba Paula, acariciándolo. Felipe resbaló hasta quedar tendido en su cama, mirando hacia la pared. Pobrecito, tan valiente. Soy yo, Felipe, soy Raúl. ¿Por qué hiciste eso? Toda esa sangre, pobrecito. No, no sufro nada. No son las heridas las que me duelen, Raúl. Y Paula diría: «No hable, pobrecito, espere que le quitemos la camisa», y él tendría los ojos profundamente cerrados como ahora, y sin embargo vería a Paula y a Raúl llorando sobre él, sentiría sus manos como ahora sentía va su propia mano que se abría deliciosamente paso entre sus ropas.

– Pórtate como un ángel -dijo Raúl- y anda a hacer de Florencia Nightingale para las pobres señoras mareadas, aparte de que también vos tenes la cara pasablemente verde

– Mentira -dijo Paula-. Yo no veo por qué me echan de mi cabina.

– Porque -explicó Raúl- tenemos que celebrar un consejo de guerra. Andate como una buena hormiguita y repartí Dramamina a los necesitados. Entren, amigos, y siéntense donde puedan, empezando por las camas.

López entró el último, después de ver cómo Paula se alejaba con aire aburrido, llevando en la mano el frasco de pastillas que Raúl le había dado como argumento todopoderoso. Ya olía a Paula en la cabina, lo sintió apenas hubo cerrado la puerta, por.sobre el humo del tabaco de pipa y la suave fragancia de las maderas le venía un olor de colonia, de pelo mojado, quizá de maquillaje. Se acordó de cuando había visto a Paula recostada en la cama del fondo y en vez de sentarse allí, al lado de Lucio ya instalado, se quedó de pie junto a la puerta y se cruzó de brazos.

Medrano y Raúl alababan la instalación eléctrica de las cabinas, los accesorios de último modelo provistos por la Magenta Star. Pero apenas se hubo cerrado la puerta y todos lo miraron con alguna curiosidad, Raúl abandonó su actitud despreocupada y abrió el armario para sacar la caja de hojalata. La puso sobre la mesa y se sentó en uno de los sillones repiqueteando con los dedos sobre la tapa de la caja.

– Yo creo -dijo- que en lo que va del día se ha discutido de sobra la situación en que estamos. De todas maneras no conozco en detalle el punto de vista de ustedes, y creo que deberíamos aprovechar que estamos juntos y a solas. Puesto que tengo el uso de la palabra, como dicen en las cámaras, empezaré por mi propia opinión. Ya saben que el chico Trejo y yo sostuvimos un diálogo muy aleccionante con dos de los habitantes de las profundidades. De resultas de ese diálogo o, más bien, del aire que se respiraba en el transcurso del diálogo, así como de la instructiva conferencia que acabamos de padecer con el oficial, extraigo la impresión de que a la tomadura de pelo bastante evidente, se.suma algo más serio. En una palabra, no creo que haya ninguna tomadura de pelo sino que somos víctimas de una especie de estafa. Nada que se parezca a las estafas comunes, por supuesto; algo más… metafísico, si me permiten la mala palabra.

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