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– ¿Por qué mala palabra? -dijo Medrano-. Ya salió el intelectual porteño, temeroso de las grandes palabras.

– Entendámonos -dijo López-. ¿Por qué metafísico?

– Porque, si he pescado el rumbo del amigo Costa, las razones inmediatas de esta cuarentena, verdaderas o falsas, encubren alguna otra cosa que se nos escapa, precisamente porque es de un orden más… bueno, la palabra en cuestión.

Lucio los miraba sorprendido, y por un momento se preguntó si no se habrían confabulado para burlarse de él. Lo irritaba no tener la menor idea de lo que querían decir, y acabó tosiendo y adoptando un aire de atención inteligente. López, que había notado su gesto, alzó amablemente la mano.

– Vamos a fabricarnos un pequeño plan de clase, como diríamos el doctor Restelli y yo en nuestra ilustre sala de profesores. Propongo meter bajo llave las imaginaciones extremas, y encarar el asunto de la manera más positiva posible. En ese sentido suscribo lo de la tomadura de pelo y la posible estafa, porque dudo que el discurso del oficial haya convencido a nadie. Creo que el misterio, por llamarse así, sigue tan en pie como ai principio.

– En fin, está la cuestión del tifus -dijo Lucio.

– ¿Usted cree en eso? -¿Por qué no?

– A mí me suena a falso de punta a punta -dijo López-, aunque no podría explicar por qué. Por más irregular que haya sido nuestro embarque en Buenos Aires, el Malcolm estaba amarrado en la dársena norte, y cuesta creer que un barco en el que hay dos casos de esa enfermedad tan temible haya podido burlar en esa forma a las autoridades portuarias.

– Bueno, eso es materia de discusión -dijo Medrano-. Creo que nuestra salud mental saldrá ganando si por el momento lo dejamos de lado. Lamento ser tan escéptico, pero creo que las tales autoridades estaban metidas en un brete ayer a las seis de ia tarde, y que se zafaron de la mejor manera posible, o sea sin escrúpulos ni rodeos. Ya sé que eso no explica la etapa anterior, la entrada del Malcolm en el puerto con semejante peste a bordo. Pero también en ese caso se puede pensar en algún arreglo turbio.

– La enfermedad pudo declararse a bordo después de haber amarrado en la dársena -dijo Lucio-. Esas cosas latentes, verdad.

– Sí, es posible. Y la Magenta Star no quiso perder el negocio que se le presentaba a último minuto. ¿Por qué no? Pero no nos lleva a ninguna parte. Partamos de la base de que ya estamos a bordo y lejos de la costa. ¿Qué vamos a hacer?

– Bueno, la pregunta hay que desdoblarla previamente -dijo López-. ¿Debemos hacer algo? En ese caso, pongámonos de acuerdo.

– El oficial explicó lo del tifus -dijo Lucio, algo confuso-. A lo mejor nos conviene quedarnos tranquilos, por lo menos unos días. El viaje va a ser tan largo… ¿No es formidable que nos lleven al Japón?

– El oficial -dijo Raúl- puede haber mentido.

– ¡Cómo mentido! ¿Entonces… no hay tifus?

– Querido, a mí lo del tifus me suena a camelo. Como López, no puedo dar razón alguna. I feel it in my bones, como decimos los ingleses.

– Coincido con los dos -dijo Medrano-. Quizá haya alguien enfermo del otro lado, pero eso no explica la conducta del capitán (salvo que realmente sea uno de los enfermos) y de los oficiales. Se diría que desde que subimos a bordo estaban preguntándose cómo debían manejarnos, y que se les pasó todo este tiempo en discusiones. Si hubieran empezado por ser más corteses, casi no habríamos sospechado.

– Sí, aquí entra ahora el amor propio -dijo López-. Estamos resentidos contra esta falta de cortesía, y quizá exageramos. De todos modos no oculto que apaite de una cuestión de bronca personal, hay algo en esa idea de las puertas cerradas que me joroba. Es como si esto no fuera un viaje, realmente.

Lucio, cada vez más sorprendido por esas reacciones que sólo débilmente compartía, bajó la cabeza asintiendo. Si se la iban a tomar tan en serio, entonces todo se iría al tacho. Un viaje de placer, qué diablos… ¿Por qué estaban tan quisquillosos? Puerta más o menos… Cuando les pusieran la piscina en la cubierta y se organizaran juegos y diversiones, ¿qué importaba la popa? Hay barcos en los que nunca se puede ir a la popa (o a la proa) y no por eso la gente se pone nerviosa.

– Si supiéramos que realmente es un misterio -dijo López, sentándose al borde de la cama de Raúl-, pero también puede tratarse de terquedad, de descortesía, o simplemente que el capitán nos considera como un cargamento rigurosamente estibado en un sector del barco. Y ahí es donde la idea empieza a darme ahí donde ustedes se imaginan.

– Y si llegáramos a la conclusión de que se trata de eso -dijo Raúl-, ¿qué deberíamos hacer?

– Abrirnos paso -dijo secamente Medrano.

– Ah. Bueno, ya tenemos una opinión, que apoyo. Veo que López también, y que usted…

– Yo también, claro -dijo precipitadamente Lucio-. Pero antes hay que tener la seguridad de que no nos encierran de este lado por puro capricho.

– El mejor sistema sería insistir en telegrafiar a Buenos Aires. La explicación del oficial me pareció absurda, porque cualquier equipo radiotelegráfico de un barco sirve precisamente para eso. Insistamos, y de lo que resulte se deducirá la verdad sobre las intenciones de los… de los lípidos. López y Medrano se echaron a reír. -Ajustemos nuestro vocabulario -dijo Medrano-. Jorge entiende que los lípidos son los marineros de la popa. Los oficiales, según le oí decir en la mesa, son los glúcidos. Señores, es con los glúcidos con quienes tenemos que enfrentarnos.

– Mueran los glúcidos -dijo López-. Y yo que me pasé la mañana hablando de novelas de piratas… En fin, supongamos que se niegan a enviar nuestro mensaje a Buenos Aires, lo que es más que seguro si han jugado sucio y tienen miedo de que se les estropee el negocio. En ese caso no veo cuál puede ser el próximo movimiento.

– Yo sí -dijo Medrano-. Yo lo veo bastante claro, che. Será cuestión de echarles alguna puerta abajo y darse una vuelta por el otro lado.

– Pero si las cosas se ponen feas… -dijo Lucio-. Ya se sabe que a bordo las leyes son distintas, hay otra… disciplina. No entiendo nada de eso, pero me parece que uno no puede extralimitarse sin pensarlo bien.

– Como extralimitarse, la demostración que nos están haciendo los glúcidos me parece bastante elocuente -dijo Raúl-. Si mañana se le antoja al capitán Smith (y a la vez se le ocurrió un complicado juego dé palabras donde intervenía la princesa Pocahontas y de ahí el descaro) que vamos a pasarnos el viaje dentro de las cabinas, estaría casi en su derecho.

– Eso es hablar como Espartaco -dijo López-. Si uno les da un dedo se toman todo el brazo; así diría el amigo Presutti, cuya sensible ausencia deploro en estas circunstancias.

– Estuve por hacerlo venir también a él -dijo Raúl-, pero la verdad es que es tan bruto que lo pensé mejor. Más tarde le podemos presentar un resumen de las conclusiones y enrolarlo en la causa redentora. Es un excelente muchacho, y los glúcidos y lípidos le caen como un pisotón en el juanete.

– En resumen -dijo Medrano-, creo entender que, primo, estamos bastante de acuerdo en que lo del tifus no resulta convincente, y que, secundo, debemos insistir en que caigan las murallas opresoras y se nos permita mirar el barco por donde nos dé la gana.

– Exacto. Método: Telegrama a la capital. Probable resultado: Negativa. Acción subsiguiente: Una puerta abajo.

– Todo parece bastante fácil -dijo López- salvo lo de la puerta. Lo de la puerta no les va a gustar ni medio.

– Claro que no les va a gustar -dijo Lucio-. Pueden llevarnos de vuelta a Buenos Aires, y eso sería una macana me parece.

– Lo reconozco -dijo Medrano que miraba a Lucio con cierta irritante simpatía-. Volver a encontrarnos en Perú y Avenida pasado mañana por la mañana sería más bien ridículo. Pero, amigo, da la casualidad de que en Perú y Avenida no hay puertas Stone.

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