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Nora no había entendido el final pero se ie contagió la risa de López. Ahora Roberto acababa de instalar trabajosamente a Don Galo cerca de una ventana, y le traía una naranjada. El chófer se había retirado y esperaba en la puerta, charlando con la enfermera. La silla de Don Galo molestaba enormemente a todo el mundo, pero a Don Galo esto parecía hacerle mucho bien. López estaba fascinado

– No puede ser -repitió-. ¿Con esa salud y toda esa plata se va a embarcar nada más que porque es gratis?

– No tan gratis -dijo Medrano-. El número le costó diez pesos, che.

– En la vejez de los hombres de acción suelen darse esos caprichos de adolescentes -dijo el doctor Restelli-. Yo mismo, fortuna aparte, me pregunto si realmente debería…

– Ahí vienen unos tipos con bandoneones -dijo Lucio-. ¿Será por nosotros?

VIII

Se veía que era un café para pitucos, con esas sillas de ministro y los mozos que ponían cara de resfriados apenas se les pedía un medio litro bien tiré y con poca espuma. No había ambiente, eso era lo malo.

Atilio Presutti, mejor conocido por el Pelusa, se metió la mano derecha en el pelo de apretados rizos color zanahoria y la sacó por la nuca después de un trabajoso recorrido. Después se atusó el bigote castaño y miró satisfecho su cara pecosa en el espejo de la pared. No contento con lo anterior, sacó un peine azul del bolsillo superior del saco y se peinó con gran ayuda de golpes secos que daba con la mano libre para marcar el jopo. Contagiados por su acicalamiento, dos de sus amigos procedieron a refrescarse la peinada.

– Es un café para pitucos -repitió el Pelusa-. A quién se le ocurre hacer la despedida en este sitio.

– El helado es bueno -dijo la Nelly, sacudiendo la solapa del Pelusa para hacer caer la caspa-. ¿Por qué te pusiste el traje azul, Atilio? De verlo me muero de calor, te juro.

– Si lo dejo en la valija se me arruga todo -dijo el Pelusa-. Yo me sacaría el saco pero me da no sé qué aquí. Pensar que los podríamos haber reunido en lo del Ñato que es más familiar.

– Cállese, Atilio -dijo la madre de la Nelly -. No me hable de despedidas después de lo del domingo. Ay, Dios mío, cada vez que me acuerdo…

– Pero si no fue nada, doña Pepa -dijo el Pelusa.

La señora de Presutti miró severamente a su hijo.

– ¿Cómo que no fue nada? -dijo-. Ah, doña pepa, estos hijos… ¿No fue nada, no? Y tu padre en la cama con la paleta sacada y el tobillo recalcado.

– ¿Y eso qué tiene? -dijo el Pelusa-. El viejo es más fuerte que una locomotora.

– ¿Pero qué pasó? -preguntó uno de los amigos.

– ¿Cómo, vos no estabas el domingo?

– ¿No te acordás que no estaba? Me tenía que estrenar para la pelea. Cuando uno se estrena, nada de fiestas. Te avisé, acordate.

– Ahora me acuerdo -dijo el Pelusa-. La que te perdiste, Rusito.

– ¿Hubo un accidente, hubo?

– Fue grande -dijo el Pelusa-. El viejo se cayó de la azotea al patio y casi se mata. Uy Dios, qué lío.

– Un accidente, sabe -dijo la señora de Presutti-. Contale, Atilio. A mí me hace impresión nada más que de acordarme.

– Pobre Doña Pepa -dijo la Nelly.

– Pobre -dijo la madre de la Nelly.

– Pero si no fue nada -dijo el Pelusa-. Resulta que la barra se juntó para despedirnos a la Nelly y a mí. La vieja aquí hizo una raviolada fenómena y los muchachos trajeron la cerveza y las masitas. Estábamos lo más bien en la azotea, entre el más chico y yo pusimos el toldo y trajimos la vitrola. No faltaba nada. ¿Cuántos seríamos? Por lo menos treinta.

– Más -dijo ¡a Nelly-. Yo conté casi cuarenta. El estofado apenas alcanzó, me acuerdo.

– Bueno, todos estábamos lo más bien, no como aquí que parece una mueblería. El viejo se había puesto en la cabecera y lo tenía al lado a Don Rapa el del astillero. Vos sabés cómo le gusta el drogui a mi viejo. mirá, mira la cara que pone la vieja. ¿No es verdad, decime? ¿Qué tiene de malo? Yo lo que.sé es que cuando sirvieron las bananas todos estábamos bastante curdas, pero el viejo era el peor. Cómo cantaba, mama mía. Justo entonces se le ocurre brindar por el viaje, se levanta con el medio litro en la mano, y cuando va a empezar a hablar le agarra un ataque de tos, se echa así para atrás y se cae propio al patio. Qué impresión que me hizo el ruido, pobre viejo. Parecía una bolsa de maíz; te juro.

– Pobre Don Pipo -dijo el Rusito, mientras la señora de Presutti sacaba un pañuelito de la cartera.

– ¿Ve, Atilio? Ya la hizo llorar a su mamá -dijo la madre de la Nelly -. No llore, Doña Rosita. Total no fue nada.

– Pero claro -dijo el Pelusa-. Che, qué lío que se armó. Todos bajamos abajo, yo estaba seguro que el viejo se había roto la cabeza. Las mujeres lloraban, era un plato. Yo le dije a la Nelly que cortara la vitrola y Doña Pepa aquí la tuvo que atender a la vieja que le había dado el ataque. Pobre vieja, cómo se retorcía.

– ¿Y don Pipo? -preguntó el Rusito, ávido de sangre.

– El viejo es un fenómeno -dijo el Pelusa-. Yo cuando lo vi en las baldosas y que no se movía, pensé: «Te quedaste huérfano de padre.» El más chico fue a llamar a la Asistencia y entre tanto le sacamos la camiseta al viejo para ver si respiraba. Lo primero que hizo al abrir los ojos fue meterse la mano en el bolsillo para ver si no le habían afanado la cartera. El viejo es así. Después dijo que le dolía la espalda pero que no era nada. Para mí que quería seguir la farra. ¿Te acordás, vieja, cuando te trajimos para que vieras que no le pasaba nada? Qué plato, en vez de calmarse le dio el ataque el doble de fuerte.

– La impresión -dijo la madre de Nelly-. Una vez. en mi casa…

– Total, cuando cayó la ambulancia ya el viejo estaba sentado en el suelo y todos nos reíamos como locos. Lástima que los dos practicantes no quisieron saber nada de dejarlo en casa. A la final se lo llevaron, pobre viejo, pero eso sí, yo aproveché que uno me pidió que le firmara no sé qué papel, y me hice revisar de este oído que a. veces lo tengo tapado.

– Fenómeno -dijo el Rusito, impresionado-. Mira lo que me perdí. Lástima que justo ese día me tenía que estrenar.

Otro de los amigos, metido en un enorme cuello duro, se levantó de golpe.

– ¡Manya quiénes vienen! ¡Pibe, qué fenómeno!

Solemnes, brillante el pelo, impecables los trajes a cuadros, los bandoneonistas de la típica de Asdrubal Crésida se abrían paso entre las mesas cada vez más concurridas. Tras de ellos entró un joven vestido de gris perla y camisa negra, que sujetaba su corbata color crema con un alfiler en forma dé escudo futbolístico.

– Mi hermano -dijo el Pelusa, aunque nadie ignoraba ese importante detalle-. Te das cuenta, nos vino a dar una sorpresa.

El conocido intérprete Humberto Roland llegó a la mesa y dio efusivamente la mano a todo el mundo salvo a su madre.

– Fenómeno, pibe -dijo el Pelusa-. ¿Te hiciste reemplazar en la radio?

– Pretexté un dolor de muelas-dijo Humberto Roland-. Única forma de que esos sujetos no me descuenten. Aquí los compañeros de la orquesta también han querido despedirlos.

Conminado, Roberto agregó otra mesa y cuatro sillas, el artista pidió un mazagrán, y los instrumentistas coincidieron en la cerveza.

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