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A
A

que cenas con champán bien frapé

y en el tango enredas tu ilusión…

Era perceptible en el London una repentina cuanto sorprendente inversión acústica, pues al quedar la mesa del Pelusa sumida en cadavérico silencio, las charlas de los alrededores se volvían más conspicuas. El Pelusa y el Rusito pasearon miradas furibundas, mientras Humberto Roland engolaba la voz.

– Tenés un camba que te acamala

y veinte abriles, que son diqueros…

Carlos López se sintió perfectamente feliz, y se lo hizo saber a Medrano. El doctor Restelli estaba visiblemente molesto -según dijo- por el cariz que tomaban los acontecimientos.

– Soltura envidiable de esa gente -dijo López-. Hay casi una perfección en la forma en que actúan dentro de sus posibilidades, sin la menor sospecha de que el mundo sigue más allá de los tangos y de Racing.

– Miren a Don Galo -dijo Medrano-. El viejo se está asustando, me parece.

Don Galo había pasado de la estupefacción a las señas conminatorias al chófer que entró corriendo, escuchó a su amo y volvió a salir. Lo vieron que hablaba con el vigilante que asistía a la escena desde la ventana de Florida. También vieron el gesto del vigilante, consistente en juntar jos cinco dedos de la mano vuelta hacia arriba, e imprimirles un movimiento de vaivén vertical.

– Seguro -comentó Medrano-. ¿Qué tiene de malo, al fin y al cabo?

– Te llaman todos muñeca brava

porque a los giles mareas sin grupo…

Paula y Raúl gozaban enormemente de la escena, mucho más que Lucio y Nora, visiblemente desconcertados. Una helada prescindencia contraía a la familia de Felipe, quien observaba fascinado las fulgurantes marchas y contramarchas de los dedos de los bandoneonistas. Más allá Jorge entraba en su segundo helado, y Claudia y Persio andaban perdidos en su charla metafísica. Por sobre todos ellos, por encima de la indiferencia o el regocijo de los habitúes del London, Humberto Roland llegaba al desenlace melancólico de tanta gloria porteña:

– Pa mi sos siempre la que no supo

guardar un cacho de amor y juventú…

Entre gritos, aplausos y golpes de cucharitas en la mesa, el Pelusa se levantó conmovido y abrazó estrechamente a su hermano. Después dio la mano a los tres bandoneonistas, se golpeó el pecho y sacó un enorme pañuelo para sonarse. Humberto Roland agradeció los aplausos con aire condescendiente, y la Nelly y las señoras iniciaron el semicoro laudatorio que el cantor escuchó con su sonrisa incansable. Entonces un niño muy poco visible hasta ese momento soltó una especie de bramido, resultante de haberse atragantado con una masa de crnma, y en la mesa hubo gran revuelo, rematado con un clamor universal tendiente a aue Roberto trajera un vaso de agua.

– Estuviste grande -decía el Pelusa, enternecido.

– Como siempre, nomás -contestaba Humberto Roland.

– Qué sentimiento que tiene -opinó la madre de la Nelly.

– Siempre fue así -dijo la señora de Presutti-. A él que no le hablaran de estudiar ni nada. El arte solamente.

– Como yo -decía el Rusito-. Qué estudiar ni que ocho cuartos. Meta pinas nomás.

La Nelly acabó de sacar los pedazos de masa de la garganta del niño. La gente agolpada en las ventanas empezaba a retirarse, y el doctor Restelli se pasó el dedo por el cuello almidonado y mostró visible alivio.

– Bueno -dijo López-. Parece que ya es la hora.

Dos caballeros vestidos de azul oscuro acababan de situarse en el centro del café. Uno de ellos golpeó secamente las manos y el otro hizo un gesto para reclamar silencio. Con una voz que hubiera podido prescindir de esa precaución, dijo:

– Se ruega a los señores clientes que no hayan sido citados por escrito, así como a los señores que han venido a despedir a los citados, que se retiren del lugar.

– ¿Lo qué? -preguntó la Nelly.

– Que se tenemo de ir -dijo uno de los amigos del Pelusa-. Vos te das cuenta, justo cuando los estábamo divirtiendo más.

Pasada la sorpresa, empezaban a. oírse exclamaciones y protestas de los parroquianos. El hombre que había hablado levantó una mano con la palma hacia adelante y dijo:

– Soy inspector de la Dirección de Fomento, y cumplo órdenes superiores. Ruego a las personas citadas que permanezcan en su lugar, y a los demás que salgan lo antes posible.

– Mira -dijo Lucio a Nora-. Hay un cordón de vigilantes en la Avenida. Esto más parece un allanamiento que otra cosa.

El personal del London, tan sorprendido como los clientes, no daba abasto para cobrar de golpe todas las consumiciones, y había extraordinarias complicaciones de vueltos, devolución de masas y otros detalles técnicos. En la mesa del Pelusa se oía llorar a gritos. La señora de Presutti y la madre de la Nelly pasaban por el duro trance de despedirse de los parientes que quedaban en tierra. La Nelly consolaba a su madre y a su futura suegra, el Pelusa volvió a abrazar a Humberto Roland, y cambió palmadas en la espalda con toda la barra.

– ¡Felicidad, felicidad! -gritaban los muchachos-. ¡Escribí, Pelusa!

– ¡Te mando una postal, pibe!

– ¡No te olvides de la barra, che!

– ¡Qué me voy a olvidar! ¡Felicidad, eh!

– ¡Viva Boca! -gritaba el Rusito, mirando desafiante a los de las otras mesas.

Dos caballeros de aire patricio se habían acercado al inspector de Fomento y lo miraban como si acabara de caer de otro planeta.

– Usted obedecerá a las órdenes que quiera -dijo uno de ellos- pero en mi vida he visto un atropello semejante.

– Sigan, sigan -dijo el inspector sin mirarlos.

– Soy el doctor Lastra -dijo el doctor Lastra- y conozco tan bien como usted mis derechos y obligaciones. Este café es público, y nadie puede hacerme salir sin una orden escrita.

El inspector sacó un papel y se lo mostró.

– ¿Y qué? -dijo el otro caballero-. No es más que un atropello legalizado. ¿Acaso estamos en estado de sitio?

– Haga constar su protesta por la vía que corresponda -dijo el inspector-. Che Viñas, hace salir a esas señoras del saloncito. A ver si se van a estar empolvando hasta mañana.

En la Avenida había tanta gente forcejeando con el cordón policial para ver lo que pasaba, que el tráfico acabó por interrumpirse. Los parroquianos iban saliendo con caras de asombro y escándalo por el lado de Florida, donde era menor la aglomeración. El llamado Viñas y el inspector de Fomento recorrieron las mesas pidiendo que se les mostrara la convocatoria y se identificara a los acompañantes. Un vigilante recostado en el mostrador charlaba con los mozos y el cajero, que tenían orden de no moverse de donde estaban. Casi vacío, el London tomaba un aire de ocho de la mañana que la caída de la noche y estrépito en la calle desmentían extrañamente.

– Bueno -dijo el inspector-. Ya pueden bajar las metálicas.

B

Por qué razón ha de ser así una tela de araña o un cuadro de Picasso, es decir, por qué el cuadro no ha de explicar la tela y la araña no ha de fijar la razón del cuadro. Ser así, ¿qué quiere decir? De la más pequeña partícula de tiza, lo que se vea en ella será con arreglo a la nube que pasa por la ventana o la esperanza del contemplador. Las cosas pesan más si se las mirá, ocho y ocho son dieciséis y el que cuenta. Entonces ser así puede no ser asi, puede apenas valer así o anunciar así o engañar así. En esa forma un conjunto de gentes que han de embarcarse no ofrece garantía ni de embarque en cuanto cabe suponer que las circunstancias pueden variar y no habrá embarque, o pueden no variar y habrá embarque, en cuyo caso la tela de araña o el cuadro de Picasso o el conjunto de gente embarcada cristalizaran y ya no podrá pensarse de esta última que es un conjunto de gentes que han de embarcarse. En todos los casos la tentativa tan retórica y tan triste de querer que algo por fin sea y se aquiete, verá correr por las mesas del London las gotas inapresables del mercurio, maravilla de infancia.

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