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IX

Paula y Raúl entraron por la puerta de Florida y se sentaron en una mesa del lado de la ventana. Paula miró apenas el interior del café, pero a Raúl lo divertía el juego de adivinar entre tantos sudorosos porteños a los probables compañeros de viaje.

– Si no tuviera la convocatoria en el bolsillo creería que es una broma de algún amigo -dijo Raúl-. ¿No te parece increíble?

– Por el momento me parece más bien caluroso -dijo Paula-. Pero admito que la carta vale el viaje.

Raúl desplegó un papel color crema y sintetizó:

– A las 18 en este café. El equipaje será recogido a domicilio por la mañana. Se ruega no concurrir acompañado. El resto corre por cuenta de la Dirección de Fomento. Como lotería, hay que reconocer que se las trae. ¿Por qué en este café, decime un poco?

– Hace rato que he renunciado a entender este asunto -dijo Paula- como no sea que te sacaste un premio y me invitaste, descalificándome para siempre del Quién es quién en la Argentina.

– Al contrario, este viaje enigmático te dará gran prestigio. Podes hablar de un retiro espiritual, decir que estás trabajando en una monografía sobre Dylan Thomas, poeta de turno en las confiterías literarias. Por mi parte considero que el mayor encanto de toda locura está en que siempre acaba mal.

– Sí, a veces eso puede ser un encanto -dijo Paula-. Le besoin de la fatalité, que le dicen.

– En el peor de los casos será un crucero como cualquier otro, sólo que no se sabe muy bien adonde. Duración, de 3 a 4 meses. Confieso que esto último me decidió. ¿Adonde son capaces de llevarnos con tanto tiempo? ¿A la China, por ejemplo?

– ¿A cuál de las dos?

– A las dos, para hacer honor a la tradicional neutralidad argentina.

– Ojalá, pero ya verás que nos llevan a Genova y de allí en autocar por toda Europa hasta dejarnos hechos pedazos.

– Lo dudo -dijo Raúl-. Si fuera así lo habrían afichado clamorosamente. Anda a saber qué lío se les ha armado a la hora de embarcarnos.

– De todos modos -dijo Paula- algo se hablaba del itinerario.

– Absolutamente aleatorio. Vagos términos

contractuales que ya no recuerdo, insinuaciones destinadas a despertar nuestro instinto de aventura y de azar. En resumen, un grato viaje, condicionado por las circunstancias mundiales. Es decir que no nos van a llevar a Argelia ni a Via divostok ni a Las Vegas. La gran astucia fue lo de.las licencias automáticas. ¿Qué burócrata re siste? Y el talonario de cheques del viajero, eso también cuenta. Dólares, fíjate un poco, dólares.

– Y poder invitarme a mí.

– Por supuesto. Para ver si el aire salado y las puertos exóticos curan de mal de amores.

– Siempre será mejor que el gardenal -dijo Paula mirándolo. Raúl la miró a su vez. Se quedaron un momento así, inmóviles, casi desafiantes.

– Vamos -dijo Raúl- déjate de tonterías ahora. Me lo prometiste.

– Claro -dijo Paula.

– Siempre decís «claro» cuando todo está más que oscuro.

– Fíjate que dije: siempre será mejor que el gardenal.

– De acuerdo, on laisse tomber.

– Claro -repitió Paula-. No te enojes, bonito. Te estoy agradeciendo, créeme. Me sacas de un pantano al invitarme, aunque perezca mi escasa reputación. De veras, Raúl, creo que el viaje me servirá de algo. Sobre todo si nos metemos en un lío absurdo. Lo que nos vamos a reír.

– Siempre será otra cosa -dijo Raúl-. Estoy un poco harto de proyectar chalets para gente como tu familia o la mía. Comprendo que esta solución es bastante idiota y que no es solución sino mero aplazamiento. Al final volveremos y todo será como antes. Pero a lo mejor es ligeramente menos o más que como antes.

– Nunca entenderé por qué no aprovechaste para viajar con un amigo, con alguien más cercano que yo.

– Quizá por eso, milady. Para que la cercanía no me siguiera atando a la gran capital del sud. Aparte que eso de cercanía, vos sabés…

– Creo -dijo Paula, mirándolo en los ojos- que sos un gran tipo.

– Gracias. No es cierto, pero vos le das una apariencia de realidad.

– Yo creo también que el viaje va a ser muy divertido.

– Muy.

Paula respiró profundamente. De pronto, así, algo como la felicidad.

– ¿Vos trajiste pildoras para el mareo? -preguntó.

Pero Raúl miraba hacia una gran congregación de estrepitosos jóvenes.

– Madre mía -dijo-. Hay uno que parece que va a cantar.

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Aprovechando el diálogo materno-filial Persio piensa y observa en tornó, y a cada presencia aplica el logos o del logos extrae el hilo, del meollo la fina pista sutil con vistas al espectáculo que deberá -asi él quisiera- abrirle el portillo hacia la síntesis. Desiste sin esfuerzo Persio de las figuras adyacentes a la secuencia central, calcula y concentra la baza significativa, cala y hostiga la circunstancia ambiente, separa y analiza, aparta y pone en la balanza. Lo que ve adquiere el relieve que daría una fiebre fría, una alucinación sin tigres ni coleópteros, un ardor que persigue su presa sin saltos de mono ni cisnes de ecolalia. Ya han quedado fuera del café las comparsas que asisten a la partida (pero, de juego se habla ahora) sin saber de su parada. A Persio le va gustando aislar en la platina la breve constelación de los que quedan, de los que han de viajar de veras. No sabe más que ellos de las leyes del juego, pero siente que están naciendo ahí mismo de cada uno de los jugadores, como en un tablero infinito entre adversarios mudos, para alfiles y caballos como delfines y sátiros juguetones. Cada jugada una naumaquia, cada paso un río de palabras o de lágrimas, cada casilla un grano de arena, un mar de sangre, una comedia de ardillas o un fracaso de Juglares que ruedan por un prado de cascabeles y aplausos.

Así un municipal concierto de buenas intenciones encaminadas a la beneficencia y quizá (sin saberlo con certeza) a una oscura ciencia en la que talla la suerte, el destino de tos agraciados, ha hecho posible este congreso en el London, este pequeño ejército del que Persio sospecha las cabezas de fila, los furrieles, los tránsfugas y quizás los héroes, atisba las distancias de acuario a mirador, los hielos de tiempo que separan una mirada de varón de una sonrisa vestida de rouge, la incalculable lejanía de los destinos que de pronto se vuelven gavilla en una cita, la mezcla casi pavorosa de seres solos que se encuentran de pronto viniendo desde taxis y estaciones y amantes y bufetes, que son ya un solo cuerpo que aún no se reconoce, no sabe que es el extraño pretexto de una confusa saga que quizá en vano se cuente o no se cuente.

X

– Y así -dijo Persio suspirando- somos de pronto, a lo mejor, una sola cosa que nadie ve, o que alguien ve o que alguien no ve.

– Usted sale como de debajo del agua -dijo Claudia- y quiere que yo comprenda. Déme primero las ideas intermedias. ¿O su frente de ataque es inevitablemente hermético?

– No, qué va a ser -dijo Persio-. Sólo que es más fácil ver que contar lo que se ha visto. Yo le agradezco una barbaridad que me haya dado la ocasión de este viaje, Claudia. Con usted y Jorge me voy a sentir tan bien. Todo el día en la cubierta haciendo gimnasia y cantando, si es que está permitido.

– ¿Nunca anduviste en barco? -preguntó Jorge.

– No, pero he leído las novelas de Conrad y de Pío Baroja, autores que ya admirarás dentro de unos años. ¿No le parece, Claudia, como si al emprender una actividad cualquiera renunciáramos a algo de lo que somos para integrarnos en una máquina casi siempre desconocida, un ciempiés en ei que seremos apenas un anillo y un par de pedos, en el sentido locomotor del término?

– ¡Dijo pedo! -gritó entusiasmado Jorge.

– Lo dijo, pero no es lo que te figuras. Yo creo, Persio, que sin eso que usted llama renuncia no seríamos gran cosa. Demasiado pasivos somos ya, demasiado aceptamos el destino. Unos estilitas, a lo sumo, o como esos santones con un nido de pájaros en la cabeza.

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