– No sé -dijo el doctor Restelli-. ¿Una de blanco y otra de verde?
– Exacto. Sobre todo la de blanco.
– Está muy bien. Sí, la de blanco. Hum, buenas pantorrillas. Quizá un poquito apurada al caminar. ¿No vendrán a la reunión?
– No, doctor, es evidente que están pasando de largo.
– Una lástima. Le diré que yo tuve una amiga así, una vez. Muy parecida.
– ¿A la de blanco?
– No, a la de verde. Siempre me acordaré que… Pero a usted no le va a interesar. ¿Sí? Entonces otra cervecita, total falta media hora para la reunión. Mire, esta chica pertenecía a una familia de prosapia y sabía que yo era casado. Sin embargo abreviaré diciendo que se arrojó en mis brazos. Unas noches, amigo mío…
– Nunca he dudado de su Kama Sutra -dijo López-. Más cerveza, Roberto.
– Los señores tienen una sed fenómena -dijo Roberto-. Se ve que hay humedad. Está en el diario.
– Si está en el diario, santa palabra -dijo López-. Ya empiezo a sospechar quiénes serán nuestros compañeros de viaje. Tienen la misma cara que nosotros, entre divertidos y desconfiados. Mire un poco, doctor, ya irá descubriendo.
– ¿Por qué desconfiados? -dijo el doctor Restelli-. Esos rumores son especies infundadas. Verá usted que zarparemos exactamente como se describe al dorso del billete. La Lotería cuenta con el aval del Estado, no es una tómbola cualquiera. Se ha vendido en los mejores círculos y sería peregrino suponer una irregularidad.
– Admiro su confianza en el orden burocrático -dijo López-. Se ve que corresponde al orden interno de su persona, por decirlo así. Yo en cambio soy como valija de turco y nunca estoy seguro de nada. No precisamente que desconfíe de la Lotería, aunque más de una vez me he preguntado si no va a acabar como cuando el Gelria.
– El Gelria era cosa de agencias, probablemente judías -dijo el doctor Restelli-. Hasta el nombre, pensándolo bien… No es que yo sea antisemita, le hago notar enfáticamente, pero hace años que vengo notando la infiltración de esa raza tan meritoria, si usted quiere, por otros conceptos. A su salud.
– A la suya -dijo López, aguantando las ganas de reírse. La marquesa, ¿realmente saldría a las cinco? Por la puerta de la Avenida de Mayo entraba y se iba la gente de siempre. López aprovechó una meditación probablemente etnográfica de su interlocutor para mirar en detalle. Casi todas las mesas estaban ocupadas pero sólo en unas pocas imperaba el aire de los presumibles viajeros. Un grupo de chicas salía con la habitual confusión, tropezones, risas y miradas a los posibles censores o admiradores. Entró una señora armada de varios niños, que se encaminó al saloncito de manteles tranquilizadores donde otras señoras y parejas apacibles consumían refrescos, masas, o a lo sumo algún cívico. Entró un muchacho (pero sí, ése sí) con una chica muy mona (pero ojalá que sí) y se sentaron cerca. Estaban nerviosos, se miraban con una falsa naturalidad que las manos, enredadas en carteras y cigarrillos, desmentían por su cuenta. Afuera la Avenida de Mayo insistía en el desorden de siempre. Voceaban la quinta edición, un altoparlante encarecía alguna cosa. Había la luz rabiosa del verano a las cinco y media (hora falsa, como tantas otras adelantadas o retrasadas) y una mezcla de olor a nafta, a asfalto caliente, a agua de Colonia y aserrín mojado. López se extrañó de que en algún momento la Lotería Turística se le hubiera antojado irrazonable. Sólo una larga costumbre porteña -por no decir más, por no ponerse metafísico- podía aceptar como razonable el espectáculo que lo rodeaba y lo incluía. La más caótica hipótesis del caos no resistía la presencia de ese entrevero a treinta y tres grados a la sombra, esas direcciones, marchas y contramarchas, sombreros y portafolios, vigilantes y Razón quinta, colectivos y cerveza, todo metido en cada fracción de tiempo y cambiando vertiginosamente a la fracción siguiente. Ahora la mujer de pollera roja y el hombre de saco a cuadros se cruzaban a dos baldosas de distancia en el momento en que el doctor Restelli se llevaba a la boca el medio litro, y la chica lindísima (seguro que era) sacaba un lápiz de rouge. Ahora los dos transeúntes se daban la espalda, el vaso bajaba lentamente, y el lápiz escribía ia curva palabra de siempre. A quién, a quién le podía parecer rara la Lotería.
II
– Dos cafés -pidió Lucio.
– Y un vaso de agua, por favor -dijo Nora.
– Siempre traen agua con el café -dijo Lucio.
– Es cierto.
– Aparte de que nunca la tomas.
– Hoy tengo sed -dijo Nora.
– Sí, hace calor aquí -dijo Lucio, cambiando de tono. Se inclinó sobre la mesa-. Tenés cara de cansada.
– También, con el equipaje y las diligencias…
– Las diligencias, cuando se habla de equipaje, suena raro -dijo Lucio.
– Sí.
– Estás cansada, verdad.
– Sí.
– Esta noche dormirás bien.
– Espero -dijo Nora. Como siempre, Lucio decía las cosas más inocentes con un tono que ella había aprendido a entender. Probablemente no dormiría bien esa noche puesto que sería su primera noche con Lucio. Su segunda primera noche.
– Monona -dijo Lucio, acariciándole una mano-. Monona monina.
Nora se acordó del hotel de Belgrano, de la primera noche con Lucio, pero no era acordarse, más bien olvidarse un poco menos.
– Bobeta -dijo Nora. El rouge de repuesto, ¿estaría en el neceser?
– Buen café -dijo Lucio-. ¿Vos crees que en tu casa no se habrán dado cuenta? No es que me importe, pero para evitar líos.
– Mamá cree que voy al cine con Mocha.
– Mañana armarán un lío de mil diablos.
– Ya no pueden hacer nada -dijo Nora-. Pensar que me festejaron el cumpleaños… Voy a pensar en papá, sobre todo. Papá no es malo, pero mamá hace lo que quiere con él y con los otros.
– Se siente cada vez más calor aquí adentro.
– Estás nervioso -dijo Nora.
– No, pero me gustaría que nos embarcáramos de una vez. ¿No te parece raro que nos hagan venir aquí antes? Supongo que nos llevarán al puerto en auto.
– ¿Quiénes serán los otros? -dijo Nora-. ¿Esa señora de negro, vos crees?
– No, qué va a viajar esa señora. A lo mejor esos dos que hablan en aquella mesa.
– Tiene que haber muchos más, por lo menos veinte.
– Estás un poco pálida -dijo Lucio.
– Es el calor.
– Menos mal que descansaremos hasta quedar rotos -dijo Lucio-. Me gustaría que nos dieran una buena cabina.
– Con agua caliente -dijo Nora.
– Sí, y con ventilador y ojo de buey. Una cabina exterior.
– ¿Por qué decís cabina y no camarote?
– No sé. Camarote… En realidad es más bonito cabina. Camarote parece una cama barata o algo así. ¿Te dije que los muchachos de la oficina querían venir a despedirnos?
– ¿A despedirnos? -dijo Nora-. ¿Pero cómo? ¿Entonces están enterados?
– Bueno, a despedirme -dijo Lucio-. Enterados no están. Con el único que hablé fue con Medrano, en el club. Es de confianza. Pensá que él también viaja, de manera que valía más decírselo antes.
– Mira que tocarle a él también -dijo Nora-. ¿No es increíble?
– La señora de Apelbaum nos ofreció el mismo entero. Parece que el resto se fraccionó por el lado de la Boca, no sé. ¿Por qué sos tan linda? -Cosas -dijo Nora, dejando que Lucio le tomara la mano y "la apretara. Como siempre que él le hablaba de cerca, indagadoramente, Nora se replegaba cortésmente, sin ceder más que un poco para no afligirlo. Lucio miró su boca que sonreía, dejando el lugar exacto para unos dientes muy blancos y pequeños (más adentro había uno con oro). Si les dieran una buena cabina esa noche, si esa noche Nora descansara bien. Había tanto que borrar (pero no había nada, lo que había que borrar era esa nada insensata en que ella se empeñaba). Vio a Medrano que entraba por la puerta de Florida, mezclado con unos tipos de aire compadre y una señora de blusa con encaje. Casi aliviado levantó el brazo. Medrano lo reconoció y vino hacia ellos.