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Raúl contestó al saludo de López, que se iba a dormir, le deseó un buen sueño a Felipe y subió despacio la escalerilla. Nora y Lucio venían tras él, y no se veía la silla de don Galo. ¿Cómo habría hecho el chófer para bajar a don Galo hasta el puente? En el pasillo se topó con Medrano, que bajaba por una escalera interna tapizada de rojo.

– ¿Ya descubrió el bar? -dijo Medrano-. Está aquí arriba, al lado del comedor. Por desgracia he visto un piano en una salita, pero siempre queda el recurso de cortarle las cuerdas uno de estos días.

– O desafinarlo para que cualquier cosa que toquen suene a música de Krének.

– Hombre, hombre -dijo Medrano-. Se ganaría usted las iras de mi amigo Juan Carlos Paz.

– Nos reconciliaríamos -dijo Raúl- gracias a mi modesta discoteca de música dodecafónica.

Medrano lo miró.

– Bueno -dijo-, esto va a estar mejor de lo que creía. Casi nunca se puede iniciar una relación de viaje en estos términos.

– Lo mismo digo. Hasta ahora mis diálogos han sido de orden más bien meteorológico, con una digresión sobre el arte de fumar. Pues me voy a conocer esos salones de arriba, donde quizá haya café.

– Lo hay, y excelente. Hasta mañana.

– Hasta mañana -dijo Raúl.

Medrano buscó su cabina, que daba al pasillo de babor. Las valijas estaban todavía sin abrir, pero él se quitó el saco y se puso a fumar paseando de un lado a otro, sin ganas de nada. A lo mejor eso era la felicidad. En el minúsculo escritorio habían dejado un sobre a su nombre. Dentro encontró una tarjeta de bienvenida de la Magenta Star, el horario de comidas, detalles prácticos para la vida de a bordo, y una lista de los pasajeros con indicación de sus respectivas cabinas. Así supo que de su lado estaban López, los Trejo, don Galo y Claudia Freire con su hijo Jorge, que ocupaban las cabinas impares. Encontró también una esquela en la que se advertía a los señores pasajeros, en francés y en inglés, que por razones técnicas permanecerían cerradas las puertas de comunicación con las cámaras de popa, rogándoseles que no trataran de franquear los límites fijados por la oficialidad del barco.

– Caray -murmuró Medrano-. Es para no creerlo.

Pero, ¿por qué no? Si el London, si el inspector, si don Galo si el autocar negro, si el embarque poco menos que clandestino, ¿por qué no creer que los señores pasajeros deberían abstenerse de pasar a popa? Casi más raro era que en una docena de premiados hubiese dos profesores y un alumno del mismo colegio. Y todavía más raro que en un pasillo de barco se pudiera mencionar a Krének, así como si nada.

– Va a estar bueno -dijo Medrano.

El Malcolm cabeceó dos o tres veces, suavemente. Medrano empezó a ocuparse sin ganas de su equipaje. Pensó con simpatía en Raúl Costa, pasó revista a los otros. Todo bien mirado el grupo no era tan malo; las diferencias se manifestaban con suficiente claridad como para que desde el comienzo se formaran dos asociaciones cordiales, en una de las cuales brillaría el pelirrojo de los tangos mientras la otra tendría patronos al estilo de Krének. Al margen, sin entrar pero atento a todo, don Galo giraría sobre sus cuatro ruedas, especie de supervisor socarrón y sarcástico. No sería nada difícil que naciera una relación pasable entre don Galo y el doctor Restelli. El adolescente del negro mechón sobre la frente oscilaría entre la muchachada fácil tan bien representada por Atilio Presutti y por Lucio, y el prestigio de los hombres más hechos. La joven pareja tímida tomaría mucho sol, sacaría muchas fotos, se quedaría hasta tarde para contar las estrellas. En el bar se hablaría de artes y letras, y el viaje alcanzaría quizá para las empresas amorosas, los resfríos y las falsas amistades que se acaban en la aduana entre cambios de tarjetas y palmadas afectuosas.

A esa hora Bettina sabría que él ya no estaba en Buenos Aires. Las líneas de despedida que le había dejado junto al teléfono cerrarían sin énfasis un viaje amoroso iniciado en Junín y cumplido después de un variado periplo porteño con digresiones serranas y marplatenses. A esa hora Bettina estaría diciendo: «Me alegro», y verdaderamente se alegraría antes de ponerse a llorar. Mañana -ya dos mañanas diferentes, pero sin embargo el mismo- telefonearía a María Helena para contarle la partida de Gabriel; esa tarde tomaría el té en el Águila con Chola o Denise, y su relato empezaría a fijarse, a desechar las variantes de la cólera o la pura fantasía, adquiriría su texto definitivo en el que Gabriel no saldría mal parado porque en el fondo Bettina estaría contenta de que él se hubiera marchado por un tiempo o para siempre. Una tarde recibiría su primera carta de ultramar, y quizá la contestaría al poste restante que él indicara. «¿Pero adonde vamos a ir?», pensó, colgando pantalones y sacos. Por lo pronto, hasta la popa del barco les estaba vedada. No era demasiado estimulante saberse reducido a una zona tan pequeña, aunque sólo fuera por el momento. Se acordó de su primer viaje, la tercera clase con marineros vigilando en Jos pasillos la sacrosanta tranquilidad de los pasajeros de segunda y de primera, el sistema de castas económicas, tanta cosa que lo había divertido y exasperado. Después había viajado en primera y conocido otras exasperaciones todavía peores… «Pero ninguna como la puerta cerrada», pensó, amontonando las valijas vacías. Se le ocurrió que para Bettina su partida iba a ser al principio un poco como una puerta cerrada en la que se arrancaría las uñas, luchando por quebrar esa barrera de aire y de nada («paradero desconocido», «no, no hay carta», «una semana, quince días, un mes…») Encendió otro cigarrillo, fastidiado. «Joder con el barquito -pensó-. No es para eso que he subido a bordo.» Decidió probar la ducha, por hacer algo.

XVI

– Mira -dijo Nora-. Con este gancho se puede dejar entornada la puerta.

Lucio probó el mecanismo y lo admiró debidamente. En el otro extremo de la cabina, Nora abría una valija de plástico rojo y sacaba su neceser. Apoyado en la puerta la miró trabajar, aplicada y eficiente.

– ¿Te sentís bien?

– Oh, sí -dijo Nora, como sorprendida-. ¿Por qué no abrís tus valijas y acomodas todo? Yo elegí ese armario para mí.

Lucio abrió sin ganas una valija. «Yo elegí ese armario para mí», pensó. Aparte, siempre aparte, todavía eligiendo por su cuenta como si estuviera sola. Miraba trabajar a Nora, sus manos hábiles ordenando blusas y pares de medias en los estantes. Nora entró en el baño, puso frascos y cepillos en la repisa del lavabo, hizo funcionar las luces.

– ¿Te gusta la cabina? -preguntó Lucio.

– Es preciosa -dijo Nora-. Mucho más linda de lo que me había imaginado, y eso que me la había imaginado, no sé cómo decirlo, más lujosa.

– Como las que se ven en el cine, a lo mejor.

– Sí, pero en cambio ésta es más…

– Más íntima -dijo Lucio, acercándose.

– Sí -dijo Nora, inmóvil y mirándolo con loi ojos muy abiertos. Reconocía esa manera de mirar de Lucio, la boca que temblaba un poco como si él estuviera murmurando algo. Sintió su mano caliente en la espalda, pero antes de que pudiera abrazarla giró en redondo y se evadió.

– Vamos -dijo-. ¿No ves todo lo que falta? Y esa puerta…

Lucio bajó los ojos.

Puso en su lugar el cepillo de dientes, apagó la luz del baño. El barco se mecía apenas, los ruidos de a bordo empezaban a situarse poco a poco en la zona sin sorpresas de la memoria. La cabina ronroneaba discretamente, si se apoyaba la mano en un mueble se la sentía vibrar como una suave corriente eléctrica. La portilla abierta dejaba entrar el aire húmedo del río.

Lucio se había demorado en el baño para que Nora pudiera acostarse antes. El arreglo del camarote les había llevado más de media hora, después ella se había encerrado en el baño, y reaparecido con una robe de chambre bajo la cual se preveía un camisón rosa. Pero en vez de acostarse había abierto un neceser con la clara intención de limarse las uñas. Entonces Lucio se había quitado la camisa, los zapatos y las medias, y llevando un piyama se había metido a su vez en el baño. El agua era deliciosa y Nora había dejado una fragancia de colonia y jabón Palmolive.

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