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– Te habrás fijado en algunos compañeros -dijo Raúl al oído de Paula-. El país está bastante bien representado. La sugerencia y la decadencia en sus formas más conspicuas… Me pregunto qué diablos hacemos aquí.

– Yo creo que me voy a divertir -dijo Paula-. Oí esas explicaciones que está dando nuestro Virgilio. La palabra «dificultades» aparece a cada momento.

– Por diez pesos que costaba el número -dijo Raúl- no creo que se puedan pretender facilidades. ¿Qué me decís de la madre con el niño? Me gusta su cara, tiene algo fino en los pómulos y la boca.

– El más memorable es el inválido. Tiene algo de garrapata.

– El chico que viaja con la familia, ¿qué te parece?

– En todo caso, la familia que viaja con el chico.

– La familia es más borrosa que él -dijo Raúl.

– Todo es según el color del cristal con que se mira -recitó Paula.

El inspector hacía-especial-hincapié en la necesidad de conservar en todo trance la ecuanimidad-que-caracteriza-a las-personas cultas, y no alterarse por pequeños detalles y dificultades («y dificultades») de organización.

– Pero si todo está muy bien -dijo el doctor Restelli a Persio-. Todo muy correcto, ¿no le parece?

– Ligeramente confuso, diría yo por decir algo.

– No, nada de eso. Supongo que las autoridades habrán tenido sus razones para organizar las cosas tal como lo han hecho. Personalmente yo hubiera cambiado algunos detalles, no se lo ocúltale, y sobre todo la lista definitiva de pasajeros teniendo en cuenta que no todas las personas presentes están verdaderamente a la altura de las demás. Hay un jovencito, lo verá usted en uno de los asientos del otro lado…

– Todavía no nos conocemos -dijo Persio-. A lo mejor no nos conoceremos nunca.

– Usted puede ser que no los conozca, señor. Por mi parte, mis funciones docentes…

– Bueno -dijo Persio, con un majestuoso movimiento de la mano-. En los naufragios los peores malandras suelen resultar fenomenales. Vea lo que pasó cuando lo del Andrea Doria.

– No recuerdo -dijo el doctor Restelli, un tanto amoscado.

– Se dio el caso de un monje que salvó a un marinero. Ya ve que nunca se puede saber. ¿No le parece bastante afligente lo que ha dicho el inspector?

– Todavía está hablando. Quizá deberíamos atender.

– Lo malo es que repite siempre la misma cosa -dijo Persio-. Y ya estamos por entrar en los muelles.

A Jorge le interesaba de golpe el destino de su pelota de goma y del balero con chinches doradas. ^En qué valija los habían guardado? ¿Y ¡a novela de Davy Crockett?

– Encontraremos todo en la cabina -dijo Claudia.

– Qué lindo, una cabina para los dos. ¿Vos te mareas, mamá?

– No. Casi nadie se va a marear, salvo Persio, me temo, y también algunas de esas señoras y señoritas de la mesa donde cantaban tangos. Es fatal, sabés.

Felipe Trejo barajaba una lista imaginaria de escalas («a menos que inconvenientes insalvables obliguen a modificaciones de última hora», estaba diciendo el inspector). El señor y la señora de Trejo miraban hacia la calle, siguiendo cada farol de alumbrado como si no fueran a verlos más, como si la pérdida les resultara abrumadora.

– Siempre es triste irse de la patria -dijo el señor Trejo.

– ¿Qué tiene? -dijo la Beba -. Total volvemos.

– Eso, querida -dijo la señora de Trejo-. Siempre se vuelve al rincón donde empezó la existencia, como dicen en esa poesía.

Felipe elegía nombres como si fueran frutas, los daba vuelta en la boca, los apretaba poco a poco: Río, Dakar, Ciudad del Cabo, Yokohamá. «Nadie de la barra va a ver tantas cosas juntas -pensó-. Les voy a mandar postales con vistas…» Cerró los ojos, se estiró en el asiento. El inspector aludía a la necesidad ineludible de guardar ciertas precauciones.

– Debo señalar a ustedes la necesidad ineludible de guardar ciertas precauciones -dijo el inspector-. La Dirección ha cuidado todos los detalles, pero las dificultades de último momento obligarán quizá a modificar ciertos aspectos del viaje.

El cloqueo por completo inesperado de don Galo Porrino se alzó en el doble silencio de la pausa del inspector y un punto muerto del autocar:

– ¿En qué barco nos embarcamos? Porque eso de no saber en qué barco nos embarcamos…

XIII

«Esa es la pregunta -pensó Paula-. Exactamente la triste pregunta que puede estropear el juego. Ahora contestarán. "En el…"»

– Señor Porrino -dijo el inspector- el barco constituye precisamente una de las dificultades técnicas a que venía aludiendo. Hace una hora, cuando tuve el placer de reunirme con ustedes, la Dirección acababa de tomar un acuerdo al respecto, pero en el ínterin pueden haberse producido derivaciones insospechadas, de resultas de las cuales se modifique la situación. Creo, pues, más oportuno que esperemos unos pocos minutos, y así saldremos definitivamente de dudas.

– Cabina individual -dijo secamente don Galo-, con baño privado. Es lo convenido.

– Convenido -dijo amablemente el inspector- no es precisamente el término, pero no creo, señor Porrino, que se planteen dificultades en ese sentido.

«No es como un sueño, sería demasiado fácil -pensó Paula-. Raúl diría que es más bien como un dibujo, un dibujo…»

– ¿Un dibujo cómo? -preguntó.

– ¿Cómo un dibujo cómo? -dijo Raúl.

– Vos dirías que todo esto es más bien como un dibujo…

– Anamórfico, burra. Sí, es un poco eso. De modo que ni siquiera se sabe en qué buque nos meten.

Se echaron a reír porque a ninguno de los dos les importaba. No era el caso del doctor Restelli, conmovido por primera vez en sus convicciones sobre el orden estatal. A López y a Medrano la intervención de don Galo les había dado ganas de fumarse otro Fontanares. También ellos se divertían enormemente.

– Parece el tren fantasma -dijo Jorge, que comprendía muy bien lo que estaba ocurriendo-. Te metes adentro y pasan toda clase de cosas, te anda una araña peluda por la cara, hay esqueletos que bailan…

– Vivimos quejándonos de que nunca ocurre nada interesante -dijo Claudia-. Pero cuando ocurre (y sólo una cosa así puede ser interesante) la mayoría se inquieta. No sé lo que piensan ustedes, por mi parte los trenes fantasmas me divierten mucho más que el Ferrocarril General Roca.

– Por supuesto -dijo Medrano-. En el fondo lo que inquieta a don Galo y a unos cuantos más es que estamos viviendo una especie de suspensión del futuro. Por eso están preocupados y preguntan el nombre del barco. ¿Qué quiere decir el nombre? Una garantía para eso que todavía se llama mañana, ese monstruo con la cara tapada que se niega a dejarse ver y dominar.

– Entre tanto -dijo López- empiezan a dibujarse poco a poco las siluetas ominosas de un barquito de guerra y un carguero de colores claros. Probablemente sueco, como todos los barcos con la cara Ifmpia.

– Está bien hablar de suspensión del futuro -dijo Claudia-. Pero esto es también una aventura, muy vulgar pero siempre una aventura, y en ese caso el futuro se convierte en el valor más importante. Si este momento tiene un sabor especial para nosotros se debe a que el futuro le sirve de condimento, y perdónenme la metáfora culinaria.

– Lo que pasa es que no a todos les gustan las salsas picantes -dijo Medrano-. Quizá haya dos maneras radicalmente opuestas de intensificar la sensación de presente. En este caso la Dirección opta por suprimir toda referencia concreta al futuro, fabrica un misterio negativo. Los previsores se asustan, claro. A mí en cambio se me hace más agudo este presente absurdo, lo saboreo minuto a minuto.

– Yo también -dijo Claudia-. En parte porque no creo que haya futuro. Lo que nos ocultan no es nada más que las causas del presente. A lo mejor ellos mismos no saben cuánta magia nos traen con sus burocráticos misterios.

– Por supuesto que no lo saben -dijo López-. Magia, vamos… Lo que debe haber es un lío fenomenal de intereses y de expedientes y de jerarquías, como siempre.

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