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XLI

– Déjenme ir delante, conozco bien esta parte.

Agachados, negándose a la pared de la izquierda, se movieron ep fila india hasta que Raúl llegó a la puerta de la cabina. «Todavía seguirá roncando entre los vómitos -pensó-. Si está ahí, si nos ataca, ¿le voy a pegar un tiro? ¿¿Y se lo voy a pegar porque nos ataca?» Abrió la puerta poco a poco, hasta encontrar al tanteo la llave de la luz. Encendió y volvió a apagar; sólo él podía medir el alivio rencoroso de no ver a nadie ahí adentro.

Como si su mando terminara exactamente en ese punto, dejó que Medrano subiera el primero la escalerilla. Pegados a él, arrastrándose casi sobre los peldaños, se asomaron a la oscuridad de un puente cubierto. No se veía más allá de un metro, entre el cielo y las sombras de la popa había apenas una diferencia de grado. Medrano esperó un momento.

– No se ve nada, che. Habrá que meterse en algún lado hasta que amanezca, si seguimos así nos van a quemar como quieran.

– Ahí hay una puerta -dijo el Pelusa-. Qué oscuro que está todo. Dios te libre.

Se deslizaron fuera de la escotilla y en dos saltos llegaron a la puerta. Estaba cerrada, pero Raúl golpeó en el hombro a Medrano para indicarle una segunda puerta a unos tres metros. El Pelusa llegó el primero, la abrió de golpe y se agachó hasta el suelo. Los otros esperaron un segundo antes de reunírsele; la puerta se cerró sin ruido. Inmóviles, escucharon. No se oía respirar, un olor a madera lustrada les recordó las cabinas de proa. Paso a paso Medrano fue hasta la ventanilla y corrió la cortina. Encendió un fósforo y lo apagó entre los dedos; la cabina estaba vacía.

La llave de la puerta había quedado del lado de adentro. Cerraron y se sentaron en el suelo a fumar y a esperar. No había nada que hacer hasta que amaneciera. Atilio se inquietaba, quería saber si Medrano o Raúl tenían algún plan. Pero no lo tenían, simplemente esperar hasta qué el alba permitiera entrever la popa, y entonces abrirse paso de alguna manera hasta la cabina de radio.

– Fenómeno -dijo el Pelusa.

En la oscuridad, Medrano y Raúl sonrieron. Se estuvieron callados, fumando, hasta que la respiración de Atilio empezó a subir de tono. Hombro contra hombro, Medrano y Raúl encendieron un nuevo cigarrillo.

– Lo único que me preocupa es que alguno de los glúcidos se largue a la proa y descubra que le hemos metido preso a un colega y a un par de lípidos.

– Poco probable -dijo Medrano-. Si hasta ahora no iban aunque los llamáramos a gritos, difícil que de golpe les dé por cambiar de hábitos. Más miedo le tengo al pobre López, es capaz de creerse obligado a reunirse con nosotros, y está desarmado.

– Sería una lástima -dijo Raúl-. Pero no creo que venga.

– Ah.

– Mi querido Medrano, su discreción es deliciosa. Un hombre capaz de decir: «Ah» en vez de preguntarme las razones de mi parecer…

– En realidad me las puedo imaginar.

– Por supuesto -dijo Raúl-. De todos modos creo que hubiera preferido la pregunta. Será la hora, esta oscuridad fragante de fresno, o la perspectiva de que nos rompan la cabeza antes de mucho… No es que sea particularmente sentimental ni que me entusiasmen las confidencias, pero no me molestaría decirle lo que eso representa para mí.

– Dígalo, che. Pero no levante la voz.

Raúl estuvo un rato callado.

– Supongo que busco un testigo, como siempre. Por las dudas, claro; bien podría suceder que me pasara algo desagradable. Un mensajero, más bien, alguien que le diga a Paula… Ahí está la cosa: ¿qué le va a decir? ¿A usted le gusta Paula?

– Sí, mucho -dijo Medrano-. Me da pena que no sea feliz.

– Pues alégrese -dijo Raúl-. Aunque le parezca raro de mi parte, estoy seguro de que a esta hora Paula está siendo todo lo feliz que puede serlo en esta vida. Y eso es lo que el mensajero tendría que repetirle, llegado el caso, como una expresión de buenos deseos. To Althea, going to the wars -agregó como para él.

Medrano no dijo nada y se quedaron un rato escuchando el ruido de las máquinas y algún chapoteo que les llegaba desde lejos. Raúl suspiró, cansado.

– Me alegro de haberlo conocido -dijo-. No creo que tengamos mucho en común, salvo la preferencia por el coñac de a bordo. Sin embargo aquí estamos juntos, no se sabe bien por qué.

– Por Jorge, supongo -dijo Medrano.

– Oh, Jorge… Había ya tantas cosas detrás de Jorge.

– Cierto. Tai vez el único que está aquí realmente por Jorge es Atilio.

– Right you are.

Estirando la mano, Medrano descorrió un poco la cortina. El cielo empezaba a palidecer. Se preguntó si todo aquello tendría algún sentido para Raúl. Aplastando cuidadosamente la colilla contra el suelo, se quedó mirando la débil raja grisácea. Habría que despertar a Atilio, prepararse a salir. «Había yi tantas cosas detrás de Jorge», había dicho Raúl. Tantas cosas, pero tan vagas, tan revueltas. ¿Para todos sería como para él, sobrepasado de golpe por un amontonamiento confuso de recuerdos, de bruscas fugas en todas direcciones? La forma de la mano de Claudia, la voz de Claudia, la búsqueda de una salida… Afuera aclaraba poco a poco, y él hubiera querido que también su ansiedad saliera hacia el día al mismo tiempo, pero nada era seguro, nada estaba prometido. Deseó volver a Claudia, mirarla largamente en los ojos, buscar allí una respuesta. Eso lo sabía, de eso por lo menos se sentía seguro, la respuesta estaba en Claudia aunque ella lo ignorara, aunque también se creyera condenada a preguntar. Así, alguien manchado por una vida incompleta podía, sin embargo, dar plenitud en su hora, marcar un camino. Pero ella no estaba a su lado, la oscuridad de la cabina, el humo del tabaco eran la materia misma de su desconcierto. Cómo ordenar por fin todo aquello que había creído tan ordenado antes de embarcarse, crear una perspectiva donde la cara enmarañada de lágrimas de Bettina no fuera ya posible, alcanzar de alguna manera el punto central desde donde cada elemento discordante pudiera llegar a ser visto como un rayo de la rueda. Verse a sí mismo andando, y saber que eso tenía un sentido; querer, y saber que su cariño tenía un sentido; huir, y saber que la fuga no sería una traición más. No sabía si amaba a Claudia, solamente hubiera querido estar junto a ella y a Jorge, salvar a Jorge para que Claudia perdonara a León. Sí, para que Claudia perdonara a León, o dejara de amarlo, o lo amara todavía más. Era absurdo, era cierto: para que Claudia perdonara a León antes de perdonarlo a él, antes de que Bettina lo perdonara, antes de que otra vez pudiera acercarse a Claudia y a Jorge para tenderles la mano y ser feliz.

Raúl le apoyó la mano en el hombro. Se enderezaron rápidamente, después de sacudir a Atilio. Se oían pasos en la cubierta. Medrano hizo girar la llave de la puerta y la entreabrió. Un glúcido corpulento venía por la cubierta, con la gorra en la mano. La gorra se balanceaba a un lado y a otro de su pierna derecha; de golpe se quedó quieta, empezó a subir, pasó al lado de la cabeza y siguió más arriba.

– Entrá isofacto -mandó el Pelusa, encargado de meterlo en la cabina-. Qué gordo que sos, mámata. Cómo morían arriba de este barco.

Raúl interrogó rápidamente en inglés, y el glúcido contestó en una mezcla de inglés y español. Le temblaba la boca, probablemente nunca había tenido tres armas de fuego tan cerca del estómago. Comprendió inmediatamente de lo que se trataba, y asintió. Le dejaron bajar las manos, después de cachearlo.

– La cosa es así -explicó Raúl-. Hay que seguir por donde éste iba a tomar, subir otra escalera, y al lado mismo está la cabina de la radio. Hay un tipo ahí toda la noche, pero parece que no tiene armas.

– ¿Ustedes están jugando, es alguna apuesta o qué? -preguntó el glúcido.

– Guarda silencio o bajas a la tumba -conminó el Pelusa, plantándole el revólver en las costillas.

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