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Claudia bajó los ojos, bruscamente fatigada. La alegría que le había dado ver a Paula se perdía de golpe, reemplazada por un deseo de no saber más, de no aceptar esa nueva contaminación todavía informulada, suspendida de una pregunta o un silencio capaz de explicarlo todo. Paula había cerrado los ojos y parecía indiferente a lo que pudiera seguir, pero movía de pronto los dedos, tamborileando sin ruido en los brazos del sillón.

– Por favor, no pueden ser celos -dijo como para ella-. Les tengo tanta lástima.

– Vayase, Paula.

– Oh, claro. En seguida -dijo Paula, levantándose bruscamente-. Perdóneme. Vine para otra cosa, quería acompañarla. De puro egoísta, porque usted me hace bien. En cambio…

– En cambio nada -dijo Claudia-. Siempre podremos hablar otro día. Vayase a dormir, ahora. No se olvide de los zapatos.

Obedeció, salió sin volverse una sola vez.

Pensó que era curioso cómo una cierta idea del método puede inducir a obrar de determinada manera, aun sabiendo perfectamente que se pierde el tiempo. No encontraría a Felipe en la cubierta, pero lo mismo la recorrió lentamente, primero por babor y luego por estribor, parándose en la parte entoldada para habituar los ojos a la oscuridad, explorando la zona vaga y confusa de los ventiladores, los rollos de cuerda y los cabrestantes. Cuando volvió a subir, oyendo al pasar los aplausos que venían del bar, estaba decidido a golpear en la puerta de la cabina número cinco. Una negligencia casi. desdeñosa, como de quien tiene todo el tiempo por delante, se mezclaba con una inconfesada ansiedad por lograr y por demorar a la vez el encuentro. Se rehusaba a creer (pero lo sentía, y era más hondo, como siempre) que la ausencia de Felipe fuera un signo de perdón o de guerra. Estaba seguro de que no iba a encontrarlo en la cabina, pero llamó dos veces y acabó por abrir la puerta. Las luces encendidas, nadie adentro. La puerta del baño estaba abierta de par en par. Volvió a salir rápidamente, porque tenía miedo de que la hermana o el padre vinieran en su busca y lo aterraba la idea del escándalo barato, el por-qué-está-usted-en-una-cabina-que-no-es-la-suya, todo el repertorio insoportable. De golpe era el despecho (ya ahí, debajo de todo, mientras andaba displicente por la cubierta, retardando el zarpazo), porque otra vez Felipe lo había burlado yéndose por su cuenta a explorar el barco, reivindicando sus derechos ofendidos. No había ningún signo, no había ninguna tregua. La guerra declarada, quizá el desprecio. «Esta vez le voy a pegar -pensó Raúl-. Que se vaya todo al diablo, pero por lo menos le quedará un recuerdo debajo de la piel.» Franqueó casi corriendo la distancia que lo separaba de la escalerilla del pasadizo central, se tiró abajo de a dos peldaños. Y sin embargo era tan chico, tan tonto; quién sabe si al final de todos esos desplantes no esperaría la reconciliación avergonzada, quizá con condiciones, con límites precisos, amigos sí, pero nada más, usted se confunde… Porque era estúpido decirse que todo estaba perdido, en el fondo Paula tenía razón. No se podía llegar a ellos con la verdad en la boca y en las manos, había que sesgar, corromper (pero la palabra no tenía el sentido que le daba el uso); tal vez así, un día, mucho antes del término del viaje, tal vez así… Paula tenía razón, lo había sabido desde el primer momento y sin embargo había equivocado la táctica. Cómo no aprovechar de esa fatalidad que había en Felipe, enemigo de sí mismo, pronto a ceder creyendo que resistía. Todo él era deseo y pregunta, bastaba lavarlo blandamente de la educación doméstica, de los slogans de la barra, de la convicción de que unas cosas estaban bien y otras mal, dejarlo correr y tirarle suavemente de la brida, darle la razón y deslizarle a la vez la duda, abrirle una nueva visión de las cosas, más flexible y ardiente. Destruir y construir en él, materia plástica maravillosa, tomarse el tiempo, sufrir la delicia del tiempo, de la espera, y cosechar en su día, exactamente a la hora señalada y decidida.

No había nadie en la cámara. Raúl miró la puerta del fondo y vaciló. No podía ser que hubiera tenido la audacia… Pero sí, podía ser. Tanteó la puerta, entró en el pasillo. Vio la escalera. «Ha llegado a la popa -pensó deslumbrado-. Ha llegado antes que nadie a la popa.» Le latía el corazón como un murciélago suelto. Olió el tabaco, lo reconoció. Por las junturas de la puerta de la izquierda filtraba una luz sorda. La abrió lentamente, miró. El murciélago se deshizo en mil pedazos, en un estallido que estuvo a punto de cegarlo. Los ronquidos de Bob empezaron a marcar el silencio. Tumbado entre Felipe y la pared, el águila azul alzaba y bajaba estertorosamente las alas a cada ronquido. Una pierna velluda, cruzada sobre las de Felipe, lo mantenía preso en un lazo ridículo. Se olía a vómito, a tabaco y a sudor. Los ojos de Felipe, desmesuradamente abiertos, miraban sin ver a Raúl parado en la puerta. Bob roncaba cada vez más fuerte, hizo un movimiento como si fuera a despertarse. Raúl dio dos pasos y se apoyó con una mano en la mesa. Sólo entonces Felipe lo reconoció. Se llevó las manos al vientre, estúpidamente, y trató de zafarse poco a poco del peso de la pierna que acabó resbalando mientras Bob se agitaba balbuceando algo y todo su cuerpo grasiento se sacudía como en una pesadilla. Sentándose en el borde de los colchones, Felipe estiró la mano buscando la ropa, tanteando en un suelo regado por su vómito. Raúl dio la vuelta a la mesa y con el pie empujó la ropa desparramada. Sintió que también él iba a vomitar y retrocedió hasta el pasillo. Apoyado en la pared, esperó. La escalerilla que llevaba a la popa no estaba a más de tres metros, pero no la miró ni una sola vez. Esperaba. Ni siquiera era capaz de llorar.

Dejó que Felipe pasara primero y lo siguió. Recorrieron la primera cámara y el pasadizo violeta. Cuando llegaban a la escalerilla, Felipe se tomó del pasamanos, giró en redondo y se dejó caer poco a poco en un peldaño.

– Déjame pasar -dijo Raúl, inmóvil frente a él.

Felipe se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar. Parecía mucho más pequeño, un niño crecido que se ha lastimado y no puede disimularlo. Raúl se tomó del pasamanos, y con una flexión trepó a los peldaños superiores. Pensaba vagamente en el águila azul, como si fuera necesario pensar en el águila azul para resistir todavía la náusea, llegar a su cabina sin vomitar en los pasillos. El águila azul, un símbolo. Exactamente el águila, un símbolo. No se acordaba para nada de la escalera de popa. El águila azul, pero claro, la pura mitología deliciosamente concentrada en un digest digno de los tiempos, águila y Zeus, pero claro, clarísimo, un símbolo, el águila azul.

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Una vez más, quizá la última, pero quién podría decirlo; nada es claro aquí, Persio presiente que la hora de la conjunción ha cerrado la justa casa, vestido los muñecos con las justas ropas. Desatados tos oíos, respirando penosamente, solo en su cabina o en el puente, ve contra la noche dibujarse los muñecos, ajustarse las pelucas, continuar la velada interrumpida. Cumplimiento, alcance: las palabras más oscuras caen como gotas de sus ojos, tiemblan un momento al borde de sus labios. Piensa: "Jorge", y es una lágrima verde, enorme, que resbala milímetro a milímetro enganchándose en los pelos de la barba, y por fin se transmuta en una sal amarga que no se podría escupir en toda la eternidad. Ya no le importa prever la popa, lo que más allá se abre a otra noche, a otras caras, a una voluntad de puertas Stone. En un momento de tibia vanidad se creyó omnímodo, vidente, llamado a las revelaciones, y lo ganó la oscura certidumbre de que existía un punto central desde donde cada elemento discordante podía llegar a ser visto como un rayo de la rueda.

Extrañamente la gran guitarra ha callado en la altura, el Malcolm se mueve sobre un mar de goma, bajo un aire de tiza. Y como ya nada prevé de la popa, y su voluntad maniatada por el jadear de Jorge, por la desolación que arrasa la cara de su madre, cede a un presente casi ciego que apenas vale por unos metros de puente y de borda contra un mar sin estrellas, quizá entonces y por eso Persio se ahinca en la conciencia de que la popa es verdaderamente (aunque no le parezca a nadie así) su amarga visión, su crispado avance inmóvil, su tarea más necesaria y miserable. Las jaulas de los monos, los leones rondando los puentes, la pampa tirada boca arriba, el crecer vertiginoso de los cohihues, irrumpe y cuaja ahora en los muñecos que ya han ajustado sus caretas y sus pelucas, las figuras de la danza que repiten en un barco cualquiera las líneas y los círculos del hombre de la guitarra de Picasso (que fue de Apollinaire), y también son los trenes que salen y llegan a las estaciones portuguesas, entre tantos otros millones de cosas simultáneas, entre una infinidad tan pavorosa de simultaneidades y coincidencias y entrecruzamientos y rupturas que todo, a menos de someterlo a la inteligencia, se desploma en una muerte cósmica; y todo, a menos de no someterlo a la inteligencia, se llama absurdo, se llama concepto, se llama ilusión, se llama ver el árbol al precio del bosque, la gota de espaldas al mar, la mujer a cambio de la fuga al absoluto Pero los muñecos ya están compuestos y danzan delante de Persio; peripuestos, atildados,. algunos son funcionarios que en el pasado resolvían expedientes considerables, otros se llaman con nombres de a bordo y Persio mismo está entre ellos, rigurosamente calvo y súmero, servidor del zigurat, corrector de pruebas en Kraft, amigo de un niño enfermo. ¿Cómo no ha de acordarse a la hora en que todo parece querer violentamente resolverse, cuando ya las manos buscan un revólver en un cajón, cuando alguien boca abajo llora en una cabina, cómo no ha de acordarse Persio el erudito de los hombres de madera, de la estirpe lamentable de los muñecos iniciales? La danza en la cubierta es torpe como si danzaran legumbres o piezas mecánicas; la madera insuficiente de una torva y avara creación cruje y se bambolea a cada figura, todo es de madera, los rostros, las caretas, las piernas, los sexos, los pesados corazones donde nada se asienta sin cuajarse y agrumarse, las entrañas que amontonan vorazmente las sustancias más espesas, las manos que aferran otras manos para mantener de pie el pesado cuerpo, para terminar el giro. Agobiado de fatiga y desesperanza, harto de una lucidez que no le ha dado más que otro retorno y otra caída, asiste Persio a la danza de los muñecos de madera, al primer acto del destino americano. Ahora serán abandonados por los dioses descontentos, ahora los perros y las vasijas y hasta las piedras de moler se sublevarán contra los torpes gólems condenados, caerán sobre ellos para hacerlos pedazos, y la danza se complicará de muerte, las figuras se llenarán de dientes y de pelos y de uñas; bajo el mismo cielo indiferente empezarán a sucumbir las imágenes frustradas, y aquí en este ahora donde también se alza Persio pensando en un niño enfermo y in una madrugada turbia, la danza seguirá sus figuras estilizadas, las manos habrán pasado por la manicura, las piernas calzarán pantalones, las entrañas sabrán del foie-gras y del muscadet, los cuerpos perfumados y flexibles danzarán sin saber que danzan todavía la danza de madera y que todo es rebelión expectante y que el mundo americano es un escamoteo, pero que debajo trabaron las hormigas, los armadillos, el clima con ventosas húmedas, los cóndores con piltrafas podridas, los caciques que el pueblo ama y favorece, las mujeres que tejen en los zaguanes a lo largo de sU vida, los empleados de banco y los jugadores de fútbol y los ingenieros orgullosos y los poetas empecinados en creerse importantes y trágicos, y los tristes escritores de cosas tristes, y las ciudades manchadas de indiferencia. Tapándose los ojos donde la popa entra ya como una espina, Persio siente, cómo el pasado inútilmente desmentido y aderezado se braza al ahora que lo parodia como los monos a los hombres de madera, como los hombres de carne a los hombres de madera. Todo lo que va a ocun ir será igualmente ilusorio, la sumersión en el desencadenamiento de los destinos se resolverá en un lujo de sentimientos favorecidos o contrariados, de derrotas y victorias igualmente dudosas. Una ambigüedad abisal, una irresolución insanable en el centro mismo de todas las soluciones: en un pequeño mundo igual a todos los mundos, a todos ios trenes, a todos los guitarreros, a todas las proas y a todas las popas, en un pequeño mundo sin dioses y sin hombres, los muñecos danzan en la madrugada. Por qué lloras, Persio, por qué lloras; con cosas así se enciende a veces el fuego, de tanta miseria crece el canto; cuando los muñecos muerdan su último puñado de ceniza, quizá nazca un hombre. Quizá ya ha nacido y no lo ves.

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