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– No es verdad -dijo López-. Y si un poeta se pone en esa actitud la primera en sufrir será su poesía.

– Pero si nadie la lee, Jamaica John. Los amigos cumplen con su deber, claro, y a veces un poema cae en algún lector como un llamado o una vocación. Ya es mucho, y basta para seguir adelante. En cuanto a usted, no se sienta obligado a pedirme mis cosas. A lo mejor un día se las presto espontáneamente. ¿No le parece mejor?

– Sí -dijo López-, siempre que ese día llegue.

– Dependerá un poco de los dos. Por el momento soy más bien optimista, pero qué sabemos lo que nos traerá el mañana, como diría la señora de Trejo. ¿Usted le ha visto la facha a la señora de Trejo?

– La pobre es conmovedora -dijo López que no tenía ninguna gana de hablar de la señora de Trejo-. Se parece muchísimo a los dibujos de Medrano, no nuestro amigo sino el de los grafodramas. Acabo de cambiar unas palabras con su adolescente hija, que asiste a la llegada de la noche en la escalera de proa. Esa chica se va a aburrir aquí.

– Aquí y en cualquier parte. No me haga acordar de los quince años, de las consultas con el espejo, de… de tantas curiosidades, falsas informaciones, monstruos y delicias igualmente falsos. ¿Le gustan las novelas de Rosamond Lehmann?

– Sí, a veces -dijo López-. Me gusta más usted, oírla hablar y mirarle esos ojos que tiene. No se ría, los ojos están ahí y no hay devolución. Toda la tarde pensé en el color de su pelo, hasta cuando andábamos en los malditos pasadizos. ¿Cómo se pone cuando está mojado?

– Bueno, parece quillay o borsch en hilachas. Cualquier cosa más bien repugnante. ¿Realmente le gusto, Jamaica John? No se fíe del primer momento. Pregúntele a Raúl que me conoce bien. Tengo mala fama entre los que me conocen, parece que soy un poco la belle dame sans merci. Pura exageración, en el fondo lo que me perjudica es un exceso de piedad para conmigo y los demás. Dejo una moneda en cada mano tendida, y parece que a la larga eso es malo. No se aflija, no pienso contarle mi vida. Hoy ya estuve demasiado confidencial con la hermosa, la hermosa y buenísima Claudia. Me gusta Claudia, Jamaica John. Dígame que le gusta Claudia.

– Me gusta Claudia -dijo Jamaica Jóhn-. Usa una colonia maravillosa, y tiene un chico encantador, y todo está bien, y este gin fizz… Tomemos otro -agregó poniendo una mano sobre la de ella, que la dejó estar.

– Podrías pedir permiso -dijo la Beba -. Ya metiste esa sucia zapatilla en mi pollera.

Felipe silbó dos compases de un mambcf y saltó a la cubierta. Se había quedado demasiado tiempo al sol, sentado al borde de la piscina, y sentía fiebre en los hombros y la espalda, le ardía la cara. Pero todo eso era también el viaje, y el aire fresco del anochecer lo llenó de gozo. Aparte de los viejos en la proa, la cubierta estaba vacía. Refugiándose contra un ventilador, encendió un cigarrillo y miró con sorna a la Beba, inmóvil y lánguida en la escalerilla. Dio unos pasos, se apoyó en la borda; el mar parecía… El mar como un vasto cristal azogado, y el maricón de Freilich recitándolo bajo la sonrisa aprobadora de la prof de literatura. Flor de pelotudo, Freilich. El primero de la clase, maricón de mierda. «Yo, señora, paso yo, señora, sí señora, ¿le traigo la tiza de colores, señora?» Y las profesoras, claro, embobadas con el muy chupamedias, diez puntos por todos lados. Menos mal que a los hombres no los engrupía tan fácilmente, más de cuatro lo tenían de linea, pero lo mismo se sacaba diez, estudiando toda la noche, con unas ojeras… Pero las ojeras no serían por el estudio, Durruty le había contado que Freilich andaba por el centro con un tipo grande que debía tener muchos billetes. Se lo había encontrado una tarde en una confitería de Santa Fe, y Freilich se puso colorado y se hizo el burro… Seguro que el otro era el macho, eso seguro. Estaba bien enterado de cómo sucedían esas cosas desde la noche del festival del tercer año, cuando habían representado una pieza de teatro y él hacía el papel del marido. Alfieri se había acercado en el entreacto para, decirle: «Mirala a Viana, qué linda está.» Viana era uno de tercero C, más maricón que Freilich todavía, de esos que en los recreos se dejan estrujar, patear, se retuercen encantados y hacen muecas, y al mismo tiempo son buenos, eso hay que reconocerlo, son generosos y siempre andan con cosas en los bolsillos, cigarrillos americanos y alfileres de corbata. Esa vez Viana hacía el papel de una muchacha vestida de verde, y lo habían maquillado de una manera fenomenal. Cómo habría gozado cuando lo maquillaban, una o dos veces se había animado a ir al colegio con un resto de rimmel en las pestañas, y habla sido la cargada general, las voces en falsete y los abrazos mezclados con pellizcos y puntapiés. Pero esa noche Viana era feliz y Alfieri lo miraba y repetía: «Mírala qué linda que está, si parece la Sofía Loren.» Otro punto bravo, Alfieri, tan severo, tan celador de quinto año, pero de repente si uno se descuidaba ya tenía una mano por la espalda, una sonrisa disimulada y una manera de decir: «¿Te gustan las pibas, purrete?», y esperar la respuesta con los ojos entornados, como ausente. Y cuando Viana había mirado entre las bambalinas, buscando ansiosamente a alguien, Alfieri le había dicho «Fijate bien, ahora vas a ver por qué está tan inquieta», y de golpe había aparecido un tipo petiso vestido con un traje gris y un perramus bacán, pañuelo de seda y anillos de oro, y Viana lo esperaba sonriendo, con una mano en la cintura, idéntico a la Sofía Loren, mientras Alfieri pegado a Felipe murmuraba: «Es un fabricante de pianos, pibe. ¿Te das cuenta la vida que le da? ¿A vos no te gustaría tener muchos billetes, que te llevaran en auto al Tigre y a Mar del Plata?» Felipe no había contestado, absorbido por la escena; Viana y el fabricante de pianos hablaban animadamente y él parecía reprocharle algo, entonces Viana se levantó un poco la pollera y se miró los zapatos blancos, como admirándose. «Si querés, una noche salimos juntos», había dicho Alfieri en ese momento. «Vamos de farra, yo te voy a hacer conocer mujeres que ya te deben estar haciendo falta… a menos que te gusten los hombres, no sé», y la voz había quedado suspendida entre el ruido de los martillazos de los maquinistas y el rumor del público. Felipe se había desasido como si no se diera cuenta del brazo que le ceñía livianamente los hombros, diciendo que tenía que prepararse para el cuadro siguiente. Se acordaba todavía del olor a tabaco rubio del aliento de Alfieri, su cara indiferente de ojos entrecerrados, que no cambiaba ni siquiera en presencia del rector o de los profesores. Nunca había sabido qué pensar de Alfieri, a veces le parecía tan macho, hablaba en los patios con los de quinto y él se acercaba disimuladamente a escuchar, Alfieri contaba que se había tirado a una mujer casada, la describía en detalle, la amueblada adonde habían ido, cómo ella estaba asustada al principio por miedo del marido q\ie era abogado, y después tres horas culeando, la palabra se repetía una y otra vez, Alfieri se jactaba de proezas interminables, de que no la había dejado dormir ni un momento, de que no quería hacerle un hijo y habían tomado precauciones pero que eso era siempre un lío, de rápidos cambios en la oscuridad y algo que volaba a cualquier parte y se estrellaba en la puerta o la pared con un chijetazo, y por la noche el aspecto del cuarto y la bronca que habría tenido el mucamo… A Felipe se le escapaba el sentido de algunas cosas, pero eso no se pregunta, un día se sabe y se acabó. Por suerte Ordóñez no era de los que se callaban, a cada rato les estaba dando detalles ilustrativos, tenía libros que él no se hubiera animado a comprar y menos todavía a esconder en su casa, con la Beba que era una ladilla para meterse donde no le importaba y revisarle los cajones. Lo que le daba un poco de bronca era que Alfieri no había sido el primero en meterse con él. ¿Pero le veían pinta de maricón, a él? Había muchas cosas oscuras en ese asunto. Alfieri, por ejemplo, tampoco tenía aspecto… No se podía comparar con Freilich o Viana que eran unos marcha atrás sin vuelta de hoja; las dos o tres veces que lo había visto en los recreos, acercándose a algún muchacho de segundo o tercero y repitiendo los mismos gestos que con él, siempre eran muchachos bien machitos, eso sí, buenos mozos como él, con pinta. Quería decir que a Alfieri le gustaban ésos, no los putitos como Viana o Freilich. Y también se acordaba con asombro del día en que habían subido juntos al colectivo, Alfieri pagó por los dos y eso que se había hecho el que no lo veía en la cola, y cuando estuvieron sentados en el asiento del fondo, camino de Retiro, se puso a hablarle de su novia con toda naturalidad, que la tenía que ver esa tarde, que su novia era maestra, que se casarían cuando encontraran un departamento. Todo eso en voz baja, casi en la oreja de Felipe que escuchaba entre interesado y receloso porque Alfieri era un celador, una autoridad de todos modos, y después de una pausa, cuando el tema de la novia parecía liquidado, Alfieri que agregaba con un suspiro: «Sí, me voy a casar pronto, che, pero vos sabés, me gustan tanto los pibes…», y otra vez él había sentido el deseo de apartarse, de no tener nada que ver con Alfieri, aunque en ese momento Alfieri le estaba haciendo una confidencia de igual a igual y al hablar de pibes no incluía ya a los hombres hechos y derechos como Felipe. Apenas había atinado a mirarlo de reojo, sonriendo con trabajo, como si aquello fuese muy natural y él estuviera acostumbrado a hablar de cosas parecidas. Con Viana o Freilich hubiera sido fácil, una trompada en las costillas y a otra cosa, pero Alfieri era un celador, un hombre de más de treinta años, y además un bacán que se llevaba a las amuebladas a las mujeres de los abogados.

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