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Entreabrieron la puerta. Las voces venían de la cámara de la derecha, donde hablaban en una lengua desconocida.

– Los lípidos -dijo Raúl, y Felipe lo miró asombrado-. Es un término que les aplica Jorge a los marineros de este lado. ¿Y?

– Vamos, si quiere.

Raúl abrió de golpe la puerta.

El viento, que en un principio había soplado de popa, giró hasta topar de frente al Malcolm que salía al mar abierto. Las señoras optaron por abandonar la cubierta, pero Lucio, Persio y Jorge se instalaron en el extremo de la proa y allí, aferrados al bauprés como decía imaginativamente Jorge, asistieron a la lenta sustitución de las aguas fluviales por un oleaje verde y crecido. Para Lucio aquello no era una novedad, conocía bastante bien el delta y el agua es la misma en todas partes. Le gustaba, claro, pero seguía distraído los comentarios y las explicaciones de Persio, volviendo inevitablemente a Nora que había preferido (¿pero por qué había preferido?) quedarse con la Beba Trejo en la sala de lectura, hojeando revistas y folletos de turismo. En su memoria se repetían las palabras confusas de Nora al despertarse, la ducha que habían tomado juntos a pesar de sus protestas, Nora desnuda bajo el agua y él que había querido jabonarle la espalda y besarla, tibia y huyente. Pero Nora había seguido negándose a mirarlo desnudo y de frente, hurtaba el rostro y se volvía en busca del jabón o del peine, hasta que él se había visto precisado a ceñirse precipitadamente una toalla y meter la cara bajo una canilla de agua fría.

– Los imbornales me parece que son como unas canaletas -decía Persio.

Jorge bebía las explicaciones, preguntaba y bebía, admiraba (a su manera y confianzudamente) a Persio mago, a Persio todolosabe. También le gustaba Lucio, porque al igual que Medrano y López no le decían pibe o purrete, ni hablaban de «la criatura» como la gorda, la madre de la Beba, esa otra idiota que se creía una mujer grande. Pero por el momento lo único importante era el océano, porque eso era el océano, esa era el agua salada, y debajo estaban los acantopterigios y otros peces marinos, y también verían medusas y algas como en las novelas de Julio Verne, y a lo mejor un fuego de San Telmo.

– ¿Vos vivías antes en San Telmo, verdad Persio?

– Sí, pero me mudé porque había ratas en la cocina.

– ¿Cuántos nudos crees que hacemos, che?

Persio calculaba que unos quince. Soltaba poco a poco palabras preciosas que había aprendido en los libros y que ahora encantaban a Jorge: latitudes, derrotas, gobernalle, círculo de reflexión, navegación de altura. Lamentaba la desaparición de los barcos de vela, pues sus lecturas le hubieran permitido hablar horas y horas de arboladuras, gavias y contrafoques. Se acordaba de frases enteras, sin saber de dónde provenían:. «Era una bitácora grande, con caperuza de cristal y dos lámparas de cobre a los lados para iluminar la rosa de noche.»

Se cruzaron con algunos barcos, el Haghios Nicolaus, el Pan, el Falcón. Un hidroavión los sobrevoló un momento como si los observara. Después el horizonte se abrió, teñido ya del amarillo y celeste del atardecer, y quedaron solos, se sintieron solos por primera vez. No había costa, ni boyas, ni barcas, ni siquiera gaviotas o un oleaje que agitara los brazos. Centro de la inmensa rueda verde, el Malcolm avanzaba hacia el sur.

– Hola -dijo Raúl-. ¿Por aquí se puede subir a popa?

De los dos marineros, uno mantuvo una expresión indiferente, como si no hubiera comprendido. El otro, un hombre de anchas espaldas y abdomen acentuado, dio un paso atrás y abrió la boca.

– Hasdala -dijo-. No popa.

– ¿Por qué no popa?

– No popa por aquí.

– ¿Por dónde entonces?

– No popa.

– El tipo no chamuya mucho -murmuró Felipe-. Qué urso, madre mía. Mire la serpiente que tiene tatuada en el brazo.

– Qué querés -dijo Raúl-. Son lípidos, nomás.

El marinero más pequeño había retrocedido hasta el fondo de la cámara donde había otra puerta. Apoyó las espaldas, sonriendo bonachonamente.

– Oficial -dijo Raúl-. Quiero hablar con un oficial.

El marinero dotado del uso de la palabra levantó las manos con las palmas hacía adelante Miraba a Felipe, que hundió los puños en los bolsillos del blue-jeans y adoptó un aire aguerrido.

– Avisar oficial -dijo el lípido-. Orf avisar.

Orf asintió desde el fondo, pero Raúl no estaba satisfecho. Miró en detalle la cámara, más amplia que la de babor. Había dos mesas, sillas y bancos, una litera con las sábanas revueltas, dos mapas de fondos marinos sujetos con chinches doradas. En un rincón vio un banco con un gramófono a cuerda. Sobre un pedazo de alfombra rotosa dormía un gato negro. Aquello era una mezcla de pañol y camarote donde los dos marineros (en camiseta a rayas y mugrientos pantalones blancos) encajaban sólo a medias. Pero tampoco podía ser la cámara de un oficial, a menos que los maquinistas… «¿Pero qué sé yo cómo viven los maquinistas? -se dijo Raúl-. Novelas de Conrad y Stevenson, vaya bibliografía para un barco de esta época…»

– Bueno, vaya a llamar al oficial..

– Hasdala -dijo el marinero locuaz-. Volver proa.

– No. Oficial.

– Orf avisar oficial.

– Ahora.

Tratando de que no lo oyeran, Felipe preguntó a Raúl si no sería mejor volverse a buscar a los otros. Lo inquietaba un poco esa especie de detención de la escena, como si ninguno de los presentes tuviera demasiadas ganas de tomar la iniciativa en un sentido o en otro. El enorme marinero del tatuaje lo seguía mirando inexpresivamente, y Felipe tenía una incómoda conciencia de ser mirado y no estar a la altura de esos ojos fijos, más bien cordiales y curiosos, pero tan intensos que no podía hacerles frente. Raúl, obstinado, insistía ante Orf que escuchaba en silencio, apoyado en la puerta, haciendo de tanto en tanto un gesto de ignorancia.

– Bueno -dijo Raúl, encogiéndose de hombros- creo que tenes razón, va a ser mejor que nos volvamos.

Felipe salió el primero. Desde la puerta, Raúl clavó los ojos en el marinero tatuado.

– ¡Oficial! -gritó, y cerró la puerta. Felipe ya había empezado a desandar camino pero Raúl se quedó un momento pegado a la puerta. En la cámara se alzaba la voz de Orf, una voz chillona que parecía burlarse. El otro estalló en carcajadas que hacían vibrar el aire. Apretando los labios, Raúl abrió rápidamente la puerta de la izquierda y volvió a salir llevando bajo el brazo la caja de hojalata cuya tapa había levantado un rato antes. Corrió por el pasadizo hasta reunirse con Felipe al pie de la escalera.

– Apúrate -dijo, trepando de a dos los peldaños.

Felipe se volvió sorprendido, creyendo que los seguían. Vio la caja y enarcó las cejas. Pero Raúl le puso la mano en la espalda y lo forzó a que siguiera subiendo Felipe recordó vagamente que Raúl había empezado a tutearlo precisamente en esa escalera.

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