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– No hagamos una cuestión de hidalguía ofen dida -dijo bruscamente López-. Sería Una lástima estropear desde el vamos algo divertido. Por otro lado no podemos quedarnos de brazos cruzados. Para mí empieza a resultar una postura incómoda, y Dios sabe si estoy sorprendido.

– De acuerdo -dijo Raúl-. El puño de hierro en el guante de pécari. Propongo que nos abramos amistosamente paso hasta el sancta sanctórum, utilizando en lo posible esa manera falsamente un tuosa que los yanquis achacan a los japoneses.

– Vamos yendo -dijo López-. Gracias por la caña, che, es de la buena.

Medrano les ofreció otro trago, y salieron.

La cabina quedaba casi al lado de la puerta Stone que interrumpía el pasillo de babor. Raúl se puso a examinar la puerta con mirada profesional y accionó una palanca pintada de verde.

– Nada que hacer. Esto se abre a presión de vapor y se comanda desde alguna otra parte. Han inutilizado la palanca de emergencia.

La puerta del pasillo de estribor resistió a su vez a todos los esfuerzos. Un penetrante silbido los hizo volverse con cierto sobresalto. El Pelusa los saludaba entre entusiasta y azorado.

– ¿Ustedes también? Yo hace rato que me tiré el lance, pero estas puertas son propiamente la escomúnica. ¿Qué me estarán combinando los paparulos esos? No es cosa de hacer, ¿no le parece?

– Seguro -dijo López-. ¿Y no encontró otra puerta?

– Todo está condenado -dijo solemnemente Jorge, que había aparecido como un duende.

– Qué puerta ni puerta -decía el Pelusa-. En la cubierta hay dos pero están cerradas con llave. Si no hay algún sótano o algo así que podamos encontrar…

– ¿Están preparando una expedición contra los lípidos? -preguntó Jorge.

– Bueno, sí -dijo López-. ¿Viste alguno?

– Solamente los dos finlandeses, pero los de este lado no son lípidos, che. Deben ser glúcidos o prótidos.

– Qué cosas dice este purrete -se maravilló el Pelusa-. Desde hoy que la tiene con los lípedos.

– Lípidos -corrigió Jorge.

Sin saber por qué, a Medrano le inquietaba que Jorge siguiera explorando con ellos.

– Mirá, te vamos a confiar una tarea delicada -le dijo-. AnJate a la cubierta y vigila bien las dos puertas. A lo mejor los lípidos se aparecen por ahí. Si notas la menor señal de alarma, silbas tres veces. ¿Sabés silbar fuerte?

– Un poco -dijo avergonzado Jorge-. Tengo los dientes separados.

– ¿No sabés silbar? -dijo el Pelusa, ansioso por mostrarse-. mirá, hace así.

Juntó el pulgar y el índice, se los metió en la boca y emitió un silbido que les rajó los oídos. Jorge juntó los dedos, pero lo pensó mejor, hizo un gesto de asentimiento dirigido a Medrano y se fue a la carrera.

– Bueno, sigamos explorando -dijo López-. Quizá sería mejor separarnos, y el que encuentre un pasaje avisa en seguida a los demás.

– Fenómeno -dijo el Pelusa-. Parece que estaríamos jugando al vigilante y ladrón.

Medrano se volvió a buscar cigarrillos a la cabina. Raúl vio a Felipe en el extremo del pasillo. Estrenaba unos blue-jeans y una camisa a cuadros que lo recortaban cinematográficamente contra la puerta del fondo. Le explicó en lo que andaban, y se fueron juntos hasta el pasaje central que comunicaba ambos pasillos.

– ¿Pero qué buscamos? -preguntó Felipe, desconcertado.

– Qué sé yo -dijo Raúl-. Llegar a la popa, por ejemplo.

– Debe ser igual que esto, más o menos.

– Tal vez. Pero como no se puede ir, eso la cambia mucho.

– ¿Usted cree? -dijo Felipe-. Seguro que es por algún desperfecto. Esta tarde abrirán las puertas.

– Entonces sí será igual que la proa.

– Ah, claro -dijo Felipe, que entendía cada vez menos-. Bueno, si es por divertirse está bien, a lo mejor encontramos un pasadizo para llegar allá antes que los otros.

Raúl se. preguntó por qué López y Medrano eran los únicos que sentían lo mismo que él. Los demás sólo veían un juego «También para mí es un juego, al fin y al cabo -pensó-. ¿Dónde está la diferencia? Hay una diferencia, eso es seguro.»

Llegaban ya al pasillo de babor cuando Raúl descubrió la puerta. Era muy angosta, pintada de blanco como las paredes del pasaje, y el picaporte empotrado escapaba casi a la vista en la penumbra del lugar. Sin mucha esperanza lo apretó, y lo sintió ceder. La puerta entornada dejó ver una escalerilla que descendía hasta perderse en la sombra. Felipe tragó aire excitadamente. En el pasillo de estribor se oía charlar a López y a Atilio.

– ¿Les avisamos? -preguntó Raúl, mirando de soslayo a Felipe.

– Mejor que no. Vamos solos.

Raúl empezó a bajar y Felipe cerró la puerta a sus espaldas. La escalerilla daba a un pasadizo apenas iluminado por una lámpara violeta. No había puertas a los lados, se oía con fuerza el ruido de las máquinas. Caminaron sigilosamente hasta llegar a una puerta Stone cerrada. A ambos lados había puertas parecidas a la que acababan de descubrir en el pasaje.

– ¿Izquierda o derecha? -dijo Raúl-. Elegí vos.

A Felipe le cayó raro el tuteo. Señaló la izquierda, sin animarse a devolver el tratamiento a Raúl. Probó lentamente el picaporte, y la puerta se abrió sobre un compartimiento en penumbra que olía a encerrado. A los lados vieron armarios de metal y estantes pintados de blanco. Había herramientas, cajas, una brújula antigua, latas con clavos y tornillos, pedazos de cola de carpintero y recortes de metal. Mientras Felipe se acercaba al ojo de buey y lo frotaba con un trapo, Raúl levantó la tapa de un cajoncito de hojalata y volvió a bajarla en seguida. Ahora entraba más luz y se estaban acostumbrando a esa difusa claridad de acuario.

– Pañol de avíos -dijo burlonamente Raúl-. Hasta ahora no nos lucimos.

– Falta la otra puerta -Felipe había sacado cigarrillos y le ofreció uno-. ¿No le parece misterioso este barco? Ni siquiera sabemos adonde nos lleva. Me hace acordar de una cinta que vi hace mucho. Trabajaba John Garfield. Se embarcaban en un buque que no tenía ni marineros, y al final resultaba que era el barco de la muerte. Un globo así, pero uno estaba a cuatro manos en el cine.

– Sí, es una pieza de Sutton Vane -dijo Raúl. Se sentó en una mesa de carpintero, y exhaló el humo por la nariz-. A vos te ha de encantar el cine, eh.

– Y, claro.

– ¿Vas mucho?

– Bastante. Tengo un amigo que vive cerca de casa y siempre vamos al Roca o a los del centro. Los sábados a la noche es divertido.

– ¿Vos crees? Ah, claro, el centro está más animado, se puede levantar programa.

– Seguro -dijo Felipe-. Usted debe hacer bastante vida nocturna.

– Un poco, sí. Ahora no tanto.

– Ah, claro, cuando uno se casa…

Raúl lo miraba, sonriendo y fumando.

– Te equivocas, no estoy casado.

Saboreó el rubor que Felipe trataba de disimular tosiendo.

– Bueno, yo quise decir que…

– Ya sé lo que quisiste decir. En realidad a vos te joroba un poco tener que venir con tus papas y tu hermana, ¿no?

Felipe desvió la mirada, incómodo.

– Qué va a hacer -dijo-. Ellos creen que todavía soy muy joven, y como yo tenía derecho a traerlos, entonces…

– Yo también creo que vos sos muy joven -dijo Raúl-. Pero me hubiere gustado más que vinieras solo. O como he venido yo -agregó-. Eso hubiera sido lo mejor porque en este barco… En fin, no sé lo que pensás vos.

Felipe tampoco lo sabía, y se miró las manos y después los zapatos. «Se siente como desnudo -pensó Raúl-, a caballo entre dos tiempos, dos estados, igualito que su hermana.» Estiró el brazo y palmeó a Felipe en la cabeza. Lo vio que se echaba atrás, sorprendido y humillado.

– Pero por lo menos ya tenes un amigo -dijo Raúl-. Eso es algo, ¿no?

Paladeó como si fuera vino la lenta, tímida, fervorosa sonrisa que nacía de esa boca apretada y petulante. Suspirando, bajó de la mesa y trató en vano de abrir los armarios.

– Bueno, creo que deberíamos seguir adelante. ¿No oís voces?

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