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Como el sol les daba ya en la coronilla, se refugiaron en el sector que los dos marineros acababan de cubrir con lonas. Instalados en reposeras de varios colores, se sintieron todos muy contentos. En realidad lo único que faltaba era el mate, culpa de doña Rosita que ño había querido traer el termo y la galleta con virola de plata obsequiada por el padre de la Nelly a don Curzio Presutti. Lamentando en el fondo su decisión, doña Rosita hizo observar que no es fino tomar mate en la cubierta de primera, a lo que contestó doña Pepa que se podían haber reunido en el camarote. El Pelusa sugirió que subieran al bar a beberse una cerveza o una sangría, pero las damas alabaron la comodidad de los asientos y la vista del río. Don Galo, cuyo descendimiento por la escalerilla era seguido cada vez con ojos de terror por las señoras, reapareció entonces para intervenir en la plática y agradecer al Pelusa la ayuda que prestaba al chófer para tan delicadas operaciones. Las señoras y el Pelusa dijeron a coro que no fallaba más, y doña Pepa preguntó a don Galo si había viajado mucho. Pues sí, algo de mundo conocía, sobre todo la región de Lugo y la provincia de Buenos Aires. También había viajado hasta el Paraguay en un barco de Mihanovich, un viaje terrible en el año veintiocho, un calor, pero un calor…

– ¿Y siempre…? -insinuó la Nelly, señalando vagamente la silla y el chófer.

– Qué va, hija mía, qué va. En ese entonces era yo más fuerte que Paulino Uzcudún. Una vez en Pehuajó, hubo un incendio en la tienda…

El Pelusa hizo una seña a la Nelly, que se inclinó para que él pudiera hablarle al oído.

– Qué plato la bronca que se va a agarrar la vieja -informó-. En un descuido me guardé el mate en la valija y dos kilos de yerba Salus. Esta tarde lo subimos aquí y todos se van a quedar con la boca abierta.

– ¡Pero Atilio! -dijo la Nelly, que seguía admirando a la distancia la blusa de Paula-. Sos uno, vos…

– Qué va a hacer -dijo el Pelusa, satisfecho de la vida.

La blusa naranja atrajo también a López, que bajaba a la cubierta después de completar el arreglo de sus cosas. Paula leía, sentada al sol, y él se acodó en la borda y esperó que levantara los ojos.

– Hola -dijo Paula-. ¿Qué tal, profesor?

– Horresco referens -murmuró López-. No me llame profesor o la tiro por la borda con libro y todo.

– El libro es de Francoise Sagan, y por lo menos él no merece que lo tiren. Veo que el aire fluvial le despierta reminiscencias piráticas. Andar por la plancha o algo así, ¿no?

– ¿Usted ha leído novelas de piratas? Buena señal, muy buena señal. Sé por experiencia que las mujeres más interesantes son siempre las que de chicas incursionaron en lecturas masculinas. ¿Stevenson, por ejemplo?

– Sí, pero mi erudición bucanera viene de que mi padre guardaba como curiosidad una colección del Tit-Bits donde salía la gran novela titulada «El tesoro de la isla de la Luna Negra».

– ¡Ah, pero yo también la he leído! Los piratas tenían nombres deslumbrantes, como Senaquerib Edén y Maracaibo Smith.

– ¿A que no se acuerda cómo se llamaba el espadachín que muere batiéndose por la buena causa?

– Claro que me acuerdo: Christopher Dwan.

– Somos almas gemelas -dijo Paula, tendiéndole la mano-. ¡Viva la bandera negra! La palabra profesor queda borrada para siempre.

López fue a buscar una silla, luego de asegurarse de que Paula preferiría seguir charlando a la lectura de Un certain sourire. Ágil y pronto (no era pequeño, pero daba a veces la impresión de serlo, en parte porque usaba sacos sin hombreras y pantalones angostos, y porque se movía con suma rapidez) volvió con una reposera que chorreaba verdes y blancos. Se instaló con manifiesta voluptuosidad al lado de Paula y la contempló un rato sin decir nada.

– Soleil, soleil, faute éclatante -dijo ella, sosteniendo su mirada-. ¿Qué divinidad protectora, Max Factor o Helena Rubinstein, me salvarían de este escrutinio crudelísimo?

– El escrutinio -observó López- arroja las siguientes cifras: belleza extraordinaria, levemente contrariada por una exposición excesiva a los dry Martinis y al aire helado de las boites del barrio norte.

– Right you are.

– Tratamiento: sol en cantidades moderadas y piratería ad libitum. Esto último me lo dicta mi experiencia de taumaturgo, pues sé de sobra que no podría quitarle los vicios de golpe. Cuando se ha saboreado la sal de los abordajes, cuando se ha pasado a cuchillo un centenar de tripulaciones…

– Claro, quedan las cicatrices, como en el tango.

– En su caso se reducen a una excesiva fotofobia, causada sin duda por la vida de murciélago que lleva y el exceso de lectura. Me ha llegado además el horrendo rumor de que escribe poemas y cuentos.

– Raúl -murmuró Paula-. Delator maldito. Lo voy a hacer caminar por la plancha, desnudo y untado de alquitrán.

– Pobre Raúl -dijo López-. Pobre, afortunado Raúl.

– La fortuna de Raúl es siempre precaria -dijo Paula-. Especulaciones muy arriesgadas, venda el mercurio, compre el petróleo, liquide a lo que le den, pánico a las doce y caviar a medianoche. Y no está mal así.

– Sí, siempre es mejor que un sueldo en el Ministerio de Educación. Por mi parte no sólo no tengo acciones sino que casi no las cometo. Vivo en inacciones, y eso…

– La fauna bonaerensis se parece bastante entre sí, querido Jamaica John. Será por eso que hemos abordado con tanto entusiasmo este Malcolm, y también por eso que ya lo hemos contagiado de inmovilismo y de no te metas.

– La diferencia es que yo hablaba tomándome el pelo, mientras que usted parece lanzada a una autocrítica digna de las de Moscú.

– No, por favor. Ya he hablado bastante le mí con Claudia. Basta por hoy.

– Simpática, Claudia.

– Muy simpática. La verdad es que hay un grupo de gentes interesantes.

– Y otro bastante pintoresco. Vamos a ver qué alianzas, qué cismas y qué deserciones ocurren con el tiempo. Allá veo a don Galo charlando con la familia Presutti. Don Galo será el observador neutral, irá de una a otra mesa en su raro vehículo. ¿No es curiosa una silla de ruedas en un barco, un medio de transporte sobre otro?

– Hay cosas más raras -dijo Paula-. Una vez cuando volvía de Europa, el capitán del Charles Tellier me hizo una confesión íntima: el maduro caballero admiraba las motonetas y tenía la suya a bordo. En Buenos Aires paseaba entusiastamente en su Vespa. Pero me interesa su visión estratégica y táctica de todos nosotros. Siga.

– El problema son los Trejo -dijo López-. El chico andará de nuestro lado, es seguro. («Tu parles», pensó Paula.) El resto será recibido cortésmente pero no se pasará de ahí. Por lo menos en el caso de usted y de mí. Ya los he oído hablar y me basta. Son del estilo: «¿Gusta de una masita de crema? Es hecha en casa.» Me pregunto si el doctor Restelli no engranará por el lado más conservador de su persona. Sí, es candidato a jugar al siete y medio con ellos. La chica, pobre, tendrá que someterse a la horrible humillación de jugar con Jorge. Sin duda esperaba encontrar a alguien de su edad, pero como la popa no nos reserve alguna sorpresa… Por lo que respecta a usted y a mí, anticipo una alianza ofensiva y defensiva, coincidencia absoluta en la piscina, si hay piscina en alguna parte, y supercoincidencia en los almuerzos, tés y cenas. A menos que Raúl…

– No se preocupe por Raúl, oh avatar de von Clausewitz.

– Bueno, si yo fuera Raúl -dijo López- no me entusiasmaría oírle decir eso. En mi calidad de Carlos López considero la alianza como cada vez más indisoluble.

– Empiezo a creer -dijo desganadamente Paula- que Raúl hubiera hecho mejor en pedir dos cabinas.

López la miró un momento. Se sintió turbado a pesar suyo.

– Ya sé que estas cosas no ocurren en la Argentina, y quizá en ninguna parte -dijo Paula-. Precisamente por eso lo hacemos Raúl y yo. No pretendo que me crea.

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