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– Monsieur est faché?

– No, pero sos más sensata hablando de literatura que de sentimientos, cosa bastante frecuente en las mujeres. Ya sé, me vas a decir que eso prueba que no las conozco. Ahórrate el comentario.

– Je ne te le fais pas dire, mon petit. Pero a lo mejor tenes razón. Dame un trago de esa porquería.

– Mañana vas a tener la lengua cubierta de sarro. El whisky te hace un mal horrible a esta hora, y además cuesta muy caro y no tengo más que cuatro botellas.

– Dame un poco, infecto murciélago.

– Anda a buscarlo vos misma.

– Estoy desnuda.

– ¿Y qué?

Paula lo miró y sonrió.

– Y qué -dijo, encogiendo las piernas y sacando los pies de la sábana. Tanteó hasta encontrar las pantuflas, mientras Raúl la miraba fastidiado. Enderezándose de un brinco, le tiró la sábana a la cara y caminó hasta la repisa donde estaban las botellas. Su espalda se recortaba en la penumbra de la cabina.

– Tenes lindas nalgas -dijo Raúl, librándose de la sábana- Te vas salvando de la celulitis hasta ahora. ¿A ver de frente?

– De frente te va a interesar menos -dijo Paula con la voz que lo enfurecía. Echó whisky en un vaso grande y fue al cuarto de baño para agregarle agua. Voivió caminando lentamente. Raúl la miró en los ojos, y después bajó la vista, la paseó por los senos y el vientre. Sabía lo que iba a ocurrir y estaba preparado, eí bofetón le sacudió la cara y casi al mismo tiempo oyó el primer sollozo de Paula y el ruido apagado del vaso cayendo sin romperse sobre la alfombra.

– No se va a poder respirar en toda la noche -dijo Raúl-. Hubieras hecho mejor en bebértelo, después de todo tengo Alka-Seltzer.

Se inclinó sobre Paula, que lloraba tendida boca abajo en la cama. Le acarició un hombro, después el apenas visible omoplato, sus dedos siguieron por el fino hueco central y se detuvieron al borde de la grupa. Cerró los ojos para ver mejor la imagen que quería ver.

«…que te quiere, Nora.» Se quedó mirando su propia firma, después dobló rápidamente el pliego, escribió el sobre y cerró la carta. Sentado en la cama, Lucio trataba de interesarse en un número del Reader's Digest.

– Es muy tarde -dijo Lucio-. ¿No te acostás?

Nora no contestó. Dejando la carta sobre la mesa tomó algunas ropas y entró en el baño. El ruido de la ducha le pareció interminable a Lucio, que procuraba enterarse de los problemas de conciencia de un aviador de Milwaukee convertido al anabaptismo en plena batalla. Decidió renunciar y acostarse, pero antes tenía que esperar turno para lavarse, a menos que… Apretando los dientes fue hasta la puerta y movió el picaporte sin resultado.

«-¿No podes abrir? -preguntó con el tono más natural posible.

– No, no puedo -repuso la voz de Nora.

– ¿Por qué?

– Porque no. Salgo en seguida.

– Abrí, te digo.

Nora no contestó. Lucio se puso el piyama, colgó su ropa, ordenó las zapatillas y los zapatos. Nora entró con una toalla convertida en turbante, el rostro un poco encendido.

Lucio notó que se había puesto el camisón en el baño. Sentándose frente al espejo, empezó a secarse el pelo, a cepillarlo con movimientos interminables.

– Francamente yo quisiera saber lo que te pasa -dijo Lucio, afirmando la voz-. ¿Te enojaste porque salí a dar una vuelta con esa chica? Vos también podías venir, si querías.

Arriba, abajo, arriba, abajo. El pelo de Nora empezaba a brillar poco a poco.

– ¿Tan poca confianza me tenes, entonces? ¿O te pensás que yo quería flirtear con ella? Estás enojada por eso, ¿verdad? No tenes ninguna otra razón, que yo sepa. Pero habla, habla de una vez. ¿No te gustó que saliera con esa chica?

Nora puso el cepillo sobre la cómoda. A Lucio le dio la impresión de estar muy cansada, sin fuerzas para hablar.

– A lo mejor no te sentís bien -dijo, cambiando de tono, buscando una apertura-. No estás enojada conmigo, ¿verdad? Ya ves que volví en seguida. ¿Qué tenía de malo, al fin y al cabo?

– Parecería que tuviera algo de malo -dijo Nora en voz baja-. Te defendés de una manera…

– Porque quiero que comprendas que con esa chica…

– Deja en paz a esa chica, que por lo demás me parece una desvergonzada.

– Entonces, ¿por qué estás enojada conmigo?

– Porque me mentís -dijo Nora bruscamente-. Y porque esta noche dijiste cosas que me dieron asco.

Lucio tiró ei cigarrillo y se le acercó. En el espejo su cara era casi cómica, un verdadero actor representando al hombre indignado u ofendido.

– ¿Pero qué dije yo? ¿Entonces a vos también se te está contagiando la tilinguería de los otros? ¿Querés que todo se vaya al tacho?

– No quiero nada. Me duele que te callaste lo que ocurrió por la tarde.

– Me lo olvidé, eso es todo. Me pareció idiota que se estuvieran haciendo los compadres por algo que está perfectamente claro. Van a arruinar el viaje, te lo digo yo. Lo van a echar a perder con sus pelotudeces de chiquitines.

– Podrías ahorrarte esas palabrotas.

– Ah, claro, me olvidaba que la señora no puede oír esas cosas.

– Lo que no puedo soportar es la vulgaridad y las mentiras.

– ¿Yo te he mentido?

– Te callaste lo de esta tarde, y es lo mismo. A menos que no me consideres bastante crecida para enterarme de tus andanzas por el barco.

– Pero, querida, si no tenía importancia. Fue una estupidez de López y los otros, me metieron en un baile que no me interesa y se lo dije bien claro.

– No me parece que fuera tan claro. Los que hablan claro son ellos, y yo tengo miedo. Igual que vos, pero no lo ando disimulando.

– ¿Yo, miedo? Si te referís a lo del tifus doscientos y pico… Precisamente, lo que sostengo es que hay que quedarse de este lado y no meterse en líos.

– Ellos no creen que sea el tifus -dijo Nora-, pero lo mismo están inquietos y no lo disimulan como vos. Por lo menos ponen las cartas sobre la mesa, tratan de hacer algo.

Lucio suspiró aliviado. A esa altura todo se pulverizaba, perdía peso y gravedad. Acercó una mano al hombro de Nora, se inclinó para besarla en el pelo.

– Qué tonta sos, qué linda y qué tonta -dijo-. Yo que hago lo posible por no afligirte…

– No fue por eso que te callaste lo de esta tarde.

– Sí, fue por eso. ¿Por qué otra cosa iba a ser?

– Porque te daba vergüenza -dijo Nora, levantándose y yendo hacia su cama-. Y ahora también tenes vergüenza y en el bar estabas que no sabías dónde meterte. Vergüenza, sí.

Entonces no era tan fácil. Lucio lamentó la caricia y el beso. Nora le daba resueltamente la espalda, su cuerpo bajo la sábana era una pequeña muralla hostil, llena de irregularidades; pendientes y crestas, rematando en un bosque de pelo húmedo en la almohada. Una muralla entre él y ella. Su cuerpo, una muralla silenciosa e inmóvil.

Cuando volvió del baño, oliendo a dentífrico, Nora había apagado la luz sin cambiar de postura. Lucio se acercó, apoyó una rodilla en el borde de la cama y apartó la sábana. Nora se incor poro bruscamente.

– No quiero, Andate a tu cama. Déjame dormir.

– Oh, vamos -dijo él, sujetándola del hombro.

– Déjame, te digo. Quiero dormir.

– Bueno, te dejo dormir, pero a tu lado.

– No, tengo calor. Quiero estar sola, sola.

– ¿Tan enojada estás? -dijo él con la voz con que se habla a los niños-. ¿Tan enojada está esa nenita sonsa?

– Sí -dijo Nora, cerrando los ojos como para borrarlo-. Déjame dormir.

Lucio se enderezó.

– Estás celosa, eso es lo que te pasa -dijo, alejándose-. Te da rabia que salí con Paula a la cubierta. Sos vos la que me ha estado mintiendo todo el tiempo.

Pero ya no le contestaban, quizá ni siquiera lo oían.

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